LA NACION

Mosaicos que celebran la vida

- Diana Fernández Irusta

No todo es pérdida con la pandemia. Desde hace un tiempo, a falta de club, de gimnasio, de largas horas invertidas en atravesar la ciudad de punta a punta en el auto, comencé a caminar. Caminatas modestas, de barrio. Merodeos por Boedo, avances hacia la zona fronteriza que a veces es Almagro y otras San Cristóbal, Parque Patricios. Confirmé por qué me gusta tanto esta parte de la ciudad que carece de mucho (por caso, de espacios verdes), pero que rezuma un alma difícil de resignar.

Mientras camino, surgen hallazgos que cada tanto fotografío y subo a Instagram. Hace unos días, fue el turno de un sorprenden­te mural hecho con la técnica del mosaico: rostros de Gardel que sonríen desde el frente de una casa más bien centenaria, sobre Inclán. Entre los primeros comentario­s, una amiga me alertó: “Tenés que ver Ikigai, la sonrisa de Gardel, de ricardo Piterbag”.

Porque resulta que esa mural tiene una historia. Y el documental de Piterbag, estrenado en 2017, se ocupa de contarla.

No lo hace de manera estrictame­nte lineal. Como los pequeños trozos de azulejo y porcelana que dan vida a las figuras del mural, la película va mostrando piezas diversas, que poco a poco se imbrican entre sí y ganan sentido.

En el principio está ikigai, término japonés que significa algo así como “volver a la vida”, otorgarle un sentido al vivir. Un tintorero, descendien­te de inmigrante­s japoneses, se lo explica a Mirta regina Satz, descendien­te de inmigrante­s judíos que se reconoce en la tradición de sus ancestros tanto como ama el arte y adora las milongas, el tango, Gardel. Y aquí se abre una línea: la cultura como algo que en absoluto tiene que ver con alguna esencia, sino con el lento decantar de múltiples orígenes, voces, colores. La cultura, un mosaico hecho de piezas que, afortunada­mente, nunca se encastran del todo.

Mirta regina, sí, es la persona por detrás del mural de la calle Inclán. En esa casa funciona el taller donde crea e imparte clases. La casa donde vivió su padre de niño. La casa cuyos muros –y vereda– engalanó, en una acción que se convirtió en una pequeña epopeya barrial.

Hay otra línea en la historia que reconstruy­e

La cultura como algo que no tiene que ver con alguna esencia, sino con el decantar de múltiples voces

el documental. Tiene un origen, un lugar, una fecha y una hora: calle Pasteur, 18 de julio de 1994, 9.53. Aquel día por la mañana, como todos los días desde que tenía 17 años, Mirta traspuso la puerta de la AMIA, caminó hasta su escritorio, dio comienzo a la jornada de trabajo. Estaban por inaugurar una oficina en su área, por lo que llevaba una taza y un repasador nuevos en el bolso. Nimiedades de lo cotidiano: una charla en un pasillo, un subordinad­o que se ofusca ante alguna palabra del jefe, una voz que anuncia que ya están los cafés con leche en la recepción, que quién los baja a buscar. Y en un segundo –9.53 AM– el pasillo se hace trizas, subordinad­o y jefe desaparece­n, se esfuma la chica que bajó a buscar el envío del bar. “¿Sabés cuál es la verdadera inocencia? –dice Mirta–. La verdadera inocencia es salir de tu casa un 18 de julio segura de que va a ser un día más”. Cuánta gente, de haber sabido, habría dicho “te amo” aquella mañana. Qué difícil seguir, sabiendo que todo puede ser tan endeble.

El atentado a la AMIA cambió de cuajo el camino que venía transitand­o Mirta regina Satz. Ikigai. regresar a la vida. Aferrarse al hilo íntimo, intransfer­ible, que le otorga un sentido. Cargar con el peso que arrastra el sobrevivie­nte. Y hacerse liviana, junto a otros.

La casa de Inclán quizá fue una brújula. Mirta, que entre otras cosas había estudiado en la Cárcova, dejó su viejo trabajo y se abocó al taller de arte, a la docencia. Tiempo después, emprendió el trabajo del mural. De miles de fragmentos, restos de casas derruidas y vajilla rota, 120 personas crearon una obra que hoy disfrutan los transeúnte­s. El día de la inauguraci­ón se cantaron y se bailaron tangos. La mixtura nos salva. El encuentro, también.

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