Hitchcock contra las mosquitas muertas
Dos mujeres de ficción me intrigaron en la pubertad. No sé en qué año vi Rebeca,
una mujer inolvidable, de Alfred Hitchcock (ése era el título completo en la Argentina de la película que en inglés se llamaba simplemente Rebecca). El film se estrenó en Miami el 21 de marzo de 1940; una semana después, en Nueva York; y en junio, en Buenos Aires. Esas fechas me muestran que faltaba más de un año para que yo naciera. Naturalmente la vi en una reposición y, sin duda, en un cine de barrio, pero no recuerdo cuándo. La película me impresionó muchísimo porque todo el tiempo esperaba que apareciera Rebeca, la incomparable Rebeca, que había dejado viudo a su esposo, el aristocrático Max de Winter (Laurence Olivier), señor de Manderley, el imponente castillo centenario, emblema de la tradición familiar. Aconsejo pasar al superlativo todos los adjetivos que acoplo al nombre bíblico: Rebeca era bella, inteligente, sofisticada, elegante. Pero no aparece nunca en la pantalla, ni siquiera se la ve en un retrato pintado o fotográfico. Rebeca era el vacío, el relato de los otros, una especie de agujero negro que devoraba a todos quienes se acercaban a ella; en primer lugar, a la segunda esposa de Max de Winter, que ni siquiera tiene nombre en la película: es simplemente la señora de Winter, una opaca bonitilla, sentimental y plebeya Joan Fontaine, de profesión “dama de compañía” de millonarias vulgares. La novelista Daphne du Maurier la concibió para ser humillada por el fantasma de la divina e incomparable ausente.
En aquel remoto período de la preadolescencia, más que Rebeca, me obsesionó su adoradora, especie de sacerdotisa apasionada: Mrs. Danvers, la aterradora, glacial, implacable ama de llaves del castillo de Manderley, dedicada por completo a cultivar la memoria o más bien la “presencia” de su señora, la inalcanzable Rebeca. Por supuesto, yo era un chico y no podía poner en palabras todo lo que Judith Anderson, la magnifica actriz que interpretaba a Mrs. Danvers, me inspiraba. Mucho tiempo después, descubrí que, en el film de Hitchcock, Judith Anderson era idéntica a la poeta inglesa de vanguardia Edith Sitwell. Hitchcock diseñó la cabeza de Judith Anderson teniendo como modelo la de Edith. Por cierto, el tamaño y la forma de cordillera aberenjenada de la nariz de ésta eran insuperables; mientras que la de Anderson, de proporciones considerables, era, en comparación una colina toscana. En teatro, Anderson hizo varias obras de Shakespeare, quizá su mayor éxito fue como Lady Macbeth. En las manos, en los dedos, en la cabeza, llevaba joyas de escena, góticas, descomunales y crueles. En la vida real, Sitwell usaba el mismo tipo de joyas, pero verdaderas. Parecía una figura salida de un cuadro medieval.
Los comentarios de críticos y amigos me revelaron que la temible Mrs. Danvers-anderson, con el tiempo, se habían convertido en un ícono gay, así como la mujer-imán, la invisible Rebeca. La confirmación definitiva la tuve una tarde en la que visité al excelente fotógrafo Alejandro Kuropatwa en su casa, la llamada Casa de los Lirios (art Nouveau), sobre la avenida Rivadavia. Los techos del departamento eran altísimos. Los ventanales y las cortinas, que iban del cielo raso al piso, se parecían a las de la exquisita habitación de Rebecca. Kuropatwa había puesto esas cortinas divididas en dos paños por ventanal, en recuerdo precisamente del clásico de Hitchcock. Cuando Alejandro me mostró su sala de estar, se envolvió en los cortinados y los agitó para que trazaran arabescos como los velos de Salomé en mitad de su mortífera danza, mientras decía: “Cuando siento que estoy en mi mejor momento, al que le sucederá otro mejor momento, me zambullo en las cortinas y me siento Rebeca. Y si estoy de mal humor, soy Mrs. Danvers”.
Aquella representación paródica de Kuropatwa me hizo pensar en algo que no había tenido en cuenta en mis fantasías terroríficas sobre Rebeca y su ama de llaves. La diosa y su sacerdotisa no habían tenido un final feliz en la ficción. Eran trágicas perdedoras con aura de reinas y de monstruos sagrados, mientras que la segunda Mrs. De Winter, la ingenua y romántica Joan Fontaine, casi ridícula de modestia, era la perfecta mosquita muerta que se queda con el premio mayor: Mr. De Winter. Hitchcock dictó cátedra en aquella película sobre las mosquitas muertas. Gracias a él, dejé de temer a los monstruos sagrados y empecé a desconfiar de la docilidad y la sumisión de ciertas mujeres y ciertos hombres. Es cierto que no habría aprendido nada de eso de haber visto la Rebeca de Netflix porque la Mrs. Danvers que interpreta Kristin Scott Thomas no puede ocultar que, en su juventud, podría haber sido la Rebeca, al fin visible, amada por todos.
La diosa y su sacerdotisa no habían tenido un final feliz en la ficción. Eran trágicas perdedoras