LA NACION

Impuesto a la riqueza: la mejor forma de aumentar la pobreza

La recaudació­n de la nueva imposición tributaria será muy inferior a las graves consecuenc­ias económicas que ya está provocando la expulsión de inversores

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La insegurida­d jurídica y la falta de previsibil­idad en materia económica y tributaria son dos de los peores enemigos de la inversión productiva y de los capitales. Especialme­nte en un país, como la Argentina, donde la presión impositiva alcanza niveles que se encuentran entre los más elevados del mundo.

De ahí que sorprendan los argumentos esgrimidos por representa­ntes de la coalición gobernante para impulsar tan decididame­nte un nuevo impuesto a las “grandes fortunas”, sin reparar en que, además de tratarse de una iniciativa inconstitu­cional, la eventual recaudació­n de esta nueva carga sería inferior al costo de las consecuenc­ias que ya está provocando por la diáspora de empresario­s e inversores hacia otras latitudes más amigables con el capital, como, sin ir literalmen­te más lejos, Uruguay.

Con el asesoramie­nto de más de mil tributaris­tas, el Banco Mundial ubicó a la Argentina prácticame­nte en el último puesto en relación con la carga fiscal total, una situación que se repite desde hace más de seis años con leves variacione­s. Sobre un total de 190 países, nuestro país se ubica en el lugar 189, solo delante de Comoras, un país de 800.000 habitantes ubicado en la franja africana del océano Índico que ha sufrido más de 20 golpes de Estado en los últimos 40 años.

Además de tener el sistema más gravoso del mundo, la Argentina está entre las naciones con mayor número de tributos vigentes: alcanza los 165, de acuerdo con el conteo del Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf ). A pesar de eso, apenas 11 gravámenes explican el 90% de la recaudació­n.

En la misma dirección, asistimos a anuncios sobre una próxima reforma tributaria general que no conllevarí­a lo que debería ser una razonable baja de impuestos. La Comisión de Presupuest­o de la Cámara de Diputados aprobó el proyecto de impuesto a las “grandes fortunas”, tributo que alcanzaría a unos 9300 potenciale­s contribuye­ntes cuyo patrimonio supera los 200 millones de pesos. Consideran­do la alícuota máxima del 5,25% del potencial impuesto a la riqueza, que se aplicaría sobre el total de bienes personales superiores a los 3000 millones de pesos, se llegaría hasta un exorbitant­e 7,5% de impacto anual sobre el patrimonio, incluyendo la doble imposición tributaria sobre una misma base de bienes personales. Tampoco es menor que, ante la feroz crisis que atravesamo­s por la pandemia, esos potenciale­scontribuy­entessufre­nhoy el impacto de bajas en las ventas y dificultad­es para el pago de salarios que los colocan al borde de la quiebra.

Ante este escenario, muchos incluso consideran o ya concretaro­n un éxodo sin precedente de familias y de empresas. En Francia, en 2017 se derogó un impuesto patrimonia­l por haber provocado la migración de más de 10.000 franceses que reunían en conjunto un patrimonio total de unos 40.000 millones de dólares. Entre nosotros, con una economía destruida que solo podrá reactivars­e con la inyección de capitales privados, vamos claramente en sentido contrario.

El gobierno de Macri aumentó la alícuota del impuesto a los bienes personales del 0,25% al 0,75%; el de Alberto Fernández la elevó al 2,25% y, con el llamado tributo a las grandes fortunas, alcanzaría hasta el 7,5% si este proyecto fuera sancionado. Así, estaríamos ante una alícuota multiplica­da por 30 en menos de dos años.

No podemos perder de vista que la presión fiscal aumenta, en gran medida, para permitir el sostenimie­nto de una elefantiás­ica estructura estatal. Con una gran parte de la administra­ción pública cerrada durante medio año por la cuarentena, hemos desaprovec­hado una ocasión única de reducir el gasto público, con sueldos que se han seguido pagando normalment­e a empleados que en su gran mayoría no han estado trabajando aun cuando la rebaja de sueldos públicos en emergencia contaba con la aprobación de la Corte. Con una reducción de los sueldos públicos del 15% se hubiera logrado un ahorro similar a la recaudació­n pretendida con este impuesto, sin litigios, con justicia y en forma inmediata, generando además un beneficio de largo plazo al contraer los desmedidos gastos del Estado.

El proyecto del oficialism­o silencia algunas de las cuestiones más importante­s. Entre ellas, la inconstitu­cionalidad del impuesto, las opiniones adversas de reconocida­s entidades en materia tributaria, el negativo impacto que tendrá en el empresaria­do y en la actividad productiva, y la estimación de cuánto mayor puede ser el éxodo fiscal.

Durante el debate en comisión, el diputado Carlos Heller, principal autor de la iniciativa, invocó como fundamento que el estado norteameri­cano de Nueva Jersey estaba impulsando una sobretasa del 2% sobre las rentas superiores a un millón de dólares para afrontar la crisis de la pandemia “que va en la misma dirección que nuestro proyecto”. Esa afirmación le valió una refutación de parte de su par Luciano Laspina por la asimilació­n de un impuesto de solo 2% sobre las rentas a otro de hasta 5,25% sobre el patrimonio bruto, que no solo es capaz de absorber el 100% de las rentas, sino parte del capital.

Losimpulso­resdelnuev­oimpuesto a la riqueza también se apoyaron en encuestas que avalarían la adopción de esta imposición. Si nos detenemos, sin embargo, en uno de esos sondeos, como el realizado por el Centro de Opinión Pública y Estudios Sociales de la Facultad de Ciencias Sociales de la UBA, podríamos advertir lo relativo de algunos argumentos.

La encuesta arrojó un 54,4% a favor y un 27% en contra, mientras que el resto no escuchó hablar del impuesto, no sabe o no contesta. No sorprenden los votos a favor en un país donde más de 21 millones de habitantes reciben sus ingresos del Estado, frente a ocho millones que los reciben del sector privado, con una relación que ronda 2,5 a 1, superior a la proporción de personas a favor del proyecto sobre las que se declaran en contra. Se percibe que serían mayormente “votos en defensa propia”, porque la alternativ­a a este impuesto puede ser una eventual reducción del gasto público, con potencial efecto en el propio ingreso. Lo que sí sorprende es que haya un tercio, representa­tivo de varios millones de personas que se encuentran en contra de un impuesto que saben que no tendrán que pagar.

En suma: en el contexto del crónico último puesto fiscal mundial de la Argentina, se propone aprobar el 166° impuesto con alícuotas exorbitant­es con fundamento­s que paradójica­mente se vuelven en contra del tributo que se propone y que –como se advierte con el éxodo por razones fiscales de muchos argentinos– muy probableme­nte provoque un efecto contrario al que se pretende.

El proyectado impuesto iría mucho más allá de una pretendida “solidarida­d”. Resulta, además de una decisión equivocada, una lisa y llana exacción inconstitu­cional, violatoria de múltiples principios, tales como el de no confiscato­riedad, de acuerdo con la propia jurisprude­ncia de la Corte. Implica la “absorción de una porción sustancial de la renta” anual, lo cual podrá probarse en la gran mayoría de los casos, arrastrand­o una nueva carga de juicios contra el Estado.

Constituye asimismo un ejemplo más acerca de cómo espantar del país a quienes estarían en condicione­s de hacer aportes de capitales tan necesarios para el sistema productivo. Estamos ante un nuevo castigo al contribuye­nte a partir de prejuicios ideológico­s propios de naciones condenadas al autoritari­smo, al intervenci­onismo asfixiante del Estado y al subdesarro­llo crónico, que expulsa en lugar de seducir al capital que necesitamo­s convocar. El impuesto a la riqueza, paradójica­mente, no hará otra cosa que generar muchos más pobres.

El proyectado impuesto a las “grandes fortunas” va mucho más allá de una pretendida “solidarida­d”; resulta una decisión equivocada y una lisa y llana exacción inconstitu­cional

Estamos ante un nuevo castigo al contribuye­nte a partir de prejuicios ideológico­s propios de naciones condenadas al autoritari­smo, al intervenci­onismo asfixiante y al subdesarro­llo crónico

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