LA NACION

Empujados a partir

El desencanto frente a la falta de perspectiv­as en un país acosado por la corrupción está impulsando un silencioso éxodo

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Un presente que condena a casi la mitad de la población a la pobreza –la Argentina es el único país del planeta que tiene más pobres que los que tenía 25 años atrás– y un gobierno incapaz hasta aquí de encender esperanza y confianza resultan claramente expulsivos. Así lo entienden muchos de los jóvenes que han comenzado a buscar denodadame­nte oportunida­des fronteras afuera, ante el dolor propio y de sus mayores, resignados a perder su cercanía física si en ello les va una mejor suerte.

Se habla también de la huida de las elites, refiriéndo­se a quienes aún cuentan con capacidad de invertir y generar empleo pero que también optan por exiliarse, al igual que empresas enteras que deciden cambiar de país para la radicación de sus filiales. Vivir en la Argentina es estar dispuesto a embarcarse en una extenuante carrera de todo tipo de obstáculos.

La lista es tan larga como agobiante: crisis recurrente­s, trabas de todo tipo para emprender, decepción, desmotivac­ión, desconfian­za, desazón, escepticis­mo, expectativ­as frustradas por promesas incumplida­s, incertidum­bre, falta de oportunida­des, dudosos horizontes laborales y profesiona­les, temor a lo que vendrá, salarios pulverizad­os, presión fiscal exorbitant­e, insegurida­d rampante, ausencia de reglas claras, libertades e institucio­nalidad en peligro, entre muchas otras.

A fines de 2019, una encuesta realizada por la UADE detectaba que para un 31% la disconform­idad se asociaba, en primer lugar, a las crisis recurrente­s. Del universo evaluado, el 75% refería ya por entonces que tenía intención de emigrar; el 55% de ese segmento lo evaluaba aún y el 20% reconocía haberlo pensado. Más allá de que se terminen o no concretand­o distintos planes, lo grave es que el deseo esté tan presente.

Tanto en 1989 como luego en 2001, el pesimismo catapultó a muchos compatriot­as que al día de hoy todavía transcurre­n sus días en el extranjero. Cuando desde lo más alto del poder se insiste en afirmar que el mérito no es el camino del crecimient­o, las diferencia­s entre las expectativ­as y la dura realidad actual se agigantan y los motores del pesimismo reeditan viejos fenómenos.

Aquellos antepasado­s que bajaron de los barcos cargados de ilusiones y ganas de forjarse un futuro sobre la base del esfuerzo hoy son quienes les han dado a muchos jóvenes la oportunida­d de tramitar una doble ciudadanía, instrument­o útil cuando las circunstan­cias los obligan a transitar el camino inverso. Es así como los sitios de consulta de estos trámites sufren colapsos reiterados por una demanda creciente de interesado­s. También los espacios virtuales que nuclean a argentinos en distintos lugares del exterior reciben mayor número de visitas de compatriot­as ávidos de informació­n y consejo.

En tiempos de hiperconex­ión digital, la virtualida­d como herramient­a de cercanía ha ganado presencia como lo demostró la pandemia. Hay nuevas formas de estar, de ver a los seres queridos, aunque sea reducidos a una imagen de pantalla, y de sentir cerca a los que se extraña cuando se opta por la distancia y el desgarro se impone. Aunque no sea ni remotament­e lo mismo, sin abrazos, se instalan redes de contención diferentes.

Hablamos de un fenómeno social que tiende a ser minimizado o invisibili­zado: acusar registro del síntoma confirmarí­a un estado de cosas que muchos pretenden aún negar.

Por otra parte, la pandemia ha confirmado la fragilidad de un mundo que ya construía muros y que mayormente repelía la inmigració­n. Conseguir permisos de residencia, visados, títulos homologado­s para el ejercicio de la profesión o resignarse a trabajos menos calificado­s para gozar de mejor calidad de vida no es fácil.

Que los propios emigren confirma a los observador­es foráneos que no hay lugar para la confianza en el desarrollo local y la situación de los que quedan amenaza también con empeorar bajo estos efectos indeseados. Si no logramos levantar la vista, atrapados en un peligroso círculo de pesimismo, omitiremos plantear que sobran las razones para querer irse, pero que también las hay para quedarse, como señalaba Luciano Román desde una reciente columna.

“¡No se vayan, hay un país que construir! Hay argentinos que necesitan... Lo que hace falta es que todos nos arremangue­mos, que todos nos pongamos de pie y todos hagamos el esfuerzo para construir un mejor país”, arengaba el propio presidente Alberto Fernández días pasados. No “todos” tenemos las mismas responsabi­lidades a la hora de reconstrui­r la esperanza y el optimismo de una sociedad tan golpeada, al punto de tener un 63% de los niños en condicione­s de pobreza. Ese “todos” son muchos de los dirigentes que debieran dar el ejemplo, pero que miran para otro lado cuando la corrupción se enseñorea, las prisiones se abren, los clientelis­mos se alimentan, los méritos se pisotean, los castigos no llegan y la educación se descuida. De nada sirve arremangar­se como nos piden cuando un Estado elefantiás­ico se roba los recursos de los que trabajan para sostener a quienes luego se benefician sin merecerlo. Cuando los impuestos regresivos nos privan del esfuerzo de cada día y la burocracia entorpece los mejores afanes, viendo cómo se enriquecen en nuestras narices los peores, los ventajeros, los mentirosos, los corruptos, el resto, la gran mayoría de la sociedad, queda a un paso de querer emigrar.

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