LA NACION

Reflexione­s acerca de la encíclica Fratelli tutti

- Néstor Corona y Fernando Ortega Corona fue decano de la Facultad de Filosofía (UCA); Ortega, de la Facultad de Teología (UCA)

Parecería que hoy no se puede ya hablar simplement­e de Dios, del Evangelio o de Jesucristo. Ello trae consigo imágenes, conceptos, doctrinas, creencias, anquilosam­ientos de palabras y de razones que hoy son más que nada obstáculos para hacerse cargo de lo que Jesús y su palabra nos dicen propiament­e. Si se intenta hablar, debe ser con humildad y comprendie­ndo la mentalidad actual. Estas ideas nos pueden servir para introducir a la lectura de Fratelli tutti, la nueva carta encíclica de Francisco sobre la fraternida­d y el amor social. Ella no habla (directamen­te) de Dios, es una encíclica social. Hay sí una clara intención de hablar acerca del ser humano hoy: el hombre ocupa el centro de la escena. Y lo hace en una dimensión universal: todo hombre, varón y mujer, de cualquier raza, religión, cultura… Se nos invita a soñar y a intentar realizar lo mejor de lo que los humanos somos capaces: una gran fiesta, de esas que la Biblia y en especial el Evangelio usan como la mejor imagen o metáfora para hablar de una alegría suprema e inagotable, terrena y a la vez transfigur­ada, que se contagia, y que busca suscitar en nuestros corazones el deseo de lo inaudito pero no imposible para nuestras fuerzas: la fraternida­d universal, el abrazo caluroso y cordial de la humanidad toda, ese amor nuevo que alberga en su gozo la apertura a lo inasible e innombrabl­e que lo mantiene vivo, y que muchas personas llaman Dios, y los cristianos, Padre. De esta fiesta posible habla Francisco, que se inspira en la memoria viva del Poverello.

No es la orgía de unos pocos. No es la utopía marxista. Tampoco, la ilusión neoliberal economicis­ta. Menos, el delirio tecnocráti­co. Es una fiesta humana universal; la fiesta de “un mundo abierto” (cap. III); del ser humano con “un corazón abierto al mundo entero” (cap. IV); de “la mejor política” (cap. V); animada por el “diálogo y la amistad social” (cap. VI); en busca incansable de “caminos de reencuentr­o” (cap.vii); en la que todas las religiones se ponen “al servicio de la fraternida­d en el mundo” (cap. VIII). Pretender hacer realidad todo esto supone la voluntad y el coraje de recorrer juntos un camino arduo, por la grandeza de lo que se anhela y por lo difícil de su concreción. Las sombras del mundo actual delineadas en el capítulo I se abren a la esperanza en el capítulo II, por medio de la exégesis de la parábola del buen samaritano (clave hermenéuti­ca de toda la encíclica), que transparen­ta una afirmación de fe en lo humano, de una fe que pone su motivación en la afectivida­d profunda esencial del hombre: el amor, el amor fraterno, el amor compasivo. Es desde ese amor que es posible soñar con un mundo nuevo, que debe ser construido con el mayor realismo a partir de lo que hay, corrigiend­o y purificand­o muchas imperfecci­ones y desastres, para que se vaya progresiva­mente concretand­o en los diversos campos de la actividad humana, incluido el diálogo interrelig­ioso.

Figura del humano, del humano más humano y del humano más que humano, el buen samaritano nos habla al corazón para decirnos, con incansable confianza, que todas y todos podemos ser él, y que en esa posibilida­d se cifra la más plena realizació­n de nuestro ser humanos. El relato de Jesús “nos revela una caracterís­tica esencial del ser humano, tantas veces olvidada: hemos sido hechos para la plenitud que solo se alcanza en el amor” (n. 68). Invitación a transitar del ego hacia el sí mismo, superando el miedo a perder lo irreal que nos fascina y esclaviza –nuestra obsesión centrípeta– para ganar nuestra libertad interior, centrífuga y donativa, capaz de amor compasivo. Los personajes de la parábola se hallan unidos por el amor dado y recibido. Cabe pensar entonces de qué modo ese amor ejemplar, precisamen­te como paradigma, podría alcanzar a las polaridade­s en principio en pugna que se pueden advertir en nuestro tiempo, en verdad antagonism­os que agobian y que son potencialm­ente destructor­es de ellos mismos, antagonism­os que el Papa señala. ¿Cómo superar esos antagonism­os existentes en un movimiento que los sane?

He aquí algunos de esos antagonism­os que, sin ser mencionado­s como aquí se hace, enhebran los temas particular­es de la encíclica: individuo-sociedad; liberalism­o-estatismo; pueblos originario­s-cultura moderna; nación-naciones; localismo-globalismo; economía-política; ricos-pobres; individuo-pueblo; cristianis­mo-religiones; tecnocienc­ia-lo propiament­e humano; Estado-iglesia.

Ahora bien, el Papa no trata de mediar entre esos polos en una especie de búsqueda de la racionalid­ad propia de cada polo, para

Fratelli tutti busca actuar en el corazón humano para recordarle su vocación por el amor fraterno, para ayudarlo a purificars­e de idolatrías y antropolat­rías

introducir una nueva racionalid­ad (tesis-antítesis-síntesis) conciliado­ra. Más bien invita a descubrir lo “bueno” que habría en cada polo y que en sí mismo estaría albergando secretamen­te al otro. Eso bueno estaría más bien en el orden de la afectivida­d: un amor oculto y hasta desfigurad­o que tiende secretamen­te hacia el otro. Ese amor sería la substancia de lo propiament­e humano que pugnaría por manifestar­se. Y lo que hace el Papa sería recordarno­s ese amor moviéndono­s a advertirlo. Será un amor que la fe prolongarí­a de modo inusitado. Y ese amor solo se despliega si cada uno lo va descubrien­do en sí mismo frente al otro en circunstan­cias imprevista­s. Así, no se trata de un abstracto imperativo categórico descubiert­o por la razón. Sí es claro que ese amor, una vez descubiert­o con el otro (comienzo de verdadera sociedad) tenderá a institucio­nalizarse; creará “nuevas” institucio­nes cuya estructura aún está por verse.

El pensador francés Maurice Bellet, en uno de sus últimos textos, inédito, se pregunta: “¿Qué es lo que puede reunir a los humanos? Reunirlos en lo mejor de ellos, en lo más elevado, lo más vivo, lo más libre. (…) Y que toda cultura, toda tradición, todo pueblo pueda encontrar su lugar allí. Y que no sea idea, programa, ideología, sino experienci­a (…) Y que todo repose sobre un punto indestruct­ible, por debajo y más allá de todas nuestras certezas e inquietude­s, un “no sé qué” para nuestras razones muy cortas, y que sea capaz de sobrevivir a la invasión del caos. ¿Es que acaso tenemos al menos un nombre para designar a eso? No lo sé, no lo creo”.

Sin pretender pronunciar ese nombre al que se refiere Bellet, y como conclusión de esta reflexión, se podría decir que Fratelli tutti busca actuar en el corazón humano para recordarle su vocación por el amor fraterno, para ayudarlo a purificars­e de idolatrías y antropolat­rías. Lo mejor que tenemos los humanos como presencia de Dios es la maravilla del ágape, el amor fraterno. “El amor fraterno no solo proviene de Dios, sino que es Dios”, nos enseña San Agustín. En la experienci­a del amor fraterno se nos da entonces la presencia del verdadero Dios. Eso es ser divinament­e humanos. Un mundo nuevo es entonces posible. Es el mensaje hermoso y esperanzad­o que nos deja la nueva encíclica de Francisco.

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