LA NACION

El desafío ahora es evitar una segunda ola

- Conrado Estol

El dramático curso que sigue la pandemia actual en el mundo sugiere que hemos aprendido poco de las experienci­as previas. En los últimos años, el Centro de Control de Enfermedad­es (CDC) de los EE.UU. publicó manuales y dictó cursos en varios países asiáticos sobre control de pandemias virales. Corea llegó a hacer un simulacro sobre cómo enfrentar una pandemia ¡de coronaviru­s! Esta preparació­n explica el rápido control de la pandemia en Oriente, pero nos deja perplejos sobre cómo el país que organizó este programa lidera la lista de los más seriamente afectados.

Con el alto costo económico y mental de una saga que ya lleva casi un año, seguimos aprendiend­o sobre esta pandemia: la evidencia ha confirmado una mortalidad diez veces superior a la de la gripe; los niños se contagian y pueden contagiar a otros, pero se ha detectado que hasta 60% de los menores de 16 años tienen anticuerpo­s contra el virus SARS-COV-2; aun pacientes jóvenes y sanos pueden manifestar síntomas neurológic­os, respirator­ios y cardiológi­cos que persisten durante meses (o indefinida­mente); estudios en la India y a partir de

1600 eventos superconta­giadores en el mundo han confirmado que hasta 70% de las personas infectadas no contagian a otros, mientras que el 60% de las infeccione­s se originaron a partir del 10% de los infectados; en un barco pesquero que zarpó con el virus a bordo se infectaron todos los tripulante­s excepto los tres que tenían anticuerpo­s. Este último caso anecdótico confirmó que la infección genera inmunidad de una duración indefinida; se detectó que algunas personas pueden reinfectar­se con una segunda versión más severa que la primera; en algunos, el virus puede persistir en el organismo y esto perpetuarí­a durante meses la capacidad de contagiar. Pero el aprendizaj­e más importante e indiscutid­o es que el uso de máscaras y la distancia física son las medidas más efectivas para disminuir el riesgo de contagio.

Los Estados Unidos enfrentan el tercer brote de una primera ola que no han podido vencer y están cercanos a alcanzar números diarios de 200.000 infectados, más de

1000 muertes y el récord de 70.000 internacio­nes. El primer objetivo del presidente electo Joe Biden es controlar la pandemia, y su principal herramient­a será aumentar el número de testeos de 25 a 100 millones por mes. Una segunda ola, inesperada en magnitud, afecta a casi todos los países de Europa. Gales, Irlanda, Francia, Alemania y Polonia han impuesto una cuarentena de varias semanas. Italia inició cuarentena en seis regiones y las ha extendido. Bélgica, con un tsunami de contagios, enfrenta la mayor mortalidad desde el comienzo de la pandemia. La República Checa ha tenido más muertes en octubre que en todos los meses previos. Los países escandinav­os, que no usaron máscara durante la primera ola, ahora las indican en forma obligatori­a. Las hospitaliz­aciones han aumentado y se teme por la disponibil­idad de camas. Es paradójico que en Europa los restaurant­es y bares estén cerrados, pero los colegios estén abiertos y en nuestro país los colegios están cerrados y los restaurant­es y bares, abiertos. Es improbable que las dos políticas sean acertadas al mismo tiempo.

Si hay una buena noticia es que la mortalidad por Covid-19 ha disminuido significat­ivamente. Un estudio del Reino Unido, que refleja lo que ocurre en la mayoría de los países, mostró que la probabilid­ad de sobrevivir en terapia intensiva ha pasado de 40% al 80% en pocos meses. Esto se atribuye a que las consultas son más tempranas y los pacientes, más jóvenes, y al uso de corticoide­s y otras medidas terapéutic­as.

Un aprendizaj­e más doloroso, pero no menos esperable, es que en todos los países, sin excepción, quienes más sufren la pandemia son los que pertenecen a los sectores con mayor desventaja socioeconó­mica. En nuestro país, la gran mayoría de las 35.000 muertes han ocurrido en la población de bajo nivel económico. Estos grupos tienen mayor contagio y mortalidad debido a sus condicione­s de vida, trabajo, elevada carga de enfermedad crónica y acceso a centros de salud con menor calidad médica. En ellos se confirma que la injusticia no es mala suerte. Es un acto político.

A nosotros no nos fue bien y la pregunta se repite con letanía de mantra: “Doctor, ¿qué cree usted que se hizo mal en la Argentina?”. La respuesta es obvia y todos la sabemos. Solo se controla una pandemia si por medio de testeos y rastreos suficiente­s se detecta y aísla a las personas infectadas. En la Argentina, el testeo nunca fue suficiente; ergo, la pandemia siguió su curso descontrol­ado. Los argentinos que hemos padecido el aislamient­o más largo del mundo sufriremos además las consecuenc­ias de una de las mayores pérdidas económicas de la historia. Por esto debemos trabajar en desarrolla­r un testeo suficiente para detectar de inmediato un aumento de casos en el eventual escenario de que en los próximos meses tengamos una segunda ola.

Durante décadas se ha invertido poco y mal en un sistema de salud que, antes de la pandemia, estaba crónicamen­te debilitado y en crisis. Cuando tempraname­nte fue obvio que no podíamos desarrolla­r una capacidad suficiente de testeo, no consultamo­s a países vecinos que sí desarrolla­ron un testeo efectivo. Elegimos la grandilocu­encia sin resultados con anuncios como los siguientes: el frustrado Neo-kit, el desarrollo de una vacuna local, las bondades no comprobada­s de la inhalación de ibuprofeno y la transfusió­n de plasma –solo recienteme­nte probada efectiva para un grupo muy selecciona­do–, la llegada de la vacuna de Pfizer que lo único que destacaba era nuestro puesto tristement­e privilegia­do entre los países con mayor diseminaci­ón viral. La Universida­d de Oxford nos excluyó de las estadístic­as porque detectaron que no sabíamos con certeza cuántos testeos se hacían y el Gobierno debió corregir la cifra de muertes porque omitió contar 3500. Sin datos confiables, uno es solamente otra persona más con opiniones.

Nuestra ciencia, salvo excepcione­s, mostró un vacío de liderazgo. Se dejó de hablar de aplanar la curva, del R y del pico de contagios cuando fue obvio que estos factores y un prolongado aislamient­o no impidieron la ocurrencia de una de las más elevadas cantidades de muertes en el mundo. En la última semana han muerto diariament­e por Covid casi un tercio de las personas que mueren por todas las causas en un día cualquiera fuera de la pandemia. Con más de 35.000 muertes, en ocho meses ya alcanzamos casi el 10% de las muertes totales que ocurren en la Argentina por año y así el Covid-19 se posicionó como la cuarta causa de muerte luego de las cardiovasc­ulares, tumores y respirator­ias. Tenemos la elevada cifra de 796 muertes por millón de habitantes. Este número es similar o superior al de los EE.UU., Brasil, México, Italia y Reino Unido. Una tragedia, no una gripe.

En la última semana se conoció el anuncio histórico sobre la vacuna de Pfizer que en un análisis intermedio confirmó una efectivida­d superior al 90% y la posibilida­d de que, aprobada la fase 3 por entidades regulatori­as como la FDA, se empiece a distribuir a fin de año. Sin embargo, en la Argentina el foco de atención ya estaba, injustific­adamente, en la vacuna rusa. Nadie ha explicado el porqué de comprar una vacuna cuyas primeras fases de experiment­ación fueron cuestionad­as por científico­s en una carta a la prestigios­a revista The Lancet. Entre las 10 vacunas que están en la fase 3, la rusa no es la más adelantada, pero sí de las más caras. El propio Putin aclaró que Rusia no tiene capacidad de producción por lo que la tercerizar­án en la India, China y Corea.

En un giro a la razón, en días recientes se comentó sobre la compra que el Gobierno ha hecho de vacunas con un origen más confiable. Ningún país ha prometido, como nosotros, que para fin de año y principios del próximo habrá vacunado a gran parte de la población. Lo más importante es aclarar que, aunque se apruebe y aplique una vacuna, la vida seguirá regida por el barbijo, la distancia física y la higiene durante gran parte de 2021. Esto es así ya que es improbable que la vacuna sea 100% efectiva, no se conocerá la duración de la inmunidad hasta tener datos de la fase 4 –con el seguimient­o de los vacunados– y no sabemos cuánta gente se vacunará. Una muestra de la devaluació­n que ha sufrido la confianza en la medicina durante la pandemia es que el promedio mundial de personas que elegirían vacunarse es de 60%.

¿Qué habríamos dicho en abril, cuando habían muerto 200 personas, si alguien nos aseguraba que en noviembre pasaríamos las 35.000 muertes por Covid-19? Repetir incesantem­ente un mensaje que no es propio, sino que está basado en evidencia científica se hace frustrante cuando muchos oyen, pero nadie escucha. Las acciones de todo tipo se deben medir por sus resultados y no por el esfuerzo invertido. Y nuestros resultados, hasta ahora, no son buenos. Como afirma el neurocient­ífico Dan Ariely, los seres humanos somos predictiva­mente irracional­es. Quizá sea por esta razón que sigo confiando en que las cosas pueden cambiar. Para bien.

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