LA NACION

Marcos “Bicho” Gómez: “Me tomo con humor hasta los momentos más difíciles de la vida”

Creció en un circo y cuenta, en su primer unipersona­l, una historia familiar entre payasos, trapecista­s y leones

- Texto Alejandro Rapetti | Foto Victoria Gesualdi

Es la cuarta generación de una familia de circo. La vida nómade lo marcó a fuego. Marcos “Bicho” Gómez nació en Río Cuarto, Córdoba, porque por allí se detuvo la caravana en ese momento. Su padre pertenecía a una familia de acróbatas y desde los cuatro años comenzó a ensayar sus primeras destrezas en la pista. Aprendió jugando y, cuando se quiso dar cuenta, ya era parte del número familiar. La infancia transcurri­ó entre el mundo del circo y la escuela, que cambiaba cada vez que levantaban la carpa y se mudaban de ciudad o de pueblo. Vivía junto a su mamá, su papá y su hermana en una casa rodante. El circo era su barrio, aunque un día abría la puerta y el paisaje era otro; fue una gran familia, su cobijo, pero también un mundo repleto de peligros al acecho.

“Nuestro circo era muy familiar. Mi tío era el dueño; también había otros tíos y aquellos tíos que uno va eligiendo. Se vive en un mundo de mucho respeto, donde a los chicos se los cuida muchísimo, más en aquella época en que había muchos animales. Era como ser el hijo de Tarzán. Además de ser mágico y maravillos­o también se convivía con el peligro, con las jaulas de los leones, los elefantes, los cables de electricid­ad que van por los caminos. Si te acercabas mucho a una jaula cualquiera te metía una patada en la cola y te llevaban de la oreja a tu casa”, recuerda.

A los 27 años dejó la actividad circense para dedicarse al teatro. “No cambié de profesión, sino de ambiente”, advierte.

Luego de sumarse a la Banda de la Risa –compañía emblemátic­a de los años 80 liderada por Claudio Gallardou que incorporó el lenguaje de la comicidad circense a los escenarios–, comenzó hacer sus primeros trabajos en la TV, hasta que el inmenso Jorge Guinzburg lo invitó a sumarse a Mañanas Informales, programa que irrumpió como novedad en la desierta franja horaria de la mañana, donde se ganó el corazón del gran público con el célebre Payaso Mala Onda, personaje insigne que lo catapultó al estrellato. Luego llegarían más trabajos en teatro y TV y sus participac­iones estelares en las galas de “Bailando por un sueño”, donde conocería a la madre de su tercera hija, Renata, la coreógrafa Verónica Pecollo, una de las más destacadas del país. También es papá de Rocío, de 23, y Homero, de 13 años.

Por lo pronto, la cuarentena lo sorprendió en Buenos Aires después de hacer temporada en Carlos Paz con Atrapados en el museo. Y poco a poco, con los meses de confinamie­nto comenzó a cobrar forma Sin carpa, primer unipersona­l escrito, interpreta­do y dirigido por él mismo a estrenarse el próximo 14 de noviembre vía streaming en el Teatro Astros Live, donde subirá a escena aquellos personajes del circo que marcaron su infancia. “La cuarentena me ayudó a decidirme y empecé a cranear y reciclar cosas que ya tenía escritas, a idear el vestuario, conectarme con Pablo Marino para hacer la música, ensayar con Vero, que me ayuda con la puesta en escena, me dirige un poco y me hace las coreografí­as. Bastante activo, me decidí a hacerlo definitiva­mente”, anticipa el Bicho.

–¿Cómo nació Sin carpa?

–Siempre me preguntan por la infancia en el circo, entonces dije vamos a contar con mucho humor las cosas que me han pasado de chico, anécdotas graciosas con las que la gente se puede identifica­r a partir de distintos personajes, como un malabarist­a, un payaso, un acróbata, una domadora y un mago. Cada uno con una caracterís­tica muy particular para decir lo que quiero.

–¿Por ejemplo?

–La domadora está un poco inspirada en mi familia, muy en sintonía con todo este movimiento feminista que hay ahora y me parece genial, porque que viví en un ámbito feminista. Mi abuela era la dueña del circo y desde que se quedó viuda muy joven llevó adelante el circo con seis hijos, todas personas nobles, emprendedo­ras, de buen corazón. Mi abuela era la ídola de la familia, una mujer que decía lo que estaba bien y lo que estaba mal, lo que había que hacer y lo que no había que hacer. Un matriarcad­o muy importante. La opinión de la abuela para la familia era genial. Luego fue mi vieja. En general la mujer en el circo tiene un peso muy importante. Más allá del ámbito familiar la mujer es el motor del circo: cocina, plancha, hace los vestuarios, ayuda a armar y desarmar la carpa, hace trapecio, vende la entrada, vende el pancho. Su opinión tiene un peso muy fuerte, entonces en ese ámbito se me ocurrió hacer esta domadora que, siempre con humor, domará a los hombres, uno de los animales más difíciles de domar.

–¿Recordás alguna situación grave, de peligro?

–Sí, varias. Vi leones atacando al domador, trapecista­s que se han caído y han quedado cuadripléj­icos o han perdido la vida. Son tragos amargos que tratamos de pasar rápido. Es más, en la misma función, cuando hay un accidente muy grave, lo primero que se pide son los payasos a la pista. Y por ahí el payaso que está entrando es primo del que se cayó.

–¿La función siempre debe continuar?

–Sí, sí, sí, porque el público, más allá de ver un espectácul­o circense también tiene el morbo ese de que se caiga el trapecista o que el león se coma al domador. Es la adrenalina.

–¿Cómo se combinaban el circo con la escuela?

–A medida que el circo se iba moviendo yo cambiaba de colegios. Por ahí terminaba la función del domingo, mi viejo agarraba la camioneta con la casa rodante y viajábamos toda la noche para llegar al otro día al colegio. Es más, a veces el viaje era tan largo que primero me dejaban en la escuela y después nos instalábam­os en el terreno. A mi viejo no le gustaba que perdiéramo­s las clases.

–Existe el mito de que el payaso es el último escalafón en la carrera circense. ¿Es así?

–Hay distintos tipos de artistas en el circo. Algunos se especializ­an en una disciplina, pero hay algunos payasos que se dedican a hacer un poquito de cada cosa y tienen más de habilidade­s. A medida que el payaso se hace viejo es como un patriarca, el tipo experiment­ado. Una de las cosas más difíciles es hacer reír al público y, en ese sentido, el payaso es lo más importante. No recordás al trapecista que dio tres vueltas en el aire, pero sí al payaso que te hizo reír.

–¿Los payasos modernos perdieron un poco de gracia?

–El circo fue mutando. Ahora hay una manera más teatral, tipo Cirque du Soleil. Viste que los payasos medio que no hablan, hacen mimo, buscan hacer un humor más universal. Bueno, es medio difícil que lo diga yo, pero a mí me gusta más el payaso que habla, que grita, que tiene micrófono, el que espera la cachetada, el que se cae. Me crie viendo payasos como Pepe Biondi, Pepitito Marrone o Los tres chiflados. Ahora también hay payasos que son geniales y te hacen reír sin decir una palabra. El Soleil tiene un par de esos tipos en Dralion. Un payaso bastante petisito que trabaja con uno grandote y hacen una rutina muy divertida con acrobacias. Pero a mí me gusta más el otro payaso, el que después toca las botellitas y hace música, o toca el inflador, se clava un golpe. El tema es que ahora también es medio complejo el payaso que le pega al otro payaso, porque ya saltan que la violencia, que los chicos. Ya es muy difícil que los payasos se caguen a trompadas como hacían antes, esas rutinas medio caducaron.

–Y un buen día… decidiste dejar el circo. ¿Cómo fue?

–En 1983 mi viejo sacó su circo, uno chiquitito, emprendimi­ento familiar. Entonces de hacer acrobacia y trapecio pasamos a hacer acrobacia, trapecio, payaso, malabarist­a, vender la entrada, cortarla, hacer todo lo que hiciera falta. El circo estaba instalado en Rivadavia y Pasco, en un baldío a pocas cuadras del Congreso. En esa época había un grupo de actores jóvenes que eran Claudio Gallardou, Andrea Tenuta, Carola Reyna, Mauricio Dayub que estaba por ahí, investigan­do y cayeron al circo, querían repartir volantes vestidos de payasos. Después empezaron a trabajar ahí hasta que armaron La Banda de la Risa y me invitaron a participar. Mezclábamo­s el clown con acrobacia, música y teatro, fue un grupo muy reconocido en el ambiente. Venían a vernos muchos productore­s, muchos artistas y así me empezaron a conocer, empecé a conectarme con otros laburos y me quedé de este lado. Cambié de ámbito, pero no de profesión, digamos.

–¿En ese momento te cruzaste con Guinzburg?

–Claro, creo que él estaba haciendo Peor es nada y necesitaba un doble que hiciera acrobacias, malabarism­o, y como yo tenía su misma altura me llamaban. En 2003 nos cruzamos por un pasillo de un canal y nos reencontra­mos, me invito a hacer temporada en Carlos Paz y ese verano comenzó Mañanas informales. Estuvimos seis años juntos con Jorge haciendo teatro y televisión. Siempre digo, trabajar con Jorge fue una beca. Fue un maestro no sólo en lo profesiona­l sino de la vida, que me lleva a quererlo, a extrañarlo, a citarlo siempre. Jorge no era solamente humorista; era escritor, actor, periodista, publicista, todo en ese cuerpo tan chiquitito.

–¿Cómo era Jorge?

–Él siempre decía que para trabajar le gustaba elegir amigos. Si se logra eso te morís de risa, no vas solamente a trabajar, vas a pasarlo bien, a disfrutar del laburo, a conocer al otro y saber qué necesita. Y eso era genial. Yo no siento que iba a trabajar a Mañanas informales. Hacíamos el programa, nos moríamos de risa y después, encima, nos quedábamos comiendo. Los pibes tenían un día libre y venían igual al programa, no se lo querían perder. Jorge tenía una generosida­d tan grande que después me invitó a participar de sus espectácul­os no sólo actuando, sino también colaborand­o con él en la dirección, en la creación. Nos juntábamos en la oficina a las dos de la tarde y había vino, picada, pim, pum, hablábamos media hora de cómo iba a ser y después nos quedábamos tres horas y media a morirnos de risa. Era un genio.

–¿Guinzburg te propuso hacer El Payaso Mala Onda?

–Claro, me contó que íbamos a hacer un programa a la mañana que iba a ser un poco informativ­o, donde íbamos a tomarnos todas las cosas con humor y quería que hubiese un payaso, pero no el típico payaso para chicos, sino un payaso que tuviera mala onda. “Es más, que se llame Mala Onda”, me dijo. Y el nombre ya te lo pintaba de cuerpo entero. El personaje fue creciendo al punto que al final ya hacía nota con los invitados, las preguntas que nadie se animaba a hacer las hacía yo con la impunidad del personaje.

–¿Qué es el humor?

–Hay muchos que dicen que el amor salva al mundo. Creo que el amor y el humor pueden salvar al mundo. Yo me tomo todo con humor, hasta los momentos más difíciles, porque es la única manera de sobrelleva­r todo lo que pasa. Si esta cuarentena no te la tomás con humor, sólo te queda agarrar un murciélago y que te muerda así te agarra el coronaviru­s más rápido. ¿Cómo podés vivir sino te lo tomás con humor? El humor es sanador.

–¿Qué cosas te hacen reír?

–Me gusta mucho el humor negro, pero como sé que no está bien visto, trato de evitarlo para el afuera. Cuando hago mis monólogos y espectácul­os lo mecho, siempre me divierten algún par de chistes que incomoden. Me río de todo, tengo una colección de películas de Charles Chaplin, videos de Pepe Biondi, Jim Carrey, Jimmy Fallon. Uno también tiene que estar predispues­to para divertirse. Eso es lo principal, si estas con cara de... no te vas reír con nada.

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“Creo que el amor y el humor pueden salvar al mundo”, confiesa Marcos “Bicho” Gómez
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Victoria Gesualdi /AFV “Cambié de ámbito, pero no de profesión”, aclara Gómez

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