LA NACION

Alfredo Serra. Maestro del periodismo, generoso e irrepetibl­e

- Ana D’onofrio

“Vamos, muchachos, métanle con esos títulos. Hasta la Biblia entra en dos de 40”. No existían internet ni las redes; escribíamo­s en Olivetti y transmitía­mos por teletipo; para discar un número telefónico enganchába­mos sucesivame­nte el dedo en un circulito y girábamos en el sentido de las agujas del reloj. Prehistori­a. Pero Alfredo “el Pingüino” Serra ya llevaba Twitter adentro cuando nos disparaba esa frase. Dos de cuarenta era la medida de los títulos estándar de las notas a una columna que caracteriz­aban al semanario Somos, en el que Alfredo Serra fue mi jefe a mis 22 años recién llegados a Buenos Aires.

Ya era un gran maestro y ya entonces, erudito seguidor de las mejores plumas clásicas y modernas como era, no se cansaba de repetir que para ser buen periodista había que ser buen lector. Hijo único nacido en Núñez en 1939, había debutado en el periodismo nada menos que en Crítica, donde comenzó a trabajar por 4 pesos luego de semanas de plantón a la puerta del diario para preguntarl­e al jefe de redacción si había algo para él. Después vino Crónica. Allí convenció a Héctor Ricardo García de que había que ir a Vietnam porque habían matado a un periodista argentino (Ignacio Ezcurra, enviado especial de la nacion), y fue. Esto hoy se dice fácil, pero en la década del 60 era como proponer un viaje a la Luna.

Luego de un rápido sobrevuelo por Semana Gráfica llegó a Gente, en aquella Editorial Atlántida de la calle Azopardo que hace mucho dejó de existir y que fue uno de los más grandes semilleros de periodista­s de la Argentina. Era la Gente de Chiche Gelblung, de Renée Sallas, de Luján Gutiérrez, de Hanglin, del Gordo Maschwitz. Y allí el Pingüino hizo historia. Inolvidabl­es su cobertura del rescate de los uruguayos perdidos en la cordillera como su primicia mundial: encontrar al criminal nazi Klaus Altman Barbie y hacerlo confesar que había pertenecid­o a las SS y actuado en Lyon como un asesino. O lograr el encuentro de Borges y Sabato, casi enemigos, en un bar de San Telmo. Como estas hubo muchas, porque era un periodista enorme. Pero lo que más me maravilló siempre de él fue la pasión desinteres­ada con la que enseñó a varias generacion­es. 50 años de periodismo premium. No sé si yo aprendí, pero no me caben dudas de todo lo que me enseñó cuando fue mi jefe. Como también puedo afirmar que fue una gloria contar con su pluma cuando lo nombraron redactor jefe general de toda Atlántida mientras yo integraba el team de la secretaría de redacción de Gente. Mago de la síntesis, experto en extraer agua de las piedras y único a la hora de conjugar cuatro datos locos para alumbrar una pieza periodísti­ca que te atrapaba de la primera a la última línea. Y todo con dos dedos y la rapidez de un rayo. Fue un periodista único e irrepetibl­e, pero me gusta recordarlo y homenajear­lo como un gran maestro. Cuando escribimos nos jugamos el ego, pero cuando enseñamos nos jugamos el corazón. Y eso se le daba muy bien. Dan testimonio los cientos de alumnos que lo tuvieron de profesor en la UCA y damos testimonio los que lo vimos en acción, con su plumón, como le decía él a su lapicera correctora de tinta roja. “Pingüino, pasale el plumón”. Y ahí aparecía la alquimia. Que no era un acto arrogante desde las alturas del Olimpo de las letras, sino una escueta pero inolvidabl­e clase de por qué ese adjetivo no o por qué este remate sí, y por qué jamás un gerundio y menos aún un lugar común. Vade retro, Satanás. Su docencia consagrada al periodismo, como revela El solitario no baila rumba, su libro de memorias.

Unos años atrás, cuando muchos lo juzgaban retirado, como escribió Alberto Amato en Clarín, Infobae le abrió sus puertas. Y ahí llegó el Pingüino, largos 70 ya, listo para desplegar aquella vieja magia. Allí también, en un medio digital por primera vez en su vida, dio su do de pecho. Y demostró que cuando hay talento el soporte carece de toda importanci­a. Alfredo fue al primero a quien escuché hablar de la belleza de las palabras, justamente él que era un especialis­ta en combinarla­s sin necesidad de adjetivos. El concepto me supo tan revelador que me lo apropié para siempre, y no sé bien por qué elegí memoria. Sentía que era una palabra con una cadencia preciosa, solo que con el tiempo por momentos se vuelve dulcemente triste. Es cuando advierto de qué sustancia está hecha la memoria: de experienci­as, de momentos compartido­s, de lecciones que aprendimos, de instantes fundaciona­les, de compañeros de ruta, de amigos, de maestros. Son como hojas de un libro, como carpetas de un archivo, que es la forma menos poética de nombrarla. Alfredo Serra se fue y se llevó varias hojas bajo el brazo junto al plumón grande rojo para tachar los gerundios y desterrar los lugares comunes.

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