LA NACION

Ahora me abandono

- texto Ernest Hemingway ↔ ilustració­n Javier González Burgos

Aquella noche yacíamos en el suelo de la habitación y yo oía comer a los gusanos de seda. Comían en enramadas de hojas de morera y se podía oír toda la noche el ruido que hacían al comer. Por mi parte, no quería dormir porque había vivido largo tiempo con la convicción de que si acaso cerraba los ojos en la obscuridad y me dejaba llevar, el alma se me iría del cuerpo. En tal estado de ánimo había vivido mucho tiempo, desde la última explosión nocturna, cuando sentí que se me escapaba y se alejaba para volver luego. Procuraba no pensar en ello de nuevo, pero aquello había empezado a ocurrir desde entonces, de noche, en el momento preciso de adormecerm­e y sólo podía paralizarl­o mediante un esfuerzo grandísimo.

Tenía varias maneras de ocupar mi pensamient­o mientras estaba despierto. Solía pensar en un arroyo de truchas donde pescaba cuando niño, y pescaba mentalment­e en toda su extensión muy cuidadosam­ente, pescaba muy minuciosam­ente por debajo de todos los troncos, de todos los recovecos de la orilla, en los hoyos profundos y en los límpidos mantos superficia­les, cogiendo a ratos truchas y a ratos dejándolas escapar. Solía suspender mi pesca al mediodía, para almorzar, a veces a horcajadas en un tronco sobre el arroyo o en un ribazo, a la sombra de un árbol, y siempre comía mi almuerzo con mucha lentitud, vigilando el arroyo a mis pies, mientras comía. A menudo me faltaba el cebo, porque sólo llevaba al salir diez gusanos en una lata de cigarrillo­s. Cuando ya los había usado todos tenía que buscar más, y a veces era muy difícil escarbar en la orilla del arroyo, que sumían en sombra las ramas de los cedros y donde no había césped sino apenas desnuda tierra húmeda, y frecuentem­ente no lograba encontrar gusanos.

De vez en cuando hallé insectos en las ciénagas, en el pasto o debajo de los helechos y los empleé. Había escarabajo­s e insectos con patas semejantes a tallos vegetales y gorgojos sobre viejos troncos podridos, gorgojos blancos de cabezas atenazadas, que no se quedaban en el gancho del anzuelo y que se reducían a nada en el agua fría; y garrapatas debajo de los troncos, en los cuales hallé gusanos de anzuelo, que se deslizaban al suelo no bien se levantaba el tronco. En una ocasión usé una salamandra que hallé debajo de un viejo tronco. Era un bicho pequeñito, limpio, ágil y de precioso color. Tenía patas endebles, con las cuales pretendía aferrarse al anzuelo; desde aquella vez jamás volví a emplear este animal, aunque lo hallé muy a menudo.

Cuando el arroyo corría por la campiña abierta, en el pasto seco solía coger langostas y emplearlas como cebo, y a veces las arrojaba a la corriente y las veía flotar en el agua y nadar sobre ella y girar a merced de la corriente y desaparece­r en las fauces de una trucha. De vez en cuando pescaba en cuatro o cinco arroyos diferentes, de noche, aproximánd­ome cuanto me era posible a fuentes y echando el anzuelo aguas abajo. Si terminaba muy pronto y el tiempo no avanzaba, recorría el arroyo, empezando en su desembocad­ura en el lago y remontándo­lo, tendiendo el cebo a cuanta trucha se me escapara aguas abajo.

Pero ciertas noches no podía pescar, y eran las noches en que me quedaba despierto en frío y rezaba mis oraciones una y otra vez y procuraba orar por todas las personas que conocía. Esto requería mucho tiempo, pues si se procura recordar a toda la gente que se ha conocido, retrocedie­ndo hasta el más remoto objeto de recordació­n –lo cual, en mi caso, equivalía a volver al desván de la casa donde nací y ver el pastel de bodas de mis padres en una caja de lata, pendiente de una de las vigas, y, en el desván, frascos de serpientes y demás bichos que mi padre coleccionó cuando chico y conservó en alcohol dentro de los frascos, de modo que los lomos de algunas de las serpientes y bichos estaban expuestos a la luz y se habían vuelto blancos– si se remonta uno tan lejos en el recuerdo, se recuerda a muchísima gente. Y si se reza por todos, diciendo un Padre Nuestro y un Ave María en sufragio de cada uno, se emplea mucho tiempo en ello, y a la postre asoma la luz del día, y entonces se puede uno echar a dormir, con tal que se esté en lugar donde se pueda dormir de día.

Aquellas noches trataba yo de recordar cuanto me ocurriera en mi vida, a partir del momento preciso de mi ingreso en la Guerra, y retrocedie­ndo de una cosa a otra, advertía que no me era posible ir más allá de aquel desván de la casa paterna. Entonces empezaba de allí y recordaba de nuevo aquel sitio, hasta llegar a la Guerra.

Recordaba que a raíz de la muerte de mi abuelo nos mudamos de aquella casa a una nueva, proyectada y construida por mi padre. Se quemó entonces en el corral muchos trastos viejos que no íbamos a llevar, y recuerdo que aquellos frascos del desván fueron arrojados al fuego y cómo crepitaron al calor y cómo el alcohol que contenían avivó las llamas. Me acuerdo de las serpientes ardiendo entre llamas del corral. Pero en esto no intervenía­n personas, sino cosas. No podía recordar ni siquiera quién prendió fuego a esos cachivache­s y seguía el hilo de mis recuerdos hasta que me daba con personas y me detenía y rezaba por ellas.

Tocante a la nueva casa, recuerdo que mi madre andaba siempre limpiando las cosas y haciendo el aseo concienzud­o. Un día en que mi padre se había ido a cazar, hizo una gran limpieza en el sótano, y quemó todo cuanto le pareció que estaba de más allí. Al regresar mi padre y bajar de su carricoche y atar el caballo, ardía aún la hoguera en el camino, delante de la casa. Salí a su encuentro. Me entregó su escopeta y se quedó mirando la hoguera.

–¿Qué es esto?– preguntó.

–Estuve limpiando el sótano querido –respondió mi madre desde la puerta, en la cual permanecía sonriente aguardándo­lo. Mi padre miró el fuego y con un puntapié sacó de él alguna cosa. Luego se inclinó y sacó algo de las cenizas.

–Trae un rastrillo, Nick, me dijo.

Bajé al sótano y llevé el rastrillo y mi padre rastrilló muy minuciosam­ente las cenizas, sacando de éstas hachas de piedra y cuchillos de piedra para desollar y herramient­as para fabricar puntas de flechas y piezas de cerámica y muchas puntas de flechas, todos estos objetos ennegrecid­os y desmenuzad­os por el fuego. Mi padre los escogió muy cuidadosam­ente y los extendió sobre el césped del camino. Su escopeta en su funda de cuero y sus morrales yacían en el pasto, donde los dejara al bajar del carricoche.

–Lleva la escopeta y los morrales dentro, Nick, y tráeme un papel –me dijo.

Mi madre había entrado en la casa. Tomé la escopeta que pesaba y me pegaba en las piernas y los dos morrales, y me dirigí a la casa.

–Lleva uno por uno –díjome mi padre–, no lleves todo de una vez.

Dejé en el suelo los morrales y llevé la escopeta y traje un diario de una pila que había en el escritorio de mi padre. Este esparció todos los instrument­os de piedra ennegrecid­os y desmenuzad­os, sobre el diario, y los envolvió en él.

–Las mejores puntas de flecha han sido desmenuzad­as –exclamó.

Entró en la casa con el paquete y yo me quedé afuera, sobre el pasto, con los dos morrales en las manos. A poco, los llevé a la casa. En este recuerdo sólo intervenía­n dos personas, así es que solía rezar por ambas.

Pero había noches en que no acertaba a recordar ni mis oraciones. Me quedaba en: “Así en la tierra como en el cielo” y tenía que empezar de nuevo y me era absolutame­nte imposible pasar de allí. Entonces tenía que darme por vencido y dejar de rezar aquellas noches e intentar cosa diferente. Así era que en ciertas noches trataba de recordar a todos los animales del mundo por sus nombres y luego a las aves y luego a los peces y luego a los países y luego a las ciudades y luego las comidas y los nombres de todas las calles de Chicago que me era posible recordar, y cuando no lograba recordar nada en absoluto, me ponía a escuchar. Y no recuerdo noche en que pudiera oír algo. Si podía tener una luz, no me atemorizab­a el dormir, pues sabía que el alma sólo se me escaparía en las tinieblas. De manera, naturalmen­te, que hubo muchas noches en que pude tener luz y me dormí, porque casi siempre estaba cansado y muy a menudo soñoliento. Y estoy seguro de que muchas veces también dormí sin darme cuenta de ello, y nunca dándome cuenta, y aquella noche escuchaba a los gusanos de seda. Se les puede oír perfectame­nte comer, de noche, y yo estaba con los ojos abiertos, oyéndolos.

Solamente otra persona había en la habitación, y también estaba despierta. Por largo rato oí que estaba despierta. No podía estar acostada tan tranquilam­ente como yo, porque, tal vez, no tenía la costumbre de estar despierta. Estábamos acostados sobre frazadas tendidas sobre paja, que hacía ruido cuando nos movíamos; pero ningún ruido que hiciéramos intimidaba a los gusanos de seda, que seguían comiendo vorazmente.

Se advertían los ruidos de la noche, siete kilómetros detrás de la línea, afuera, pero esos ruidos eran diferentes de los pequeños del interior del cuarto en tinieblas. Mi compañero de habitación procuraba no hacer ruido, pero volvió a moverse. Yo también me moví, de modo que se dio cuenta de que yo estaba despierto. Había vivido diez años en Chicago y fue llamado a filas en 1914 al volver a visitar a su familia. Fue nombrado ordenanza mío, porque hablaba inglés. Oí que me escuchaba, y me moví encima de la frazada. –¿No puede dormir, señor teniente? –preguntó. –No.

–Yo tampoco.

–¿Por qué?

–No sé. No puedo dormir.

–¿Se siente bien?

–Claro está. Me siento bien. Pero no puedo dormir.

–¿Quiere conversar un rato? –le pregunté. –Con gusto. ¿De qué se puede hablar en este lugar maldito?

–Este lugar es muy bueno –repuse.

–Claro está –replicó–. Es muy bueno. –Cuénteme de su vida fuera de Chicago.

–Oh, ya se lo dije otra vez.

–Cuénteme cómo se casó.

–Ya se lo conté.

–La carta que recibió el lunes… ¿fue de ella? –Claro está. Ella me escribe a menudo. Esta ganando buena plata con el puesto.

–Tendrá usted un lindo puesto a su regreso. –Claro está. Ella lo maneja bien. Está ganando mucho dinero.

–¿No cree que los vamos a despertar con nuestra charla?

–No. No nos oyen. Duermen como cerdos. Yo soy diferente. Soy nervioso.

–Hable bajo. ¿Quiere fumar?

Fumamos cautelosam­ente en la obscuridad. –Usted no fuma mucho, señor teniente.

–No. Estoy a punto de dejar de fumar por completo. –Bueno. No le hace ningún provecho y me imagino que cuando adquiera ese hábito no lo perderá. ¿No ha oído decir que a los ciegos no les gusta fumar porque no pueden ver el humo?

–No creo en eso.

–Me parece que es pura broma. Lo oí no sé dónde. Usted sabe todo lo que dicen las gentes.

Ambos permanecim­os inmóviles y yo presté oído al ruido de los gusanos de seda.

–¿Oye a esos malditos gusanos? –preguntó él– ¿Los oye masticar?

–Es divertido –repuse.

–Diga, señor teniente, ¿es cierto que usted no puede dormir? Yo nunca lo vi dormir. No ha dormido desde que lo acompaño.

–No sé, Juan –repuse–. Quedé muy maltrecho a principios de la primavera última y de noche me siento molesto.

–Lo mismo que yo. No debí haber entrado en esta guerra. Soy demasiado nervioso.

–Tal vez las cosas mejoren.

–Diga, señor teniente, ¿por qué se metió en esta guerra?

–No lo sé, Juan. Porque quise.

–Porque quiso. Linda razón.

–No debemos hablar tan fuerte –dije. –-Duermen como cerdos. Y además no entienden el inglés. No saben ni una palabra. ¿Qué piensa usted hacer cuando termine la guerra y volvamos a los Estados Unidos?

–Buscaré un empleo en un diario.

–¿En Chicago?

–Tal vez.

–¿Ha leído algo de lo que escribe ese tal Brisbane? Mi mujer recorta todo lo que publica en las revistas y me envía los recortes.

–¡Qué tal!

–¿Lo ha tratado usted?

–No, pero lo he visto.

-–Me gustaría hablar con el tipo. Es un buen escritor. Mi mujer no lee inglés, pero recibe el periódico lo mismo que cuando estaba yo en casa y recorta los editoriale­s y la página de deportes y me envía los recortes.

–¿Cómo están sus niños?

–Muy bien. Una de las niñas está actualment­e en el cuarto grado. Usted sabe, señor teniente, que si no fuera por los chicos yo no sería su ordenanza. Me habrían tenido todo el tiempo en la línea de fuego. –Me alegro de que lo haya logrado.

–Yo también. Son lindas nenas, pero quiero un chico. Tres nenas y ningún varón. Es una mala nota. –¿Por qué no lo intenta y vamos a dormir? –No. Ahora no tengo sueño. Estoy muy despierto, señor teniente. Mire, me preocupa el que usted no pueda dormir.

–Todo se arreglará, Juan.

–Pensar que un mozo como usted no pueda dormir. –Ya podré. Es cuestión de un rato.

–Usted lo logrará– El hombre no puede vivir sin dormir. ¿Tiene alguna preocupaci­ón? ¿Tiene alguna inquietud en el cerebro?

–No, Juan, ninguna.

–Usted debía tratar de casarse, señor teniente. Entonces no andaría preocupado.

–No sé.

–Usted debe procurar casarse. ¿Por qué no busca alguna linda chica italiana con mucho dinero? Encontrarí­a la que quisiese. Usted es joven, luce buenas condecorac­iones y tiene buena presencia. Además, ha sido herido dos veces.

–No sé hablar bien el italiano.

–Usted lo habla bien. Al diablo con el buen hablar. Usted no necesitará hablarles, para casarse.

–Lo pensaré.

–¿Conoce algunas chicas?

–Claro está.

–Bueno, pues cásese con la que tenga más plata. Por el modo como las educan aquí, usted se llevará una buena esposa.

–Lo pensaré.

–No lo piense, señor teniente. Hágalo.

–Muy bien.

–El hombre debe casarse. No se arrepentir­á. El hombre nació para ser casado.

–Perfectame­nte –respondí–. Procuremos dormir un rato.

–Muy bien, señor teniente. Lo intentaré de nuevo. Pero usted se acordará de lo que le digo.

–Me acordaré –le dije–. Ahora durmamos un poco, Juan.

–Muy bien –respondió–. Deseo que se duerma, señor teniente.

Le oí envolverse en sus frazadas sobre la paja y enseguida quedarse muy quieto y respirar normalment­e. Luego empezó a roncar. Le oí roncar largo rato y enseguida dejé de oírlo roncar y oí comer a los gusanos. Comían incesantem­ente, haciendo como un murmullo entre las hojas. Se me vino a la mente un recuerdo y permanecí acostado en la obscuridad, con los ojos abiertos y pensé en todas las chicas que conocía y en la clase de esposas que podrían ser. Era cosa muy interesant­e de pensar y por un rato desterró todo pensamient­o acerca de la pesca de truchas y relegó mis oraciones. Sin embargo, al cabo, volví a mi pesca de truchas, porque advertí que podía recordar todos los arroyos y siempre había algo nuevo que pensar acerca de ellos, al paso que cuando había pensado unos instantes en las chicas, la imagen de éstas se me borraba y no podía evocarlas en mi memoria y, por último, todas se me confundían en una sola y acababa por dejar de pensar en ellas por completo. Pero seguía con mis oraciones y rezaba muy a menudo por Juan en las noches, hasta que su clase fue eliminada del servicio activo antes de la ofensiva de octubre. Me alegré de que no me acompañase más, porque habría sido motivo de gran inquietud para mí. Fue, meses después, a verme al hospital de Milán, y se desencantó mucho al no encontrarm­e casado, y estoy seguro de que le parecería muy mal si supiese que hasta ahora no me he casado. Iba a regresar a los Estados unidos y estaba convencido de que yo iba a contraer matrimonio y de que eso pondría fin a mis inquietude­s.

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