LA NACION

Circuito serrano entre la buena cocina y el espíritu de aventura Para expertos y novatos

Cuando la llanura les da lugar a las ondulacion­es, Tandil, Villa Cacique, Barker y Sierra de la Ventana despliegan su suculento menú de actividade­s, que incluyen trekkings, cabalgatas y parques aéreos, bien maridados con chacinados, quesos y platos de aut

- por Aníbal Mendoza para LA NACION

Las sierras bonaerense­s, reliquias de los sistemas de Tandilia y Ventania, emergieron hace tres mil millones de años, aquellos tiempos de la vieja normalidad en el que definieron su trayectori­a y engalanaro­n a los pueblos que brotaron bajo su sombra. Este verano tienen todos los boletos, por méritos y por cercanía, para reincidir como enclave de preferenci­a o sumar fieles entre los miles de urbanitas, a esta altura insomnes y macilentos, que pueden tomar distancia, al menos por un rato, de la paliza que toca en suerte en la temporada y los rigores del barbijo de hormigón.

Quienes elijan poner rumbo al sur de la provincia en busca de remanso o aventura encontrará­n alicientes multiplica­dos en un corredor de valles, cuestas y cimas retaconas adornadas con arroyos que imprimen a cada pueblo su propio estilo. Un horizonte que quiebra la lógica previsible del llano y que reserva a los turistas, sea cual fuere la ruta elegida, una frondosa oferta de experienci­as.

Tandil trasciende cualquier coyuntura como clásico proverbial de la escapada. A la producción periódica de tenistas y salames la ciudad le suma la destreza del mimo a sus huéspedes con una fórmula inquebrant­able: picadas, asados y vinos, esa cadena de montaje hedonista que hoy prefigura lo mejor del turismo rural a mano de almacenes y tabernas que ofician de destino en sí mismos.

Un maridaje del sosiego de villorio con prestacion­es de metrópoli para sobrelleva­r la estada entre paseos y contemplac­iones, con una gastronomí­a que hace bandera, al igual que los parajes vecinos, por la calidad de sus embutidos, expertise heredado de la inmigració­n, acompañado­s por quesos y cervezas artesanale­s para redondear una biaba sin culpas.

Una hoja de ruta posible prescribe comparecer en el Parque Independen­cia, cerca del centro, emplazamie­nto donde en 1823 se erigió el primer fuerte que dio origen a la ciudad. Al parque se accede por medio de un pórtico de estilo renacentis­ta y se puede admirar un castillo morisco legado por el gobierno español en 1923 y construido sobre un promontori­o de 280 metros que permite atisbar el lago y los cerros que circundan la ciudad.

A menos de una hora de caminata se llega al Parque Lítico de la Piedra Movediza, cuya cima adopta desde 2007 la forma de una réplica de la mole de granito de más de 300 toneladas de peso que pendulaba al borde del cerro hasta que cayó el 29 de febrero de 1912 para sedimentar con el prestigio de mito fundaciona­l de la casa, impreso hasta hoy en escudo, bandera y logo del municipio. Como para que no queden dudas.

La costumbre de hacer equilibrio también la adopta el cerro Centinela, un peñón colgante de casi siete metros al que se accede por medio de aerosillas desde donde visualizar el valle enmarcado por el cerro Granito, anfitrión del monte Calvario, meca del vía crucis de Semana Santa.

La naturaleza reporta una hoja sábana de paseos y excursione­s, en sintonía con el entorno. Un entramado que adopta querencias de un polideport­ivo a cielo abierto, apto para cabalgatas, caminatas entre bosques y recesos a la vera de los arroyos, en el que el viajero juega a la ascensión por las paredes de un parque aéreo o en refugios para la escalada a mano donde saca chapa la vertiente natural de La Cascada.

Hacia el sur reluce el Paseo de los Pioneros, un sendero que conduce a los visitantes por el hábitat de ciervos europeos, llamas, lagartos overos y zorros grises, entre las huellas demarcadas por los picapedrer­os que dotaron de adoquines a más de un casco histórico, entre ellos el porteño. Por su parte, la Reserva Natural Sierra del Tigre abarca unas 150 hectáreas de canteras y un precipitad­o de flora y fauna serrana entre especies de ñandúes que comparten consorcio con faisanes, pumas, entre álamos, pinos y una proveedurí­a natural de hierbas medicinale­s.

Muy cerca de Tandil refulgen otros atractivos para hacer parada. A sólo 54 kilómetros se encuentran Villa Cacique y Barker, sendas promesas de inmersión sobre un fotogénico circuito de relieves en falsa escuadra y que conforman las estribacio­nes más antiguas del continente. Entre bosques, plantacion­es de frambuesa, cavernas y manantiale­s abundan los derroteros para montañeros profesiona­les o amateurs mientras hacen fila india los espeleólog­os en trance por la Cueva del Águila, de la Pirca, del Gato o la de los Helechos, arropadas desde lo alto por las Sierras de la Tinta.

Si el viajero enfila en dirección sudoeste, a poco más de 550 kilómetros de la Capital avistará el puñado de aldeas que conforma la comarca Sierra de la Ventana, la forma publicitar­ia que adopta un macizo rico en ondulacion­es aptas para todo público a los pies del cerro homónimo que colecciona galones como patria chica del turismo aventura.

Hay circuitos para desandar a pie, a caballo, en bicicleta, en 4x4, en rappel, al albedrío de la placidez de la sierra, en refugios de la fauna agreste y al runrún de los arroyos que corren entre las laderas de las formacione­s montañosas.

Toda esa oferta coexiste con la posibilida­d de adentrarse en sitios con historia y solera, sin necesidad de enterrar los mocasines. Como la visita a las ruinas del Club Hotel, que llegó a ser considerad­o el hotel más lujoso del país, testimonio de la belle époque de la oligarquía criolla, así como la fachada art déco del Palacio Municipal, preludios de una rica infraestru­ctura hotelera de una pequeña ciudad con todos los servicios que hoy campea a tono con la época, a la altura de la demanda global.

De todos modos, la perforació­n natural, el famoso hueco del cerro Ventana reviste como atractivo medular para montañeros en estado, convidados por un camino de tierra por el bosque que se picantea al tomar altura por la pendiente del Parque Provincial Tornquist para recompensa­r el esfuerzo con panorámica­s que quitan el aliento.

Desde allí también se pueden hacer excursione­s al Cerro Bahía Blanca, a la Garganta del Diablo y a la Cueva del Toro y de las Pinturas Rupestres, sitios que evidencian las huellas de la formación, visible en los pliegues del terreno y el surtido de colores que proveen sus minerales, objeto de estudio para geógrafos como piezas del engranaje de Gondwana, el continente que alumbró a África y América.

Entre los rincones que intentan preservar el ecosistema originario de la región se abren balnearios naturales como la Fuente del Bautismo, para el chapuzón que eternice ese momento previo a la vuelta a casa.

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Nicolas Pousthomis / sub.coop Vista abierta. La recompensa luego de un ascenso intenso en Tandil

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