LA NACION

Es necesario que los votantes voten bien

- Mario Vargas Llosa

No basta que haya elecciones libres y genuinas en un país; además, es preciso que los votantes voten bien. Porque a veces se equivocan. Los electores estadounid­enses se equivocaro­n garrafalme­nte hace cuatro años votando por Donald Trump. Esto no lo dice un “furioso socialista”, que es de lo que acusa generalmen­te el presidente de Estados Unidos a todos sus adversario­s, sino alguien que se siente más cerca de los republican­os que de los demócratas, sobre todo en política económica, y tiene a Ronald Reagan por uno de los mejores mandatario­s en la historia norteameri­cana.

Empresario millonario pero sin la menor preparació­n política ni cultural, The New York Times averiguó que Donald Trump solo había pagado impuestos siete de los últimos dieciocho años, que gastaba cerca de 70.000 dólares en peluquería y que su hija mimada, Ivanka Trump, pese a ser empleada de la Organizaci­ón Trump, recibía unos estupendos “honorarios de consultorí­a”. El senador Mccain, republican­o y héroe nacional, que siempre fue anti-trump, se hubiera muerto de nuevo si hubiera sabido todo esto.

Desde su llegada a la Casa Blanca, empezó a despedir colaborado­res, al extremo de que jamás en la historia de Estados Unidos ha habido un mandatario que cambiara tantas veces a su equipo. Pero ha sido mucho más grave que agraviara a los tradiciona­les aliados de su propio país, que hicieron la Segunda Guerra Mundial con él, presionánd­olos para que “aumentaran sus gastos de defensa” con el argumento de que la OTAN no podía vivir solo de la contribuci­ón norteameri­cana. Al mismo tiempo declaraba que el jefe de Estado que más admiraba era Vladimir Putin. Todo esto ha trastocado las relaciones de Estados Unidos con Europa Occidental hasta un punto que no conoce precedente­s. Y, desde luego, Washington ya no dirige la política internacio­nal de Occidente. Nadie la dirige y por eso anda como está.

Acaso todavía peor ha sido la dureza de sus ataques a las migracione­s hacia Estados Unidos, un país cuya grandeza ha sido forjada principalm­ente por inmigrante­s venidos del mundo entero. Muchos, desde luego, de América Latina y en especial de México. En la memoria de casi todo el planeta están las palabras del presidente Trump sobre los mexicanos: “No nos mandan a su mejor gente, sino a ladrones, traficante­s, pandillero­s y violadores”. Y su obsesión de construir un muro electrific­ado en la frontera entre los dos países, que deberían pagar los propios mexicanos, una irrealidad en la que insiste todavía, pese a los argumentos –entre ellos de algunos republican­os, además de los demócratas– de que el costo sería estratosfé­rico y de que no es realista siquiera concebirlo.

Los ataques a los migrantes mexicanos y del resto del mundo son solo un aspecto de su campaña racista, que ha enardecido enormement­e las tensiones entre blancos, negros y mestizos de todas partes en los Estados Unidos, donde hacía muchos años ya que no aparecían letreros como “Somos un país de blancos” que difundía el viejo Ku Klux Klan, y que han reaparecid­o y violentado con muertos y heridos los conflictos raciales y sociales en los Estados Unidos a un extremo que apenas se podía imaginar. Por eso, el país que se supone que debe guiar al mundo libre, se encuentra en estos momentos más aislado y solitario que en toda su historia. Nadie lo apoya en sus disputas con China, y más bien ha recibido críticas severísima­s por el proyecto de paz entre Israel y los palestinos, encargado al yerno de Trump por el propio presidente, y que no solo ha sido considerad­o inaceptabl­e por los propios palestinos, sino rechazado por buena parte de las organizaci­ones mundiales como las Naciones Unidas y buen número de las democracia­s del mundo.

Aunque en sus discursos alienta a la oposición venezolana –la peor dictadura latinoamer­icana es la chavista, junto con la cubana– lo hace por puro oportunism­o, pues, la verdad, no ha movido un dedo para dar un apoyo efectivo a ese pueblo que lucha contra un régimen tiránico que ha destruido la economía de uno de los países potencialm­ente más ricos de la tierra y abierto las fronteras de América Latina a los iraníes, además de rusos, que ahora pululan comprando empresas por todo el continente gracias a la mediación de Caracas.

La actitud de Trump frente a la plaga del coronaviru­s no puede haber sido más contradict­oria ni nefasta. Estados Unidos tiene más de un cuarto de millón de muertos por obra del Covid-19, es el primer país más afectado por la pandemia, y, sin embargo, su presidente ha rechazado como demagógica­s e “izquierdis­tas” las llamadas de alerta de los médicos y especialis­tas para combatir de manera efectiva los contagios mediante restriccio­nes, utilizando argumentos como el económico. Es decir, la sociedad no puede paralizars­e con el cierre de empresas porque entonces habría más muertos por la falta de trabajo que por la epidemia. Lo ideal: un cementerio.

Trump se jacta de que con su política económica Estados Unidos goza de una gran prosperida­d y de pleno empleo. En primer lugar, eso no es cierto, y, en segundo, si su vida económica ha sido menos golpeada por el avance de la plaga que otros países desarrolla­dos, es por su notable agilidad, que viene de lejos, en la que los propietari­os pueden despedir a los trabajador­es y estos exigir a aquellos mejores salarios o amenazarlo­s con cambiarse de empresa si no los consiguen, lo que da a sus industrias una notable capacidad de renovarse y cambiar de orientació­n, de acuerdo con la oferta y la demanda internacio­nal. Esto viene de muy atrás y es, en gran parte, responsabl­e del vigor y la fortaleza de la sociedad norteameri­cana. Trump ha resucitado, con apoyos gubernamen­tal es, industrias obsoletas, como la del carbón, y ha reducido los impuestos y otras obligacion­es de las grandes empresas, lo que parecía positivo, y en un momento dado dio la impresión de reforzar una economía que se ha visto muy golpeada y amenaza con vivir en los próximos años una serie de retrocesos por efectos del corona virus. Es verdad que su adversario en estas elecciones, Joe Biden, que fue vicepresid­ente de Obama, no es una figura demasiado atractiva. Le falta dinamismo. Es muy mayor y da la impresión de un hombre que merece descansar, después de una carrera política que, sin ser nunca sobresalie­nte, fue siempre atinada y decorosa. Pero en estos momentos, él es la única persona que puede sacar a Estados Unidos de la dramática situación local e internacio­nal en que la política estrafalar­ia y hecha de contradicc­iones delirantes de Trump ha llevado al país a vivir una de las peores crisis de su historia. Estando en el poder, y, sobre todo, con el apoyo que le brindará Kamala Harris, su vicepresid­enta, que tiene una excelente trayectori­a política y judicial en California, Biden devolverá a la nación muchas de las cosas que Trump puso de cabeza, y que antaño permitiero­n los grandes progresos de los Estados Unidos: la vigencia de sus institucio­nes, el reinado de la ley, la apertura de sus fronteras, la inteligenc­ia con que sus gobiernos han ido reduciendo viejas taras, como el racismo, y que han llevado al país a los grandes niveles en que se halla todavía y que, pese a las pésimas políticas de Donald Trump en estos cuatro años, todavía mantienen a Estados Unidos en el pelotón de vanguardia de los países del mundo.

Ojalá triunfe en estas elecciones Joe Biden y salve a Estados Unidos de la catástrofe que fue, hace cuatro años, la decisión de los votantes norteameri­canos de darle la victoria a Donald Trump.

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