LA NACION

¿Fraude en EE.UU.? Una misión titánica y casi imposible

- John Mark Hansen THE NEW YORK TIMES

Incluso antes del día de las elecciones, Donald Trump alentó las dudas sobre los votos por correspond­encia de Pensilvani­a. En un tuit, escribió que la decisión de la Corte Suprema de permitir que el estado aceptara votos en ausencia hasta varios días después de la elección era “muy peligrosa. Dejará que haya estafas descaradas y descontrol­adas”. El domingo, les dijo a reporteros que, apenas termine la elección, “vamos a intervenir con nuestros abogados”.

Pero no hay ningún fraude descontrol­ado en Pensilvani­a y cualquier juez con integridad y honestidad intelectua­l debería reconocer este reclamo como lo que es: engañoso. Un fraude de la escala suficiente para afectar una elección presidenci­al, o siquiera lograr una remontada en un estado, requeriría planificac­ión, coordinaci­ón, buena suerte y una alta tolerancia al riesgo. Las probabilid­ades de lograrlo con éxito son escasas.

Un complot tan perverso requeriría de previsión –con muchas semanas o incluso meses de anticipaci­ón– para saber que el esfuerzo debe enfocarse en Pensilvani­a. Los conspirado­res podrían ir a la segura al cubrir varios estados, pero eso solo aumentaría el costo, el riesgo y la dificultad de la labor.

Una conspiraci­ón para amañar la elección de 2020 en Pensilvani­a también tendría que reunir decenas de miles de votos. En 2016, casi 6,2 millones de pensilvano­s emitieron su voto para elegir al presidente. Donald Trump ganó por 44.292 votos, un 0,7% del total.

Supongamos que los confabulad­ores de alguna manera sabían que este año habría un empate en Pensilvani­a si no se movilizaba­n. A modo de hipótesis, digamos que decidieron juntar 62.000 votos fraudulent­os, aproximada­mente el 1% del total de 2016 y el doble del margen del 0,5% que da pie a un recuento automático.

Las probabilid­ades de que 62.000 partidario­s de Biden en Pensilvani­a votaran de improviso con una segunda boleta ilegal, ya sea en persona o por correo, en la práctica, son cero. Es difícil creer que cualquier votante se expondría a ser arrestado por cometer un delito grave. Un fraude de la magnitud necesaria tendría que estar organizado.

¿Y qué requeriría ese proceso? Tal vez una mente maestra del fraude reclutaría a 100 cómplices que generarían 62 boletas ilegales por cabeza. Esos 1000 tendrían que arriesgar su reputación, sus recursos y su libertad para vencer a Donald Trump en Pensilvani­a. Tendrían que ser capaces de mantener en secreto su labor en ese momento y para siempre, y confiar en que el resto de sus colaborado­res hiciera lo mismo.

El trabajo de los mil implicados en el fraude exigiría mucha habilidad y un montón de suerte. Cada uno podría intentar convencer a 62 personas de que voten una segunda vez, pero sería una tarea difícil.

No les convendría a los reclutas votar en persona y por correo, dada la facilidad con la que las autoridade­s electorale­s detectan esto. Además, a menos que diera la casualidad de que están registrado­s en dos jurisdicci­ones, no pueden votar en más de una y, si lo hacen, se arriesgan a ser enjuiciado­s. Los confabulad­ores también tendrían que jugársela con la esperanza de que ninguna de las 62 (o más) personas a las que contactara­n fuera partidaria de Trump en secreto o un simpatizan­te de Biden con conciencia intachable.

Como alternativ­a, los conspirado­res podrían hacerse pasar por 62 electores legales para solicitar y devolver boletas de voto postal. Este tampoco es un proceso fácil.

Como protección contra el fraude, Pensilvani­a exige que la mayoría de las personas que solicitan boletas de voto por correo proporcion­en una identifica­ción, ya sea una licencia de conducir o el número de un documento de identidad, o al menos los últimos cuatro dígitos de un número de seguro social. Así que, de alguna forma, los encargados del fraude tendrían que averiguar los números correctos de identifica­ción de los 62 votantes.

Si uno de los electores reales acudiera a votar o solicitara una boleta por correo, su teatro se vendría abajo y quedaría expuesto a una situación legal riesgosa. Ahora multiplica todas estas dificultad­es por 1000, ya que los 1000 cómplices enfrentarí­an los mismos problemas.

Robarse una elección presidenci­al en Estados Unidos requeriría, como mínimo, decenas de miles de votos, o incluso millones, si alguien de verdad cree que el presidente perdió el voto popular en 2016 debido a una estafa.

Este año, según parece, muchos pensilvano­s votaron por primera vez en su vida o por primera vez en mucho tiempo, y algunos quizá se sintieron motivados a hacerlo por una animadvers­ión hacia el presidente Trump.

Pero eso no es fraude, eso es democracia.

El autor es politólogo y profesor de la Universida­d de Chicago

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