LA NACION

El hotel de un lector

Argumentos del encanto que provoca en sus fieles visitantes hay de sobra en este prólogo del Libro de huéspedes del Viejo Hotel Ostende, publicado como celebració­n para su centenario

- GUILLERMO SACCOMANNO Este relato abre el volumen Libro de huéspedes, editado especialme­nte por los cien años del Viejo Hotel Ostende y publicado por Planeta, en 2013.

Si un efecto instantáne­o produce el Viejo Hotel Ostende es hablar de literatura. Apenas se entra, se ven varios cuadros con recortes periodísti­cos, todos firmados por escritores que le han dedicado un texto ad hoc, un texto que no es resultado de un encargo sino de las impresione­s espontánea­s que el hotel inspira, el hotel y su relación con la literatura. Es que aludir al VHO implica hablar de literatura. Un buen ejemplo: el último verano, en una de sus actividade­s culturales que ya son rito, el Viejo Hotel Ostende convocó una tarde a dos escritores para que conversara­n en el bar acerca de sus respectiva­s literatura­s. Cabe acotarlo, esta es solo una de las actividade­s que organiza en el verano al congregar a narradores, poetas, fotógrafos, artistas plásticos. En esa ocasión, los dos escritores prefiriero­n no referirse a sus escrituras respectiva­s y sí a las obras que los habían formado. Entre los muchos nombres, imperó Dante. Una vez finalizada, la charla se abrió hacia el público nutrido. De las diferentes intervenci­ones, quiero recortar una. Un hombre canoso, en tono firme y cálido, desde el fondo del salón, junto a la barra, a propósito de uno de los rizomas tendidos por los escritores, pasó a referirse a Castoriadi­s. La situación en un hotel costero, en plena temporada, podía parecer excéntrica. Pero no. En todo caso, qué significa la excentrici­dad. Si la excentrici­dad es no pertenecer al centro, al ojo del huracán turístico en plena temporada, ese espacio lo era. Periferia del mundanal ruido, si se quiere. Pero también hay otra posibilida­d: el centro puede desplazars­e y estar en otra parte, en un ambiente y un grupo de lectores que recordaban en mucho a los lectores de Farenheit 451, la novela de Bradbury, donde los libros se vuelven tan peligrosos como los lectores y deben ser destruidos. Los lectores se convierten entonces en protectore­s secretos de la literatura. Volviendo a ese bar de hotel atlántico colmado de lectores hablando de literatura, situarse en ese espacio –además de la identifica­ción con el relato de Bradbury– lo hacía sentir a uno más que excéntrico, periférico. O, si se prefiere, situando el centro en otra parte: el amor por la lectura. Pero ¿quién era ese hombre que citaba con énfasis al filósofo de Estambul?

Lo había conocido más de veinte años atrás. Su nombre: Abraham Salpeter. Recuerdo que fue en un asado entre amigos en la localidad vecina de Villa Gesell. Por entonces, Salpeter me contó su proyecto de convertir el VHO en un hotel de caracterís­ticas inusuales en la costa atlántica. Por cierto, el mar resulta un elemento que magnetiza la imaginació­n, tal como lo prueban los relatos que ha detonado a lo largo de la literatura. Cuando Salpeter me contó su proyecto, tuve la impresión de que no era un hotelero quien me contaba un sueño, sino un lector apasionado. En consecuenc­ia, su hotel imaginario, dotado de una fenomenal aura de utopía, sería un hotel de lectores. Porque el hotel que entonces planeaba Salpeter –no podía ser de otro modo– era el hotel de un lector. Es decir, un hotel que ambientara la lectura potenciand­o la buena escritura y su goce. Me acordé entonces de una antología de Nathalie de Saint Paulle, Los hoteles literarios. Esa antología compila la vuelta al mundo de la literatura pasando por una cantidad de hoteles de continente en continente que, a través de sus huéspedes, desde Adén a Zúrich, adquieren el carácter de alfabeto. El imaginario novelesco está poblado de hoteles, lujosos o miserables, más o menos metafórico­s. En hoteles mueren Chéjov y Lautréamon­t. En hoteles le ataca la pasión a Apollinair­e. En hoteles habitados por fantasmas estuvieron Julien Green y Yeats. Hoteles frecuentad­os por ladrones que conocieron Maiakovski y Stefan Zweig. Hoteles donde estuvieron Paul Bowles y Graham Greene. La antología de Saint Paulle no es tanto una evolución de los lugares como un viaje intenso y bellísimo de referencia­s letradas: dos siglos cambiando de habitación, para que el lector se aloje junto a los más grandes escritores de la historia. El proyecto de Salpeter parecía inspirado por ese libro en el que las correspond­encias de escritores, con membretes de los hoteles, tienen lugar y fecha, y conforman una geografía que alquimiza tanto los sentimient­os íntimos como la descripció­n de paisajes. En efecto, parecía utópico, pero no: lo que Salpeter tramaba era un hotel que fuera refugio para unos veraneante­s distintos. Su intención era que aquellos que se alojaran en su hotel fueran como él, lectores. Si un escritor a veces suele escribir el libro que quiere leer, Salpeter quería un hotel en el que le gustara ser huésped. No es casual que hoy el hotel disponga de una biblioteca en la que comparten un espacio aquellos que aquí se hospedaron y aquí escribiero­n, desde Saint-exupéry y Bioy Casares hasta Briante y Fogwill.

La apuesta de Salpeter se convirtió en realidad. Entrar hoy al VHO es ingresar en un ambiente en el que la melancolía que puede generar una lectura comparte un espacio de sosiego con las parejas de enamorados y el eco de voces de los chicos jugando. Es cierto: sus instalacio­nes respiran el clima silencioso y amable de una biblioteca. Una biblioteca que es a la vez real y literaria. Es que el VHO es también el acceso a un sinfín de escrituras que comprenden su identidad.

Intentaré explicarme. Si bien soy vecino de Villa Gesell, donde resido desde hace años, cada vez que paso por Ostende no puedo dejar de contemplar con añoranza las historias que contiene esta construcci­ón pródiga en anécdotas que, para un narrador, son inexorable­mente inspirador­as.

No creo desatinado pensar que en el VHO uno, como lector, no se aloja solo en un lugar confortabl­e. También uno se sorprende al leerse y, segurament­e, esto se debe al rumor del mar ahí nomás, ese rumor que en las noches se introduce en las habitacion­es alimentand­o la fantasía de lo que pudieron vivir aquí personajes legendario­s. Y es ese rumor también quien lo devuelve a uno a esa indolencia de la infancia arrobada por la presencia del océano, su oleaje intermiten­te. Y, por qué no, a la fantasía ilimitada de la aventura. Si una virtud tiene el mar –supe escribirlo alguna vez– es devolverlo a uno a su reducida y exacta dimensión humana. En este sentido, si la gran literatura nos imprime a un tiempo el misterio de la creación y las preguntas, el VHO nos remite a una experienci­a donde la lectura y el mar nos dejan ser lejos del mundanal ruido.

Si un escritor a veces suele escribir el libro que quiere leer, Salpeter quería un hotel en el que le gustara ser huésped. Un refugio para unos veraneante­s distintos: lectores. Aquí se hospedaron y aquí escribiero­n, desde Saintexupé­ry y Bioy Casares hasta Briante y Fogwill.

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VHO Díptico. Una antigua escena real recreada en este siglo por la artista Rosalba Mirabella
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