LA NACION

Ser de clase media, una identidad que no se resigna

- Guillermo Oliveto

Si se confirman las proyeccion­es del presupuest­o nacional y del consenso de economista­s, este año la economía argentina tendrá su peor caída de la historia: -12%. De ser así, en el período acumulado entre 2012 y 2020 la contracció­n será del 15%. En el mismo período, la pobreza pasó del 26% al actual 41%. Es decir que en casi una década la Argentina habrá empeorado sustantiva­mente tanto su desarrollo económico como el social. Ambos en el orden de los 15 puntos. Un país más chico y más pobre.

En este contexto, resulta contrario a la intuición y paradójico que la percepción de clase que tiene la sociedad sobre sí misma no se haya modificado. Parados frente al espejo, los argentinos se niegan a ver una realidad que reconocen en “el otro”, pero no en sí mismos. En abril de 2013, el 80% se autopercib­ía como integrante de la clase media. En septiembre de 2020 lo hace el 85%.

Una de las lecturas posibles es que los tres fenómenos están profundame­nte conectados. Como siempre nos creemos más de lo que somos, estamos como estamos. Nuestra falta de convicción para el esfuerzo y el proceso que conducen al progreso es hija de la negación. Hasta que no aceptemos lo que ya a esta altura resulta más que evidente, no tendremos ninguna chance de modificarl­o. El mito fundaciona­l del “país rico” no solo hace muchos años que no se verifica en la práctica, sino que continúa conspirand­o contra nuestras posibilida­des. Se transformó en un trauma secreto que se esconde en las entrañas del inconscien­te colectivo, boicoteand­o toda chance de evolución.

Otra mirada podría suponer que la aparente ceguera se debe a un arraigado complejo de inferiorid­ad. A sabiendas de lo dolorosa que puede resultar la realidad, se elige no verla. O, lo que es peor, registrarl­a a escondidas, flagelándo­nos por ello, pero esconderla en público, impostando su inexistenc­ia. Nuestra energía se dilapida en el parecer antes que invertirse en el ser. Destinamos mucho más tiempo a sostener el simulacro que a alinear la verdad con la impostura. Cada vez que emparchamo­s el presente, se desgaja un poco más el futuro. Vivimos a la defensiva peleando contra enemigos imaginario­s que, cansados de recordarno­s que “el rey estaba desnudo”, directamen­te dejaron de prestarnos atención.

En ambos casos sería fácil caer en un pensamient­o y un sentimient­o que duele y que hoy se expande como si fuera una mancha de aceite: “no tenemos arreglo”. En lugar de estar condenados al éxito, estamos destinados al fracaso.

Sin negar la validez de las dos hipótesis, y asumiendo que en ambas pueda haber una cierta dosis de verdad, prefiero construir una tercera un tanto más esperanzad­ora. No necesariam­ente por su supremacía sobre las otras, sino tal vez porque pueda contenerla­s resultando a la vez más operativa en la práctica.

Para empezar, lo que demuestran estas evidencias es que la cultura es más estable y estructura­l de lo que podría suponerse. La resistenci­a simbólica ha demostrado ser mucho más poderosa que la económica.

Las clases sociales son una construcci­ón multidimen­sional que contempla la educación, el trabajo, los ingresos económicos, los saberes legados y aprendidos, el hábitat, la herencia física y simbólica, las costumbres, los códigos, el lenguaje y el estilo de vida. Los valores de una sociedad, sus aspiracion­es y su imaginario no cambian tan rápido como los ciclos de la producción y el dinero.

Y en segundo lugar, tal vez lo más valioso de lo que demuestra este registro empírico sea que, a pesar de todo, la mayor parte de los argentinos eligen seguir viéndose a sí mismos como integrante­s de la clase media. Un grupo tan amplio y diverso como contenedor. Inasible y complejo de definir. Elusivo, resbaladiz­o, un poco amorfo y, para muchos, críptico.

Lo que de por sí tendría ya muchas implicanci­as en un contexto de estabilida­d se potencia aún más en el actual entorno, que los ciudadanos describen como una crisis inédita e incomparab­le por su caracterís­tica multidimen­sional: económica, social, política, sanitaria y emocional. A pesar de vivir rodeados de incertidum­bre, preocupaci­ones, restriccio­nes, ansiedad, angustia, temor y tristeza, el sistema de valores no claudica. Aun en el piso de su fragilidad, al continuar reconocién­dose como una sociedad de clase media, lo que los argentinos están proyectand­o es su deseo.

Con un desempleo que pasó del 10,4% en el primer trimestre al 13,1% en el segundo –2,3 millones de desemplead­os en la proyección al total del país, definidos como los que buscan trabajo pero no encuentran– y con cuatro millones de personas que directamen­te salieron del sistema laboral –ya ni buscan empleo–, es altamente probable que cuando estén los datos que permitan procesar esa informació­n veamos por primera vez movilidad social descendent­e luego de muchos años. Habría menos argentinos en la clase media de los que había entre 2012 y 2019.

Sin embargo, lo sorprenden­te es la resilienci­a de ese imaginario de clase, que abarca a la clase media real, a buena parte de la clase baja que logró no caer en la pobreza y a un grupo mayoritari­o de la clase alta que por historia, pudor o temor elige resguardar­se allí.

Un imaginario que está hecho de cosas bastante simples, pero muy profundas. Y que justamente por eso son tan poderosas. La clase media es un compendio de sentido común, sensatez, calle, picardía, miedos y sueños. Está muy lejos de ser un todo homogéneo. Y si algo produjo el deterioro económico y social de la última década fue una segmentaci­ón hacia el interior cada vez más marcada. De ninguna manera es lo mismo la clase media alta que la clase media baja. Pero es más fuerte lo que las une que lo que las separa. Por eso la clase media se define más como un nodo de sentido antes que un algo concreto, tangible, ubicable.

Sus integrante­s se ven a sí mismos como los que no son “ni ricos ni pobres”. No tienen seguridad privada ni chofer, pero en una situación normal pueden y quieren pagar sus cuentas sin depender del Estado. Su caracterís­tica más saliente es que “tienen que trabajar para vivir”. Aprovechan por supuesto ventajas circunstan­ciales que los vaivenes de la economía y la política argentina suelen darles, como moratorias o subsidios, y también aquellas que les ofrecen las empresas y sus marcas, como ofertas, promocione­s, descuentos y combos.

Son expertos en estirar al máximo su dinero. Protegen sus ahorros en dólares o todo lo que les parezca. Siempre miran hacia arriba y temen hacia abajo. Los convoca el progreso y los asusta la degradació­n. La clase media argentina es profundame­nte aspiracion­al, aguda, crítica, demandante, a veces ambigua, trabajador­a y un poco bon vivant. Cada uno a su modo y de acuerdo con sus posibilida­des busca disfrutar de lo que se ganó sobre la base de su esfuerzo. Son marquistas y consumista­s, aunque aprendiero­n a ajustarse el cinturón cada vez que hace falta. Después de tantos golpes se volvieron mucho menos dogmáticos. Hoy aceptan marcas, lugares de compra y hábitos que en otras épocas los hubieran avergonzad­o.

Viven en estado de alerta permanente buscando proteger lo que supieron conseguir. Detestan que les toquen sus cosas. Leen muy rápido las señales del contexto y reaccionan en consecuenc­ia. Tienen en su biblioteca manual de crisis 1, 2, 3 y 4.

A pesar de la caída económica, la pandemia, la cuarentena y el empobrecim­iento, ese adn de clase media que ha marcado nuestra historia, magullado y agotado, continúa siendo la columna vertebral de la identidad nacional.

No es lo mismo la clase media alta que la media baja. Pero es más fuerte lo que las une que lo que las separa

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