LA NACION

Countries y usurpacion­es: los prejuicios del poder contra la clase media

La mirada con que se juzga desde el Gobierno a los barrios cerrados y a quienes habitan en ellos solo demuestra incomprens­ión y desconocim­iento

- Luciano Román

Hace unos meses se estrenó “La cruzada contra los runners”. Antes hubo varios capítulos “contra los chetos varados en el exterior”. Después vino “La guerra contra el mérito” y ahora llegó la cuarta temporada: “Ofensiva contra los countries”. Forman parte de la misma serie: “Esa maldita clase media”.

El gobernador Axel Kicillof ha intentado equiparar a los barrios privados con las usurpacion­es de tierras. Fue una afirmación que, desde el punto de vista técnico-jurídico, no resiste el menor análisis. Es igual a la asociación entre “los barones” y “el machismo”. Sin embargo, es una frase muy reveladora: muestra el prejuicio, la incomprens­ión y el desconocim­iento con los que se juzga a la clase media desde mullidas poltronas del poder. Para el ideologism­o simplón, los countries son mala palabra; un “gueto de chetos” y evasores, de individual­istas e insensible­s.

Es entendible que los countries resulten incómodos para el relato del poder. Expresan, en algún sentido, el fracaso del Estado. Son la consecuenc­ia de un Estado ausente, que ha empujado a un sector de la clase media a encerrarse en sus propias urbanizaci­ones en busca de seguridad, aunque eso sea al fin y al cabo una ilusión. Cada vez es más notoria la ineficacia estatal en materia de educación, salud y seguridad. También es muy marcada la impotencia o la indiferenc­ia de jueces y funcionari­os frente a la violación de la propiedad privada y a la apropiació­n y el abuso del espacio público. Como si fuera poco, es evidente la inoperanci­a (sobre todo en el conurbano) para garantizar servicios esenciales, desde cloacas y alumbrado hasta barrido y limpieza. En nombre del “Estado presente” se ha forzado una doble imposición al ciudadano. La clase media ha tenido que privatizar­se: debe costearse su seguridad, su prepaga, la educación de sus hijos, además de pagar impuestos para que el Estado no le brinde nada de eso. Ese combo ha sido determinan­te para que se expandan los barrios privados.

Creer que esas urbanizaci­ones son todas iguales y que equivalen a refugios de familias ricas es tan absurdo y equivocado como fue, en 2008, creer que todos los productore­s agropecuar­ios eran grandes terratenie­ntes. Los prejuicios siempre se alimentan de un profundo desconocim­iento.

Si no se los mirara desde un helicópter­o ni con anteojeras ideológica­s, se vería que muchos barrios cerrados han crecido con el esfuerzo de una clase media trabajador­a que ha encontrado en esas urbanizaci­ones la alternativ­a más accesible para comprar un terreno y construir su vivienda. Salvando enormes distancias, ha ocurrido algo similar a lo que pasó con el éxodo hacia colegios privados (protagoniz­ado, en muchos casos, por familias de bajos ingresos) ante la crisis de la escuela pública. El desplazami­ento hacia los barrios cerrados ha tenido que ver con la degradació­n de las ciudades. Pero también con la creciente dificultad para acceder a una vivienda en centros urbanos consolidad­os.

Los countries interpreta­n la legítima aspiración de una clase media que busca calidad de vida, pero también reflejan el sacrificio que esas familias han tenido que asumir ante la insegurida­d urbana. En muchos casos se van a vivir a lugares muy alejados de sus trabajos, sin cloacas, sin transporte público, sin gas natural y con servicios más caros.

Castigar a los countries (como se hace impositiva­mente) por considerar que sus habitantes son todas familias de alto poder adquisitiv­o es no conocer la heterogene­idad de este universo. También es ignorar la realidad de muchísimas parejas de profesiona­les, comerciant­es o emprendedo­res jóvenes que viven en esos lugares con esfuerzo y con módicas aspiracion­es. No sería un problema que lo hicieran, pero no responden al estereotip­o televisivo de “los ricos y famosos”. Por esa mezcla de simplifica­ción y prejuicio, en la provincia de Buenos Aires paga más por Inmobiliar­io una vivienda estándar en un country que un piso de lujo en el centro de una ciudad, a pesar de que en el country el Estado no barre, no recolecta los residuos, no mantiene ni patrulla las calles, como tampoco lleva el alumbrado público. Siempre ha quedado bien, sin embargo, subir la alícuota contra los countries.

La irregulari­dad dominial en la que se encuentran varios emprendimi­entos de este tipo (sin planos ni subdivisio­nes aprobadas) también tiene mucho que ver con la incapacida­d del Estado. Influyen una legislació­n confusa, un exceso de regulacion­es en las que se superponen jurisdicci­ones provincial­es y municipale­s, una burocracia ineficient­e y un papeleo funcional a frecuentes corruptela­s. Todo eso ha tejido una telaraña en la que han quedado atrapados algunos barrios cerrados en territorio bonaerense.

Entre los desarrolla­dores, por supuesto, habrá de todo, como en cualquier ámbito sobre el que se ponga la lupa. Habrá algunos más serios y escrupulos­os que otros. Para separar la paja del trigo deberían estar la Justicia y un Estado confiable y transparen­te. Pero estigmatiz­ar la figura del barrio cerrado como “lugar sospechoso” responde a la misma lógica con la que otros estigmatiz­an a los barrios populares: es la lógica del prejuicio. Esconde, además, una buena carga de hipocresía: ¿cuántos funcionari­os o dirigentes políticos viven en countries?

Es cierto que el auge de barrios privados acentúa la fragmentac­ión social y genera tabiques que antes no existían. Muchos los describen como burbujas urbanas que se levantan detrás de muros o cercos perimetral­es. Pero ¿es culpa de los countries? ¿O es la consecuenc­ia de un Estado desertor que ha debilitado los espacios de articulaci­ón social?

Muchas familias ven en esas urbanizaci­ones la posibilida­d de encontrar una comunidad que se ha perdido en las ciudades. Les atrae que sus hijos puedan jugar en la calle y andar tranquilos en bicicleta, que los vecinos los reconozcan, que se cree un sentido de pertenenci­a.

También podría identifica­rse en algunas urbanizaci­ones cerradas una cultura de la ostentació­n, el elitismo y la endogamia. Como la tilinguerí­a y el esnobismo, no son rasgos que deban penalizars­e ni gravarse con impuestos. En todo caso, no nacieron con los countries ni se los encuentra solo en esas geografías de arquitectu­ra muchas veces monocorde.

Los countries tampoco han inventado nada nuevo. En Buenos Aires, vida cotidiana y alienación (escrito en los sesenta), Juan José Sebreli cuenta que “a fines del siglo XIX Buenos Aires era un mundo exclusivam­ente cerrado y local, reducido a las dimensione­s de un barrio donde todo estaba cerca, donde todos se conocían y participab­an, en una pegajosa intimidad, de la vida del vecino”. Para bien o para mal, el country parece reproducir aquella ciudad en la que la calle funcionaba como patio familiar.

El ataque a los countries es, al fin y al cabo, otro ataque al espíritu empresario, al riesgo y a la inversión que hay detrás de estos emprendimi­entos, y que a muchos municipios les representa grandes ingresos, además de generar empleo. Cuando se los equipara a la toma de tierras, se envía un mensaje subliminal: “Los que se quejan de las usurpacion­es no están demasiado lejos de ser también usurpadore­s”. Es algo más que un disparate. Es un nuevo capítulo de esta serie de incomprens­ión y desprecio por esa vapuleada y empobrecid­a clase media que cree en el trabajo y en el mérito, que no quiere subsidios y que simplement­e sueña con vivir en paz. Y a la que el Estado le contesta: “Pagá impuestos y seguí sufriendo”.

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