Nada es posible sin confianza
Creemos. No podemos evitarlo. Creemos en esto que llamamos el mundo real y también en un sueño loco al que jamás daríamos crédito y que, no obstante, nos angustia y nos despierta sobresaltados. Creemos, y esta función –¿es una función?– de la conciencia está entre las menos investigadas. Tiene sentido. Investigar exige creer, y por lo tanto, desde un punto de vista metodológico, queda una pregunta por responder: ¿podemos creer en el creer?
Sabemos algo. No disponemos de la cantidad de tiempo y energía para verificar cada pequeña molécula de la realidad. Vengo de caminar cuatro kilómetros a paso rápido. No me divierte, pero mi médico me ha conminado a que lo haga. Ahora, gracias a una serie de hormonas y neurotransmisores inspirados por el ejercicio, el mundo es bello. Antes de caminar, como siempre, estaba recién despierto y, por lo tanto, de mal humor. ¿En qué creer, pues?
Mientras desayuno en el jardín, una de mis gatas se ubica en la mejor posición para cazar las golondrinas que han hecho su nido en mi galería. Ella cree ser invisible. Las golondrinas le han tomado el tiempo hace rato. El aire es fresco, de una frescura perfecta, sin mácula, y el café, inmejorable. Le doy crédito a toda la escena: las golondrinas, la gata, el café, el aire. Ni siquiera se me ocurre poner en duda nada de esto. Además, ¿cómo probar que es real? o, para no meternos en honduras, ¿cómo comprobar la gata, las golondrinas, el aire y el café?
Creemos porque no nos queda más remedio. No hablo de la fe, porque la fe nos hace humanos. Creer, en cambio, es propio de cualquier ser vivo con un cerebro más o menos desarrollado. La gata cree en las golondrinas, por ejemplo, y viceversa. Estamos condenados a este estado de creencia perpetuo porque, dicho simple, de otro modo nos pasaríamos la vida intentando probar todo lo que percibimos. Sería una forma de insania.
Los periodistas –como los médicos o los detectives– debemos hacer un esfuerzo monumental al principio de nuestras carreras para cultivar un escepticismo sistemático. Un hombre del que aprendí mucho, cuando hacía mis primeros palotes en este oficio, me dijo una vez:
–Ariel, recuerde que a nosotros nos pagan por dudar.
Con el tiempo, nos vamos convirtiendo en los aguafiestas que viven en una realidad paralela donde muchas afirmaciones que se tienen por ciertas deben ser primero verificadas. Una amiga queridísima me dijo el otro día que los grillos topo son venenosos; en su país los llaman cara de niño. El aguafiestas tuvo que explicarle que ese es un mito, que son inofensivos, y que, si no son muy abundantes, contribuyen a controlar una feroz plaga de los jardines, las larvas de los escarabajos, mucho más numerosos y prolíficos.
Sabemos, por lo tanto, otra cosa. Creer es fácil. Nos sale sin ningún esfuerzo. Por eso, tal vez, el fanatismo germina como una mala hierba. Cree también el fanático, pero su creencia está atrincherada. A pesar de que para bendecir esta patología se la compara a veces con la fe, la diferencia es abismal. La fe no pide evidencias. El fanático presume de poseerlas todas. La fe sana. El fanatismo es incurable.
Pensaba en todas estas cosas, sin un destino claro, cuando me di cuenta también de que así como persiste y nos sale fácil, el creer es frágil. Cuando burlan nuestra confianza es casi imposible restaurarla por completo, y la herida subyace bajo una cicatriz mal curada. Pero hay algo más, descubrí, mientras unía puntos: todo en una sociedad organizada se basa en la confianza. Miles de pequeños actos por día que dependen de que el otro haga su parte, que a su vez depende de otros, y así, sin firmas certificadas, sin contratos. Confiable, responsable, fiable, creíble. Por fuerza, por años de traumas y de crisis circulares, asociamos estas palabras con la economía. Pero no es solo la economía. Ni la política. Es la vida. Es lo que somos.
Cuando burlan nuestra confianza, es casi imposible restaurarla, y la herida subyace