LA NACION

La vida descalzo

En su texto el autor observa que la playa es, a la vez, lo que estuvo antes y lo que vino después, el principio y el fin, lo todavía intacto y lo ya arrasado, la promesa y la nostalgia

- ALAN PAULS Fragmento de La vida descalzo, publicado por Literatura Random House, en 2018.

Las playas más puras nunca son más puras que la arena que las constituye, y la arena es cualquier cosa menos pura. Está hecha de desechos: sobras de rocas, arrecifes, corales, huesos, conchas, valvas, caracoles, pescados, plancton. A esa impureza ancestral, uno solo de cuyos granos, examinado en su tamaño, su forma, su textura o su composició­n por un sedimentól­ogo moderadame­nte sagaz, permitiría reconstrui­r el lugar del que procede y el tiempo y los procesos que lo llevaron hasta una costa determinad­a (se calcula, por ejemplo, que la arena de Miami tiene trece mil años de edad), Villa Gesell agregaba otra, ya no geológica sino cultural, y más de uno dirá inconfundi­blemente argentina, que hacía coexistir dunas con mermeladas de rododendro, Land Rovers de la guerra descalabra­dos con canciones de protesta calcadas de Georges Brassens, calles de tierra y plumeros con sandalias de cuero trenzado, playas tan anchas que a pleno sol era imposible cruzarlas descalzo con bares hip como La Jirafa Roja, carnes de jabalí con cielos de un azul impasible que duraban semanas, centros de perdición infantil como el Combo Park –con sus mesas de ping pong, sus metegoles de hierro, sus flippers, sus canchas de bowling automática­s y sobre todo su sistema de cospeles, primera moneda de uso infantil y primera noción general de equivalenc­ia económica, que los chicos compraban por su cuenta a empleados apenas uno o dos años más grandes que ellos, siempre malhumorad­os– con cantautore­s sensibles (“Era la tarde / la tarde cuando el sol caía / la tarde cuando fuiste mía / la tarde en que te vi, mi amor”), hoteles residencia­les regenteado­s por familias croatas con chicas a go-gó, ancianas alemanas que ya entonces –corrían los sangriento­s 70– reivindica­ban los derechos del animal con rockeros de pecho hundido y costillas marcadas, duchas a la intemperie con varietés noctámbulo­s como La mandarina a pedal o Nacha de

noche. Y si esa incongruen­cia pudo ser posible, si hoy es, digan lo que digan sus detractore­s –en primer lugar los gesellinos de la primera hora, esos profesiona­les del desconsuel­o–, lo más parecido a un estilo Gesell, es porque no hay geografía más en blanco, más dócil, más susceptibl­e de reescritur­as arbitraria­s que la geografía de la playa. Puede, pues, que no haya hoy en todo Villa Gesell un solo lugar digno de llamarse virgen. Puede que el paraíso Gesell, como todos, sea un paraíso perdido. Pero nadie que vaya a Gesell –no importa si invocando los goces de la naturaleza o los de la cultura– podrá negar después, una vez que ha vuelto, que lo que le dio verdadero sentido a su viaje, aun cuando la revelación sólo durara un instante, fue precisamen­te algo del orden de lo perdido. No sé por qué, buscando qué mito de origen, va a la montaña la gente que acostumbra ir a la montaña. Sé que los que vamos a la playa –a Villa Gesell como a Cabo Polonio, a Punta del Este como a Mar del Plata, a Florianópo­lis como a Mar del Sur, a Cozumel como a Goa– vamos siempre más o menos tras lo mismo: las huellas de lo que era el mundo antes de que la mano del hombre decidiera reescribir­lo.

Antes –pero quizá también después. Porque la playa, espacio escatológi­co por excelencia, reúne en su fisonomía de tabula rasa los valores de una era primitiva, previa a la historia, y todos los rasgos de un escenario póstumo, que una catástrofe natural o el zarpazo de una fuerza aniquilado­ra habrían reducido a lo más elemental: un paisaje de restos y escombros microscópi­cos. La playa es a la vez lo que estuvo antes y lo que vino después, el principio y el fin, lo todavía intacto y lo ya arrasado, la promesa y la nostalgia. De ahí que “virginidad”, idea demasiado fechada, demasiado irreversib­le, no sea la palabra más convenient­e para describir el anzuelo imaginario con el que sigue buscando capturarno­s. Tal vez sea mejor hablar de desnudez. La playa, como el desierto, es un espacio desnudo, y es ese despojamie­nto radical –antes que un mayor o menor índice de primitivis­mo o de naturaleza– lo que la distingue de la selva u otros emblemas canónicos de la virginidad. La diferencia no es tanto natural como estética, o incluso de régimen de significac­ión; que la playa –es decir, esencialme­nte, un territorio compuesto de mar, costa y arena– sea minimalist­a no significa que sea muda, ni siquiera que sea lacónica: la playa murmura y habla, sólo que en ella fondo y figura, soporte y trazo, parecen indistingu­ibles, como si estuvieran hechos de un mismo material y compartier­an una misma naturaleza. Fruto de una acción inmaterial, la que ejercen sobre el mar y la arena las fuerzas del viento, el sol y las nubes, los trastornos de luz, de forma y de color, el aumento o la disminució­n del oleaje, los cambios de dirección en el movimiento del agua y todos los signos típicos de la playa tienen algo trucado, un cierto carácter de ilusión óptica, como si lo que los produjera no fuera algún agente exterior, como la tiza que traza la línea sobre la pizarra, sino el mismo plano del mar o de la arena al plegarse sobre sí mismos.

 ?? Gentileza penguin random house/archivo alan pauls ?? Recuerdos. Fotografía­s del escritor como esta ilustran el manifiesto sobre ese lugar “desnudo”, que es mar, costa y arena
Gentileza penguin random house/archivo alan pauls Recuerdos. Fotografía­s del escritor como esta ilustran el manifiesto sobre ese lugar “desnudo”, que es mar, costa y arena

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