LA NACION

Nada es posible sin confianza

- Ariel Torres

Creemos. No podemos evitarlo. Creemos en esto que llamamos el mundo real y también en un sueño loco al que jamás daríamos crédito y que, no obstante, nos angustia y nos despierta sobresalta­dos. Creemos, y esta función –¿es una función?– de la conciencia está entre las menos investigad­as. Tiene sentido. Investigar exige creer, y por lo tanto, desde un punto de vista metodológi­co, queda una pregunta por responder: ¿podemos creer en el creer?

Sabemos algo. No disponemos de la cantidad de tiempo y energía para verificar cada pequeña molécula de la realidad. Vengo de caminar cuatro kilómetros a paso rápido. No me divierte, pero mi médico me ha conminado a que lo haga. Ahora, gracias a una serie de hormonas y neurotrans­misores inspirados por el ejercicio, el mundo es bello. Antes de caminar, como siempre, estaba recién despierto y, por lo tanto, de mal humor. ¿En qué creer, pues?

Mientras desayuno en el jardín, una de mis gatas se ubica en la mejor posición para cazar las golondrina­s que han hecho su nido en mi galería. Ella cree ser invisible. Las golondrina­s le han tomado el tiempo hace rato. El aire es fresco, de una frescura perfecta, sin mácula, y el café, inmejorabl­e. Le doy crédito a toda la escena: las golondrina­s, la gata, el café, el aire. Ni siquiera se me ocurre poner en duda nada de esto. Además, ¿cómo probar que es real? o, para no meternos en honduras, ¿cómo comprobar la gata, las golondrina­s, el aire y el café?

Creemos porque no nos queda más remedio. No hablo de la fe, porque la fe nos hace humanos. Creer, en cambio, es propio de cualquier ser vivo con un cerebro más o menos desarrolla­do. La gata cree en las golondrina­s, por ejemplo, y viceversa. Estamos condenados a este estado de creencia perpetuo porque, dicho simple, de otro modo nos pasaríamos la vida intentando probar todo lo que percibimos. Sería una forma de insania.

Los periodista­s –como los médicos o los detectives– debemos hacer un esfuerzo monumental al principio de nuestras carreras para cultivar un escepticis­mo sistemátic­o. Un hombre del que aprendí mucho, cuando hacía mis primeros palotes en este oficio, me dijo una vez:

–Ariel, recuerde que a nosotros nos pagan por dudar.

Con el tiempo, nos vamos convirtien­do en los aguafiesta­s que viven en una realidad paralela donde muchas afirmacion­es que se tienen por ciertas deben ser primero verificada­s. Una amiga queridísim­a me dijo el otro día que los grillos topo son venenosos; en su país los llaman cara de niño. El aguafiesta­s tuvo que explicarle que ese es un mito, que son inofensivo­s, y que, si no son muy abundantes, contribuye­n a controlar una feroz plaga de los jardines, las larvas de los escarabajo­s, mucho más numerosos y prolíficos.

Sabemos, por lo tanto, otra cosa. Creer es fácil. Nos sale sin ningún esfuerzo. Por eso, tal vez, el fanatismo germina como una mala hierba. Cree también el fanático, pero su creencia está atrinchera­da. A pesar de que para bendecir esta patología se la compara a veces con la fe, la diferencia es abismal. La fe no pide evidencias. El fanático presume de poseerlas todas. La fe sana. El fanatismo es incurable.

Pensaba en todas estas cosas, sin un destino claro, cuando me di cuenta también de que así como persiste y nos sale fácil, el creer es frágil. Cuando burlan nuestra confianza es casi imposible restaurarl­a por completo, y la herida subyace bajo una cicatriz mal curada. Pero hay algo más, descubrí, mientras unía puntos: todo en una sociedad organizada se basa en la confianza. Miles de pequeños actos por día que dependen de que el otro haga su parte, que a su vez depende de otros, y así, sin firmas certificad­as, sin contratos. Confiable, responsabl­e, fiable, creíble. Por fuerza, por años de traumas y de crisis circulares, asociamos estas palabras con la economía. Pero no es solo la economía. Ni la política. Es la vida. Es lo que somos.

Cuando burlan nuestra confianza, es casi imposible restaurarl­a, y la herida subyace

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