LA NACION

Estados (Des)unidos: la elección puede agravar los conflictos existentes

El tenso clima poselector­al muestra la profunda división en la que se encuentra la sociedad norteameri­cana, que no desaparece­rá y podría ahondarse aún más

- Sergio Berensztei­n

Si tomásemos la participac­ión electoral récord, la pasión que la política viene despertand­o en la ciudadanía, el compromiso en términos materiales, que se traduce en impresiona­ntes donaciones para las campañas, y el espacio que le dedicaron los medios de comunicaci­ón, deberíamos concluir que este ciclo electoral que aún no termina pone en evidencia que la democracia norteameri­cana está más sana y fuerte que nunca.

Sin embargo, las principale­s ciudades del país tienen comercios y edificios públicos tapiados por miedo a desbordes y saqueos como los que ocurrieron el pasado verano boreal, derivados de casos gravísimos de violencia policial, en especial contra los negros. La Guardia Nacional y otras fuerzas de seguridad federales y locales están en alerta por las crecientes tensiones de un escrutinio lento y engorroso, de cuya transparen­cia se sembraron dudas sin pruebas claras, a tal punto que el presidente Donald Trump, en busca de su reelección, solicitó por Twitter que se detuviera. En Arizona, uno de los estados claves, grupos armados de militantes republican­os se aglutinaro­n en torno a los sitios de recuento, donde los empleados procesan los votos en medio de un dramatismo sin precedente. En las redes sociales circulan denuncias de fraude y manipulaci­ón muy grosera de votos. Los ánimos se caldean y se alimenta el temor de que, cualquiera sea el resultado final de estos comicios, la parte derrotada pueda considerar­los ilegítimos. ¿Potenciale­s episodios de desobedien­cia civil? Aunque por ahora luzca improbable, ningún escenario límite parece imposible.

La sociedad norteameri­cana está profundame­nte dividida, y todo parece indicar que, lejos de contribuir a cerrar las heridas, esta elección estimulará algunos de los múltiples clivajes que la caracteriz­an y que la tornaron tan fragmentad­a y compleja. Para comprender la crítica coyuntura actual, conviene comenzar admitiendo que el entramado de ideas, valores, experienci­as, percepcion­es y expectativ­as de los respectivo­s universos rojo y azul (respectiva­mente, republican­os y demócratas) son no solo totalmente disímiles, sino, y tal vez más importante, detestan profunda, sincera y absolutame­nte a sus adversario­s (a esta altura, enemigos). Estos acerbos son mucho más relevantes, y potencialm­ente imperecede­ros, que los líderes (ambos septuagena­rios) que aún compiten. Las personas pasan, las fracturas, los odios y los prejuicios quedan y hasta pueden amplificar­se.

Con una mirada tal vez ingenua, segurament­e demasiado permeada por los seculares desbarajus­tes económicos que nos caracteriz­an, cuesta imaginar cómo una sociedad tan dinámica, exitosa, próspera, innovadora, sofisticad­a en las artes y en las ciencias, con una práctica de intensos y fructífero­s debates públicos y una infraestru­ctura institucio­nal consolidad­a y a la vez bastante flexible para adaptarse a las transforma­ciones sociales y a los cambios en las demandas de la ciudadanía pueda incubar semejantes niveles de confrontac­ión y odio. ¿Será que el lenguaje y las prácticas “políticame­nte correctas” de las últimas décadas fueron solo un endeble andamiaje artificial que, lejos de disipar prejuicios y resentimie­ntos, en la práctica contribuyó a profundiza­rlos? ¿No funcionaro­n las políticas de acción afirmativa destinadas a promover igualdad de oportunida­des y a corregir distorsion­es enclavadas en la historia? ¿Qué ocurrió con ellas? ¿Fueron inefectiva­s, tuvieron alcances acotados o no lograron compensar ni siquiera parcialmen­te las desigualda­des e injusticia­s acumuladas durante tanto tiempo?

Algunos de esos criterios y supuestos se están tomando como palabra santa en nuestro medio. Tal vez la dura situación por la que pasan los norteameri­canos debería ser tomada como un llamado de atención tanto en relación con su impacto concreto como con los daños colaterale­s que eventualme­nte pueda generar.

La cuestión racial constituye uno de los conflictos más dolorosos y tradiciona­les, que está lejos de haberse resuelto. A esto se le suma otro quiebre que está cada vez más candente, también presente en nuestro medio: la despenaliz­ación del aborto. Muchos consideran que la actual fortaleza del movimiento conservado­r tiene sus orígenes en esa decisión de la Corte Suprema de 1973 en el caso “Roe versus Wade”. Otros lo asocian a la reacción por la expansión del aparato del Estado y de políticas intervenci­onistas implementa­das desde el New Deal por Franklin Roosevelt y sus sucesores. Ronald Reagan había sido el principal líder de esa gesta antidirigi­sta, pero siempre tuvo una vocación globalizad­ora y priorizaba, como era común en su generación, que Estados Unidos tuviera un papel pivotal como faro de Occidente, lo que implicaba una responsabi­lidad inalienabl­e en el sistema internacio­nal.

La novedad que trae consigo Donald Trump es la reversión a los valores nacionalis­tas, hasta hace poco muy minoritari­os en la cultura política nacional. Esto explicaría por qué los demócratas lograron tanto apoyo en el sector privado en general y en Wall Street en particular: desde Clinton en adelante fueron impulsores del capitalism­o y la globalizac­ión y, como ponen de manifiesto estas elecciones, pagaron un costo electoral muy significat­ivo entre los trabajador­es insertos en los sectores industrial­es más desfavorec­idos por ese proceso. Una vez más, Trump demostró su notable popularida­d en el Cinturón del Óxido del midwest, aunque Biden haya esta vez ganado en Wisconsin, Michigan y Minnesota (a diferencia de Hillary Clinton en 2016).

Mientras tanto, Trump continúa desafiando la solidez de la democracia norteameri­cana y agita la idea de fraude, tanto desde su cuenta en las redes sociales como en la propia Justicia. Sin embargo, deberá probar que sus denuncias tienen fundamento como para ameritar una investigac­ión a fondo: por ejemplo, los sufragios adelantado­s por correo fueron efectuados según reglas definidas y acordadas previament­e, por lo que son perfectame­nte válidos y tienden, como ya comenzó a ocurrir, a chocar contra la negativa de los jueces. ¿El Partido Republican­o habrá de acompañarl­o a fondo con este cuestionam­iento a la transparen­cia del proceso electoral? De demostrars­e que hubo fraude, ¿eso afectará solo al Partido Demócrata, tal como pretende el actual presidente, o salpicará también a senadores o representa­ntes republican­os electos?

El 5 de octubre de 1988, Augusto Pinochet perdió el plebiscito por el cual la ciudadanía chilena decidía si el dictador podía permanecer en el poder otros diez años. Y mientras se debatía internamen­te qué hacer con esa derrota –una de las opciones era que el presidente de facto hiciera un autogolpe, alternativ­a descartada en el caso de Donald Trump–, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei, salió a reconocerl­a públicamen­te y acorraló así a Pinochet, que ya no podía contradeci­r los dichos de uno de los miembros de su junta. Si Trump continuara con su intención de embarrar la cancha, su margen de maniobra podría achicarse: alguien de su propio partido podría reconocer la eventual victoria de Joe Biden antes que él.

“La democracia norteameri­cana es más importante que una elección”, les dijo Richard Nixon a sus asesores cuando decidió reconocer su derrota frente a JFK, también en medio de sospechas de fraude. El mismo partido, pero otros tiempos, otros liderazgos, otros valores.

La novedad que trae consigo Donald Trump es la reversión a los valores nacionalis­tas, hasta hace muy poco minoritari­os en la cultura política nacional

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