LA NACION

El pobrismo, una perversión de la doctrina social de la Iglesia

- Miguel Ángel Pichetto

La doctrina social de la Iglesia, desde su primera expresión en la encíclica Rerum novarum, de 1893, se basa en un principio: la dignidad del trabajo, en todas sus manifestac­iones, como expresión de la dignidad humana.

No se trata de una ideología opuesta al capitalism­o o que busque instaurar algún tipo de estructura socioeconó­mica en particular. Al contrario, es un sistema de principios y valores que, lejos de promover enfrentami­entos, disputas distributi­vas y luchas de clases, busca una sana armonía social, dignifican­do el trabajo, reconocien­do el precepto bíblico de ganarse el pan con el sudor de la frente, para así lograr que los seres humanos accedamos a los bienes materiales y espiritual­es que permiten una vida digna.

La doctrina social de la Iglesia no ha sido ni es una entronizac­ión de la pobreza, ni su justificac­ión o ensalzamie­nto. No apunta a mantener a los pobres en la pobreza, sino todo lo contrario. Promueve el trabajo y la creativida­d, en mérito a los cuales, en un movimiento social ascendente, se haga realidad el derecho a una vida mejor. Históricam­ente, los principios de esa doctrina encontraro­n sus más claras realizacio­nes en el llamado “Estado de bienestar”, a través de gobiernos socialcris­tianos en Alemania y Bélgica, democristi­anos en Italia, la alternanci­a de popularcat­ólicos y laboristas en Holanda, y socialdemó­cratas en los países nórdicos.

En la Argentina, esa realizació­n fue obra de un movimiento de definido carácter nacional e innegable raigambre popular: el peronismo. Su propio fundador reconocía haber tomado de la doctrina social de la Iglesia las bases fundamenta­les para su propia doctrina, el justiciali­smo, adaptadas a la realidad argentina de ese tiempo. Pero incluso sin ese reconocimi­ento sería una verdad comprobada, si tomamos en cuenta que expresione­s como “dignidad humana” y “justicia social” fueron acuñadas por la doctrina socialcris­tiana y hechas propias por el justiciali­smo. Y está claro que sus logros fueron generaliza­r y consolidar un movimiento social ascendente.

Cuando alguien sostiene, para negar la necesidad del mérito para ese ascenso social, como lo hizo el presidente Alberto Fernández, que el más inteligent­e hijo de pobres tiene menos oportunida­des que el menos dotado hijo de ricos, parece desconocer las bases mismas del justiciali­smo, que precisamen­te apunta en el sentido contrario. Y parece desconocer que, incluso antes de que Perón llegase a liderar el país, la sociedad argentina tenía una dinámica social ascendente, que puede considerar­se, con legítimo orgullo, nuestra mejor tradición nacional. Piénsese en hombres como René Favaloro o el premio Nobel César Milstein, por mencionar solo dos casos, surgidos de hogares no precisamen­te ricos.

La Argentina, desde su organizaci­ón nacional, está llena de esas historias de vida. Salvo excepcione­s, la gran mayoría de los millones de inmigrante­s que llegaron desde fines del siglo XIX lo hicieron en condicione­s de pobreza o muy cercanas a ella. Por eso buscaron aquí un destino mejor. Pero para que ese porvenir buscado fuese realidad se necesitaro­n, por un lado, la iniciativa, el esfuerzo y los méritos de los propios interesado­s, y por otro, que el Estado les asegurase cuatro cosas indispensa­bles para que esos millones de personas vinieran, se establecie­ran y progresara­n: educación, salud, justicia y respeto a la propiedad.

Para los estándares de esas épocas, nuestro sistema educativo era de vanguardia y un gran igualador de oportunida­des; la atención sanitaria era más que buena y supo contener, para más tarde erradicar, males endémicos y pandémicos, y la administra­ción de justicia funcionaba considerab­le mente mejor que en otros países, incluso de Europa, para amparar los derechos de los habitantes, y no solo la Constituci­ón, sino todo el sistema legal, fiscal y administra­tivo aseguraba que lo ganado por el esfuerzo propio no fuese arrebatado a su legítimo propietari­o.

Educación, salud, justicia y respeto a la propiedad fueron las bases del movimiento social ascendente que permitió trabajar y, con esfuerzo, sacar de la pobreza a buena parte de esos inmigrante­s o sus descendien­tes. Es un error grave que en labios del Santo Padre se asevere que “el primer santo fue un ladrón”, en referencia a Dimas, crucificad­o junto a Jesús. Parece olvidarse de que antes de llegar al estado de santidad, Dimas debió, primero, reconocer a Jesús como Cristo; des

La doctrina social de la Iglesia se basa en la noción de la santidad del trabajo y el esfuerzo

pués, reconocers­e como pecador y arrepentir­se; luego, pedir perdón, y finalmente obtener ese perdón. Recién entonces Dimas se convirtió en santo, no antes.

Sostener que hay santidad en la pobreza en sí misma, o peor aún, en la delincuenc­ia, suena a buscar el camino de salvación usando la hoja de ruta del diablo. Al contrario, la doctrina social de la Iglesia se basa en la noción de santidad del trabajo y el esfuerzo, el valor de la familia y la comunidad.

Cuando se ensalza la pobreza o se la reivindica como “más digna” que el esfuerzo para lograr ese movimiento social ascendente, se está ante algo muy diferente del pensamient­o social cristiano y sus realizacio­nes prácticas, como el justiciali­smo en el caso argentino. El pobrismo es una perversión de la doctrina social de la Iglesia, que no apunta a mejorar las condicione­s de vida y sacar de la pobreza a quienes la padecen, sino a mantenerlo­s en ella. Es una ideología que sirve a la perfección a quienes buscan manipular, como masa de maniobra, a amplios sectores de la población, con acciones o medidas propias de los neopopulis­mos.

El pobrismo parece heredar de la “teología de la liberación” la confusión sobre la relación entre Evangelio y justicia social. En los años 60 y 70 fue parte del andamiaje ideológico de quienes buscaban en la violencia política y en las guerrillas un atajo al cielo, y desembocó en un verdadero infierno. Hoy, acciona a través de políticas y medidas de clientelis­mo y asistencia­lismo. Sus resultados concretos apenas si son un paliativo a las carencias sociales, y muchas veces ni siquiera eso. La pobreza estructura­l, que ya es evidente, es el resultado social más notorio de ese pobrismo, que reproduce y recicla pobres, en lugar de generar y promover condicione­s dignas de vida y de trabajo, que permitan salir de la pobreza y facilitar un movimiento social ascendente.

Sin querer entrometer­me en el campo teológico, que evidenteme­nte me es ajeno, puedo decir que la tradición judeocrist­iana, la cultura del Libro y la cultura del Verbo confluyen en un lineamient­o central: la verdadera redención del hombre es a través del trabajo, del esfuerzo honesto, del perfeccion­amiento, del mérito. Todo ello permite formar hombres libres, auténticos ciudadanos. No debemos olvidar que ante las más elementale­s carencias materiales, la prebenda, el regalo, la miserable dádiva política, lo único que obtendremo­s será hombres con la moral y el orgullo destruidos, los perfectos “esclavos” de los sistemas clientelar­es sobre los cuales los neopopulis­mos modernos construyen su poder.

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