El arte perdido de la recomendación
“¿Y vos que estás en esto, qué hay de bueno para ver?” Durante años –décadas– en cada reunión familiar o de amigos, minutos después de servirse el café y cuando las discusiones de política ya habían terminado en tablas, llegaba el momento en que el proverbial reflector se encendía. Era mi pie entonces para subir al escenario y ponerme el sombrero de “recomendadora” (la versión más amistosa y llana de eso que también conocemos como “crítica”, en “esto” que se llama el periodismo) para satisfacer los deseos de “mi” público.
Debo confesar que disfruto mucho de recomendar series, películas y libros (y cualquier reconfiguración de estos tres elementos). Tanto, que tras años de ejercicio de mi “gracia”, desarrollé una suerte de cuestionario Proust que probó ser muy efectivo. Y digo “probó” no por usar cualquier tiempo verbal: efectivamente la gente volvía por una segunda o tercera recomendación, siempre con una devolución esclarecedora que ayudaba a mi trabajo.
Spoiler alert: esta no es una historia con final feliz.
El propósito de las preguntas era descubrir no solo sus gustos (“¿tu libro favorito en la adolescencia?”; “¿en qué serie seguiste pensando años después de terminarla?”; “cuál es la peor película de la historia?”), sino también el tiempo que tenían disponible (¿unas vacaciones?, ¿un fin de semana largo?, ¿una maratón hasta terminar?, ¿el tiempo que me lleve?) y qué pretendían conseguir con esa recomendación (“pasar el rato”, “un giro copernicano en mi modo de ver la condición humana”, “llorar a moco tendido”, “dejar de llorar a moco tendido”, etcétera). Con todos esos datos se configuraba una matriz que permitía achicar el margen de error al sumar información y neutralizar mi propio prejuicio –sesgo, diríamos ahora–en favor de títulos en mi opinión valiosos que podían no serlo para quien pedía orientación.
En los últimos cinco años, sin embargo, los pedidos de recomendación comenzaron a declinar sostenidamente. Sorpresa: quienes antes me pedían recomendaciones ahora me sugerían ficciones. Primero achaqué esta vuelta de tuerca a la falta de renovación del público y a mi predisposición evangélica; después acusé de competencia desleal al obtuso algoritmo de Netflix (la aparición del top 10 en la plataforma terminó por exonerarlo). Al final, recordé una observación atribuida a un luchador de catch cuya verdad es incontestable: todos somos críticos.
Mucho, pero mucho antes de la aparición del binge watching, Virginia Woolf ya planteaba con magistral sencillez la contradicción inherente en el arte de decirle al otro qué hacer en El lector común (1932): “El único consejo que una persona puede darle a otra sobre la lectura es que no siga ningún consejo: que persiga sus propios instintos, que use su sentido común, que llegue a sus propias conclusiones. Después de todo, ¿qué leyes pueden aplicarse a los libros? La batalla de Waterloo se libró en un día específico, pero ¿es Hamlet mejor que Rey Lear? Nadie puede decirlo. Cada uno debe responderse esa pregunta” (los dos imperdibles volúmenes de El lector común, por supuesto, están repletos de respuestas a ese y otros interrogantes).
Gracias al espejismo de abundancia de las plataformas de streaming, que reducen la producción audiovisual de tres siglos a los escuetos contornos de su catálogo, podríamos aventurar que hoy en día no solo es cierta la máxima de que todos somos críticos. También tenemos la ilusión de “estar al día”.
Como diría Jay Sherman –el esteta esnob con la voz de Jon Lovitz que protagonizaba la sensacional serie animada The Critic, disponible completa en Youtube, la última recomendación encubierta de esta columna– hay que estudiar mucho para poder sentenciar que algo es, inapelablemente, un bodrio.
o será que sin público tampoco los recomendadores tenemos un propósito.
Sorpresa: quienes antes me pedían recomendaciones ahora me sugerían ficciones