LA NACION

La nueva corrección sexual

- Por Hugo Beccacece

Vi una muy interesant­e película argentina, Rosita, de la directora Verónica Chen. Me hizo pensar en cómo cambió mi vida desde que, a lo políticame­nte correcto, se sumó lo social y lo sexualment­e correcto. El film empieza cuando Lola, la protagonis­ta (la bella y talentosa Sofía Britos) vuelve a su casa. Allí había dejado a sus hijos, Alejo, Gustavo y Rosita, al cuidado de Omar, padre de Lola y abuelo de los niños (estupenda actuación de Marcos Montes). Alejo y Gustavo le dicen a Lola que Omar salió con Rosita, sin decir adónde. Las horas pasan, llega la noche y los ausentes no aparecen. Lola se angustia porque su padre es un hombre en el que no confía: por momentos, es irascible o de una ternura contenida, pero con un pasado marginal: estuvo en la cárcel. Por la cabeza de Lola, pasan las hipótesis y los prejuicios más oscuros. Da aviso a la policía, que ordena la búsqueda de Omar y Rosita. A la mañana siguiente, el abuelo y la nieta regresan a la casa, como si no hubiera pasado nada. A los interrogat­orios policiales, se suman los de Lola. No cuento el final.

Ya no subo a un ascensor si también va a hacerlo una mujer, un adolescent­e o un pequeño vecino solo. Un anciano como yo, solitario, rodeado de libros (¡Sade!), que recibe muy pocas visitas, que acostumbra­ba, antes del Covid-19, volver a la madrugada (del Colón), puede resultar sospechoso a las mentes que canalizan de un modo vicario sus propias fantasías en el prójimo.

Recuerdo que, durante la dictadura del devoto general Onganía, trabajé en la revista femenina

Claudia. Se publicaban cuentos de grandes escritores nacionales y extranjero­s. La inolvidabl­e poeta Olga Orozco se ocupaba de encargar los textos. Una vez, llamó a Silvina Ocampo y le propuso que escribiera un relato que no incluyera violencia, sexo, drogas y, en lo posible, ni siquiera adulterio. Silvina le respondió: “¿Y sobre qué voy a escribir?” Mucho tiempo después, entrevisté a Silvina para la revista dominical de este diario; se publicó el 28 de junio de 1987. La nota tuvo una repercusió­n muy favorable entre los lectores e incluyo entre ellos al íntimo amigo de los Bioy Casares, el doctor Enrique Drago Mitre, que fue vicepresid­ente y más tarde presidente de la sociedad anónima la nacion. En la conversaci­ón que tuve con la autora de Espacios métricos, le pregunté si, antes de casarse con Adolfo Bioy Casares, no había tenido que defender su modo de pensar y de sentir, muy poco convencion­ales, contra las costumbres severas de sus padres, que también habían hecho sufrir a su hermana, la feminista Victoria Ocampo. Su respuesta dice mucho acerca del modo en que actuaba una chica muy bien educada, pero no bien “portada”: “Hice desde chica todas las cosas que me prohibían. Las más prohibidas, y hasta las que no me habían prohibido porque no se les ocurría que, alguien de mi edad, pudiera hacerlas. Hice de todo a escondidas”. Esa respuesta, hace 33 años, causó mucha gracia en el medio literario y social de Buenos Aires; hoy, es probable que creara problemas a un editor o no fuera publicada.

El respeto a los menores, creo, no debería cortar el acceso a un sentimient­o muy noble de los adultos: la ternura. Hoy, hasta ser tierno es un riesgo porque puede implicar contacto físico en tiempos de pantalla.

¡Y qué decir de los temerarios piropos! Cuando se estrenó en el Teatro General San Martín

Happyland, de Gonzalo de María y puesta de Alfredo Arias, me llamó la atención la belleza de la actriz Josefina Scaglione, que encarnaba en clave sexy a la expresiden­ta Isabelita Perón en su época de joven soltera. Fui a saludar a Scaglione al final de la función. Ella ya estaba desprovist­a de maquillaje y peluca: descubrí a una mujer de una belleza espiritual. Medio en broma, medio en serio, le dije: “No tome esto como acoso. Usted es tan bella como talentosa. Tiene, a la vez, la belleza que incita al pecado de bolero, y la sublime”. Me miró agradecida y perpleja.

Una gran actriz argentina, que no vive en el país, me hizo una consulta, hace dos años: “El otro día, íbamos con R. (su esposo) paseando por la avenida Corrientes; pasamos por una confitería con mesas en la calle. Desde una, donde había tres muchachos, uno de ellos, con una sonrisa, me preguntó: ‘¿Me prestás a tu pareja para una vuelta manzana?’. A R., le dio risa. ¿En Buenos Aires, se acostumbra que los hombres les digan piropos a los hombres?”. No lo es, pero el piropeador en cuestión era un experto con sentido del humor y sabía a quiénes se dirigía. El piropeado y su mujer también apreciaban y celebraban ese tipo de ocurrencia­s. La gracia y el humor son un pasaporte sellado cuando van acompañado­s por tacto, ingenio y… “ángel”, como decía García Lorca. Los ángeles no pecan.

“Le dije: usted tiene, a la vez, la belleza que incita al pecado de bolero, y la sublime. Me miró agradecida y perpleja”

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