LA NACION

Escapadas. Pequeños pueblos con encanto que transporta­n al pasado

A no más de 300 kilómetros de Buenos Aires, una selección de localidade­s rurales con historias para contar, sabores caseros, viejas estaciones de tren, pulperías y la calidez de su gente

- por Silvina Beccar Varela para LA NACION

Por las mañanas, en los pueblos chicos de la pampa el primer olor, el aroma primigenio, es el pan recién horneado. Y las gotas de rocío sobre el pasto mojado. Al final de la tarde, en cambio, asoma la opacidad de las sombras misteriosa­s de los árboles y el sol que, fugaz, se escabulle entre sus hojas. Las calles se mueren en el campo de maizales, alambrados y soja. Se vuelven tierra y asfalto y se encienden de rojo, rosa y amarillo en el crepúsculo. En sus caminos apenas circulan algún que otro auto, sulky, carretones y motos. Y por las noches, los perros ladran a la luna y a los fantasmas, que como se dice, siempre están.

Como tirados a la buena de Dios en la llanura silenciosa, los llamados pueblos turísticos de la provincia de Buenos Aires son 31 y cuentan con menos de 2000 habitantes. Otros crecieron, pero igual merecen una visita. Elegimos algunos de estos rincones con atractivos únicos ligados a una comida, una bebida artesanal, una bella costanera sobre el río marrón o una historia digna de contarse para una escapada.

En estos pueblos los paisajes nos resultan familiares: en el cotilleo de las vecinas o en sus almacenes de campo, bares de mesas de parroquian­os que juegan al truco con ojos chispeante­s de alcohol. Los gallos cantan y las gallinas cloquean de madrugada, los caballos flacos relinchan y espantan las moscas con su cola. Y aún resiste la casa abandonada en la que por las tardes, cuando todos duermen las siestas de sol, se puede curiosear. Allí también, el saludo con la cabeza inclinada y al pasar es moneda corriente, unas setenta veces por día, aproximada­mente el número de posibilida­des que existe de cruzarse con las mismas personas en el mismo puñado de manzanas.

En el otoño ya avanzado las veredas prolijas y no tanto de estos parajes con aroma a leña lucen su tapizado de hojas desgreñada­s color marrón, y en la primavera las flores y las santa ritas trepan rejas y murallas de las casas bajas. O las rosas rojas, blancas y amarillas en los jardines frontales.

Pero el tesoro oculto lo guardan sus historias mínimas, esas que unen las vidas de los personajes de los caseríos de Buenos Aires, esos que, podrán visitarse a partir del 1° de diciembre.

Otra vez la posibilida­d de tener, al menos por un día, o un fin de semana, esa mínima sensación de sosiego y aventura que implica un viaje, por más breve y cercano que sea. Eso sí, si llueve, imposible deambular displicent­emente sin rumbo ni tiempo en busca de ese pastelito, esa torta frita, la cerveza artesanal o ese salame quintero de abuelo inmigrante; todo se convierte en un gran charco de agua y barro.

Una vez, el escritor Ricardo Güiraldes, que se reconocía como “discípulo literario del gaucho”, preso de nostalgia luego de una larga permanenci­a en la capital francesa, escribió: “Ha sido en París donde comprendí una noche en que vi solito mi alma que uno deber ser un árbol de la tierra en que nació: espinillo arisco o tala pobre. (…)Me sentí huérfano, guacho y ajeno a mi voz, a mi sombra y a mi raza. Lié mis petates, y ¡hasta la vuelta!, le dije, che. Cuando me bajé del barco tomé un pingo y le entré, como cuando era cachorro, hasta el corazón de la pampa”.

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