Estados (Des)unidos: la elección puede agravar los conflictos existentes
El tenso clima poselectoral muestra la profunda división en la que se encuentra la sociedad norteamericana, que no desaparecerá y podría ahondarse aún más
Si tomásemos la participación electoral récord, la pasión que la política viene despertando en la ciudadanía, el compromiso en términos materiales, que se traduce en impresionantes donaciones para las campañas, y el espacio que le dedicaron los medios de comunicación, deberíamos concluir que este ciclo electoral que aún no termina pone en evidencia que la democracia norteamericana está más sana y fuerte que nunca.
Sin embargo, las principales ciudades del país tienen comercios y edificios públicos tapiados por miedo a desbordes y saqueos como los que ocurrieron el pasado verano boreal, derivados de casos gravísimos de violencia policial, en especial contra los negros. La Guardia Nacional y otras fuerzas de seguridad federales y locales están en alerta por las crecientes tensiones de un escrutinio lento y engorroso, de cuya transparencia se sembraron dudas sin pruebas claras, a tal punto que el presidente Donald Trump, en busca de su reelección, solicitó por Twitter que se detuviera. En Arizona, uno de los estados claves, grupos armados de militantes republicanos se aglutinaron en torno a los sitios de recuento, donde los empleados procesan los votos en medio de un dramatismo sin precedente. En las redes sociales circulan denuncias de fraude y manipulación muy grosera de votos. Los ánimos se caldean y se alimenta el temor de que, cualquiera sea el resultado final de estos comicios, la parte derrotada pueda considerarlos ilegítimos. ¿Potenciales episodios de desobediencia civil? Aunque por ahora luzca improbable, ningún escenario límite parece imposible.
La sociedad norteamericana está profundamente dividida, y todo parece indicar que, lejos de contribuir a cerrar las heridas, esta elección estimulará algunos de los múltiples clivajes que la caracterizan y que la tornaron tan fragmentada y compleja. Para comprender la crítica coyuntura actual, conviene comenzar admitiendo que el entramado de ideas, valores, experiencias, percepciones y expectativas de los respectivos universos rojo y azul (respectivamente, republicanos y demócratas) son no solo totalmente disímiles, sino, y tal vez más importante, detestan profunda, sincera y absolutamente a sus adversarios (a esta altura, enemigos). Estos acerbos son mucho más relevantes, y potencialmente imperecederos, que los líderes (ambos septuagenarios) que aún compiten. Las personas pasan, las fracturas, los odios y los prejuicios quedan y hasta pueden amplificarse.
Con una mirada tal vez ingenua, seguramente demasiado permeada por los seculares desbarajustes económicos que nos caracterizan, cuesta imaginar cómo una sociedad tan dinámica, exitosa, próspera, innovadora, sofisticada en las artes y en las ciencias, con una práctica de intensos y fructíferos debates públicos y una infraestructura institucional consolidada y a la vez bastante flexible para adaptarse a las transformaciones sociales y a los cambios en las demandas de la ciudadanía pueda incubar semejantes niveles de confrontación y odio. ¿Será que el lenguaje y las prácticas “políticamente correctas” de las últimas décadas fueron solo un endeble andamiaje artificial que, lejos de disipar prejuicios y resentimientos, en la práctica contribuyó a profundizarlos? ¿No funcionaron las políticas de acción afirmativa destinadas a promover igualdad de oportunidades y a corregir distorsiones enclavadas en la historia? ¿Qué ocurrió con ellas? ¿Fueron inefectivas, tuvieron alcances acotados o no lograron compensar ni siquiera parcialmente las desigualdades e injusticias acumuladas durante tanto tiempo?
Algunos de esos criterios y supuestos se están tomando como palabra santa en nuestro medio. Tal vez la dura situación por la que pasan los norteamericanos debería ser tomada como un llamado de atención tanto en relación con su impacto concreto como con los daños colaterales que eventualmente pueda generar.
La cuestión racial constituye uno de los conflictos más dolorosos y tradicionales, que está lejos de haberse resuelto. A esto se le suma otro quiebre que está cada vez más candente, también presente en nuestro medio: la despenalización del aborto. Muchos consideran que la actual fortaleza del movimiento conservador tiene sus orígenes en esa decisión de la Corte Suprema de 1973 en el caso “Roe versus Wade”. Otros lo asocian a la reacción por la expansión del aparato del Estado y de políticas intervencionistas implementadas desde el New Deal por Franklin Roosevelt y sus sucesores. Ronald Reagan había sido el principal líder de esa gesta antidirigista, pero siempre tuvo una vocación globalizadora y priorizaba, como era común en su generación, que Estados Unidos tuviera un papel pivotal como faro de Occidente, lo que implicaba una responsabilidad inalienable en el sistema internacional.
La novedad que trae consigo Donald Trump es la reversión a los valores nacionalistas, hasta hace poco muy minoritarios en la cultura política nacional. Esto explicaría por qué los demócratas lograron tanto apoyo en el sector privado en general y en Wall Street en particular: desde Clinton en adelante fueron impulsores del capitalismo y la globalización y, como ponen de manifiesto estas elecciones, pagaron un costo electoral muy significativo entre los trabajadores insertos en los sectores industriales más desfavorecidos por ese proceso. Una vez más, Trump demostró su notable popularidad en el Cinturón del Óxido del midwest, aunque Biden haya esta vez ganado en Wisconsin, Michigan y Minnesota (a diferencia de Hillary Clinton en 2016).
Mientras tanto, Trump continúa desafiando la solidez de la democracia norteamericana y agita la idea de fraude, tanto desde su cuenta en las redes sociales como en la propia Justicia. Sin embargo, deberá probar que sus denuncias tienen fundamento como para ameritar una investigación a fondo: por ejemplo, los sufragios adelantados por correo fueron efectuados según reglas definidas y acordadas previamente, por lo que son perfectamente válidos y tienden, como ya comenzó a ocurrir, a chocar contra la negativa de los jueces. ¿El Partido Republicano habrá de acompañarlo a fondo con este cuestionamiento a la transparencia del proceso electoral? De demostrarse que hubo fraude, ¿eso afectará solo al Partido Demócrata, tal como pretende el actual presidente, o salpicará también a senadores o representantes republicanos electos?
El 5 de octubre de 1988, Augusto Pinochet perdió el plebiscito por el cual la ciudadanía chilena decidía si el dictador podía permanecer en el poder otros diez años. Y mientras se debatía internamente qué hacer con esa derrota –una de las opciones era que el presidente de facto hiciera un autogolpe, alternativa descartada en el caso de Donald Trump–, el comandante en jefe de la Fuerza Aérea, Fernando Matthei, salió a reconocerla públicamente y acorraló así a Pinochet, que ya no podía contradecir los dichos de uno de los miembros de su junta. Si Trump continuara con su intención de embarrar la cancha, su margen de maniobra podría achicarse: alguien de su propio partido podría reconocer la eventual victoria de Joe Biden antes que él.
“La democracia norteamericana es más importante que una elección”, les dijo Richard Nixon a sus asesores cuando decidió reconocer su derrota frente a JFK, también en medio de sospechas de fraude. El mismo partido, pero otros tiempos, otros liderazgos, otros valores.
La novedad que trae consigo Donald Trump es la reversión a los valores nacionalistas, hasta hace muy poco minoritarios en la cultura política nacional