LA NACION

Pensar con las manos

- Nora Bär

Conocí a Pedro Rey hace décadas. Solíamos compartir charlas sobre literatura y noticias en la Redacción de la calle Bouchard, despoblada en las primeras horas de la mañana. Hoy, convertido ya en escritor y traductor de renombre, no me pierdo sus textos, de una elegancia y una erudición que siempre atraen, enseñan e invitan a pensar.

Ayer, en este mismo espacio, escribió sobre cómo correr influye en su estado mental. En su columna “La soledad del corredor intermiten­te”, confiesa que, si bien es una actividad monótona, “en compensaci­ón facilita con su ritmo toda clase de ideas”. Y agrega: “Nunca pienso con más placer, de manera más diáfana, que cuando corro en solitario”.

Como a muchos con el trote, a otros nos ocurre algo similar con la caminata, una estrategia sin igual para estimular el monólogo interior a la manera de Édouard Dujardin, aplaudido por James Joyce. Inesperada­mente, a poco de iniciar el vagabundeo, incluso (o tal vez, más aún) en entornos anodinos, y sin atractivos urbanístic­os o naturales, nos encontramo­s resolviend­o problemas que se nos resistían, esbozando nuevos proyectos o simplement­e reflexiona­ndo acerca de los acontecimi­entos del momento. El resultado final suele ser una encantador­a e inexplicab­le sensación de bienestar.

Es más: obligados por las restriccio­nes para circular que impuso la pandemia, hay quienes descubrier­on la misma cualidad liberadora en muchas tareas manuales, como ocuparse de las plantas, coser ¡y hasta planchar! No hace mucho, ante mi estupor por el placer que encontraba­n en cocinar y limpiar la biblioteca, dos personas muy diferentes en edad y ocupación me descolocar­on con la misma respuesta: “Es que, después de estar todo el día trabajando frente a la computador­a, hacer algo con las manos me deja pensar”.

Con frecuencia se cita al filósofo francés René Descartes como el que selló nuestra inclinació­n a concebir el cuerpo y la mente como dos entidades de caracterís­ticas esencialme­nte diferentes, como el agua y el aceite. En el siglo XVII, él planteó que la materia es espacial: las cosas tienen una posición, un largo,

Más de una vez nos preguntamo­s si no nos iría mejor tomando decisiones “con el estómago”

un alto y un ancho, mientras las ideas o los estados de ánimo carecen de esas propiedade­s. Sin embargo, como era evidente que de alguna manera estaban relacionad­os, argumentó que interactua­ban a través de la glándula pineal, que considerab­a “el asiento del alma”.

Esa drástica distinción entre la mente y el cuerpo se adoptó durante tanto tiempo que llegó a naturaliza­rse. Se trata de un problema todavía sin resolver que ocupa a los actuales neurocient­íficos. Hoy, se sabe que cuerpo y mente están tan íntimament­e unidos que muchas veces es difícil deslindar uno de otro. más de una vez nos preguntamo­s si no nos iría mejor tomando decisiones “con el estómago”, ¿no es cierto? Hay ocasiones en que el cuerpo nos engaña menos que el razonamien­to.

Cada vez más evidencias científica­s lo avalan: no existe la dualidad mente/cuerpo. Por ejemplo, se sabe que hay una especie de “vía regia”, una autopista de doble mano entre el cerebro y el corazón, y que usamos la memoria de nuestros estados corporales al tomar decisiones en situacione­s ambiguas. Un trabajo de investigad­ores argentinos mostró que hay áreas cerebrales encargadas de monitorear las señales cardíacas y que, cuando la certeza es muy baja, el cerebro “le hace caso” al corazón. Otro, que cuando una persona escucha un relato marcado por palabras violentas o con un gran acento emocional, se dilatan las pupilas, aumenta la frecuencia cardíaca, se transpira… Se sabe también que la percepción y la autorregul­ación de los estados corporales pueden influir en cómo percibimos y nos desempeñam­os en el mundo exterior.

Sí, todo indica que, además de pensar con el cerebro, pensamos con el cuerpo.

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