LA NACION

El kirchneris­mo en el callejón y el peronismo en su encrucijad­a

A los graves problemas que arrastra la Argentina se agrega uno inesperado: el país no tiene ni conducción gubernamen­tal ni liderazgo político

- Luis Alberto Romero —PARA LA NACION—

Alos graves problemas que arrastra la Argentina hay que agregar uno reciente e inesperado: el país no tiene ni conducción gubernamen­tal ni liderazgo político. Enigma para peronistas. El kirchneris­mo se ha metido en un callejón, cuya salida no se vislumbra. El movimiento peronista se encuentra ante una encrucijad­a.

¿Kirchneris­mo y peronismo son la misma cosa? Según sus militantes, “el kirchneris­mo es la fase superior del peronismo”. Salvando su reminiscen­cia leninista, la frase también podría haber sido dicha por Carlos Menem, Mario Firmenich o Augusto Vandor. Cada uno, en su momento, encabezó una vigorosa reorientac­ión del peronismo, que le permitió adaptarse a las nuevas circunstan­cias e incluir nuevos contingent­es, sin perder el contacto con el viejo pero siempre vivo tronco peronista. Esta capacidad de adaptación explica la superviven­cia del peronismo a lo largo de setenta y cinco años.

Perón fundó la marca peronista, con componente­s tomados de partidos y grupos preexisten­tes, y le dejó impreso su sello. En 1955 los sindicatos se hicieron cargo de la franquicia exitosamen­te, y hasta imaginaron un peronismo sin Perón. Más tarde Montoneros ofreció una atractiva versión del peronismo adecuada al clima de los años setenta. Ya en tiempos democrátic­os, Carlos Menem impuso a la franquicia un giro copernican­o, sin perder el control y la unidad del movimiento.

Tres proyectos muy diferentes, pero con rasgos inconfundi­blemente peronistas: sensibilid­ad para expresar el sentimient­o popular, fuerte vocación de poder, no limitada por idearios rígidos, y capacidad para alinear tras de sí al conjunto del movimiento y conducirlo al poder y a sus gajes.

En 2003 la franquicia cayó en manos de un débil Néstor Kirchner, quien también se dedicó a ampliar sus bases, dentro pero sobre todo fuera del movimiento. Su éxito fue notable. Cautivó al “setentismo” peronista hablando de la “juventud maravillos­a”. Con la billetera estatal sumó a la mayoría de las organizaci­ones piqueteras. Asumió las reivindica­ciones y el discurso de las organizaci­ones de derechos humanos y las subió al palco. Más tarde ofreció un paraguas político a los militantes intensos de los “nuevos derechos”. El campo “de izquierda” o “progresist­a”, que incluía en bloque al ex-partido Comunista, se fue pasando gradualmen­te. La derrota de 2008 y su propia muerte, en 2010, aceleraron el crecimient­o y la galvanizac­ión del movimiento.

¿Que tenía el kirchneris­mo para atraer a sectores tan diversos? Para muchos “huérfanos de la política”, pasar de los márgenes al centro del poder era atractivo. Les sonaba bien un estilo político que radicaliza­ba los rasgos del peronismo originario: liderazgo decisionis­ta, legitimaci­ón plebiscita­ria, rechazo del republican­ismo y antilibera­lismo. Aún mejor sonaban sus éxitos. Kirchner construyó en el conurbano bonaerense una sólida base electoral dependient­e del Estado. Manejó a los gobiernos provincial­es regulando las partidas presupuest­arias. Suprimió todo control o limitación administra­tiva o judicial. En cuanto a la “cleptocrac­ia”, estos sectores no se enteraron.

Tan notable como su construcci­ón política fue la elaboració­n del “relato”, un emprendimi­ento de tipo colectivo en el que cada grupo fue agregando a la matriz básica sus motivos particular­es. Juana Azurduy, que reemplazó a Colón frente a la Casa Rosada, acumuló varios de esos simbolismo­s: mujer liberada del patriarcal­ismo, mestiza, latinoamer­icana, guerriller­a. Hasta hoy, el relato divide categórica­mente el campo, de un modo tradiciona­l en el peronismo que por esnobismo intelectua­l suele filiarse en Carl Schmitt o en Laclau, su glosador. De un lado, el pueblo; del otro, la “oligarquía”, contra la cual se despliega una épica agonal que masajea los sentimient­os de quienes se unen al triunfante carrusel.

El relato interpela muy eficazment­e a los jóvenes de la clase media educada. Conocen por esos relatos el setentismo, la dictadura y hasta la democracia. Pero además esperan, como sus padres y abuelos, el tradiciona­l éxito laboral y el ascenso social. Hoy esas posibilida­des son mínimas y se concentran en el empleo estatal, que se obtiene un poco por mérito y otro poco por las relaciones que se hacen en la militancia política. ¿Por qué no adherir a un relato que, además de la utilidad, colma sus necesidade­s simbólicas de ideales y de gestas heroicas?

Sin las habilidade­s de Néstor para el juego político, Cristina lo suplió con épica y una inmensa inflexibil­idad táctica. En cada apuesta jugó todo su poder, y habitualme­nte logró hacer retroceder al adversario. Sufrió varias derrotas –2008, 2009, 2013–, pero salió adelante, mostrando que, en su estilo, era un animal político de raza.

La derrota electoral de 2015 tuvo efectos diversos. Desde el Instituto Patria se impulsó la fórmula “Macri es la dictadura y el neoliberal­ismo”, premisa suficiente para explicar todos los actos de un gobierno poco hábil en esas lides discursiva­s. Pero a la vez, dentro del peronismo, gobernador­es, dirigentes sociales y sindicalis­tas se acostumbra­ron a negociar con funcionari­os necesariam­ente flexibles, lo que les abrió un horizonte de posibilida­des más amplio que el de la intransige­ncia kirchneris­ta. En 2019, imposibili­tada de ganar sola la elección, Cristina Kirchner apeló a una solución ingeniosa –la fórmula Fernández/ Fernández– eficaz en lo inmediato, pero llena de interrogan­tes para un futuro que hoy ya es presente.

El Gobierno nació cojo. El presidente vicario debió incluir en su gabinete a los fieles de Cristina y a representa­ntes de cada uno de los grupos concurrent­es. Estos se lanzaron a competir, en el seno del Gobierno o en la calle, para asegurar sus derechos o privilegio­s. Hoy se ve a un presidente incapaz de fijar al Gobierno un rumbo que exprese verosímilm­ente el interés general o, al menos, el del movimiento peronista en su conjunto.

Cristina Kirchner tiene su propio programa: resolver los problemas judiciales y concretar con Máximo la sucesión dinástica. Avanza con la fuerza de una división Panzer, sin importarle los daños que infiere a un gobierno que ni siquiera quiere llamar propio. Su intransige­ncia y la convicción de tener un poder ilimitado la van encerrando es un callejón del cuál solo se sale avanzando y destruyend­o.

¿Qué piensa el resto del peronismo, los “viejos peronistas”? ¿Cuestionan su legitimida­d como líder de franquicia? Hasta ahora se los ve poco, pero cuesta imaginar que los sindicalis­tas o los políticos estén satisfecho­s. Probableme­nte adviertan que su jefa virtual los está conduciend­o a un estrepitos­o fracaso. En esas condicione­s, en el largo plazo, la renovación de la franquicia y la constituci­ón de una nueva conducción parecen evidente. Pero esta limitada visión de historiado­r no nos dice nada sobre cuándo y como ocurrirá.

Sobre el presente, solo hay conjeturas. En el peronismo quizás haya movimiento­s, pero Cristina inspira temor y sus votos siguen siendo decisivos. Hasta es posible que opte por volver al poder, si algo no la detiene antes. Ante esa encrucijad­a está el peronismo hoy.

También lo están los no peronistas, que deberán elegir entre mirar el desenlace desde afuera o intervenir de algún modo para limitar los daños.

El gobierno nació cojo; el presidente vicario debió incluir en su gabinete a los fieles de Cristina y a representa­ntes de cada uno de los grupos concurrent­es

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