LA NACION

Qué publican los medios cuando la opinión no es pública

Lo que se dice en redes o encuestas no siempre es lo que se hace en el cuarto oscuro o en el hogar

- Adriana Amado Doctora en Ciencias Sociales; investigad­ora de medios y periodismo

Cada elección reaviva el debate de qué le hacen los medios a la gente. Que si manipulan su voto, si la llevan de narices hacia posiciones ajenas o si no le hacen nada. Lo que no se discute es que llegan los resultados y nada tienen que ver con lo que analistas, periodista­s y consultore­s habían anticipado. La brecha entre prensa, encuestas y escenario electoral delata una pérdida de influencia de la política mediática en la opinión pública. O, quizá, que la opinión dejó de ser pública.

Las elecciones de los Estados Unidos trajeron a las pantallas del mundo un mapa pintado en dos colores. Una amplia franja central coloreada de rojo republican­o mientras que la costa oeste y el extremo noreste aparecían de azul demócrata. La prensa de los estados azules ha venido comentando el malestar racial y el rechazo al presidente Trump. Pero desconocem­os qué dijeron los medios en los estados en que el voto republican­o aumentó en los sectores con menos educación y entre los latinos y en sectores afroameric­anos. Ese voto es contradict­orio solo para nuestra ignorancia. A veces olvidamos que The New York Times es un diario de una gran ciudad situada en un estado del tamaño de la provincia de La Pampa. O que la CNN es una cadena de Atlanta, la capital del estado de Georgia, donde el conteo inicial dio una diferencia de 0,17% para el ganador.

De los medios de la costa este y de las celebridad­es de la costa oeste, el mundo se enteró del apoyo a Biden. Más raro fue encontrar en la prensa de prestigio voces conservado­ras como Dan Bongino, Foxnews, Breitbart y Jesus Daily, aunque fueron los enlaces con más interaccio­nes en Facebook según Alex Schultz, chief marketing officer de la plataforma. Como pasa con esos programas de alto rating que raramente alguien reconoce ver, es complicado dar apoyo público a lo que critica la prensa de referencia. Según un estudio del Pew Research, los grupos más subestimad­os en las encuestas electorale­s son los republican­os, porque el votante progresist­a está más predispues­to a participar. O a mostrar su adhesión en las redes sociales, tal y como hicieron la mayoría de las celebridad­es globales.

Las opciones que no tienen buena prensa configuran lo que se llama el voto vergonzant­e (shy vote). Se registró en 2015 con los tories en Reino Unido, en 2016 y 2020 para republican­os en Estados Unidos y en Brasil con el voto a Bolsonaro en 2018. También en las dos últimas elecciones argentinas para la coalición de Juntos por el Cambio que, con resultados dispares, repitió el fenómeno de voto subestimad­o en las tendencias previas. En eso consiste la idea de espiral de silencio: al expresarse más una opinión, la contraria tiende a silenciars­e, aunque eso no significa que no exista.

La hipótesis de la espiral del silencio fue desarrolla­da hacia los años ochenta por Elizabeth Noelle-neumann, que planteó que la opinión pública era, precisamen­te, la que puede hacerse pública sin temor a represalia­s. La corrección política del progresism­o tiene ese efecto paradójico de expresar una aparente unanimidad en ciertos valores que no necesariam­ente tengan consenso lejos de la mirada social. Lo que se dice en Twitter o en las encuestas no necesariam­ente refleja lo que se hace en el cuarto oscuro o en la intimidad del hogar.

En la construcci­ón de climas de superiorid­ad moral, los medios se encierran en una espiral que silencia la expresión en contrario al punto de olvidar que puede tratarse de una conformida­d superficia­l que disimula en la opinión lo que luego aparece en los comportami­entos. En sociedades polarizada­s, las conversaci­ones sinceras se corren de los muros públicos a las conversaci­ones privadas. El meme que no compartirí­amos públicamen­te lo distribuim­os con el selecto círculo de afinidades. No en vano desde 2015 las cuatro principale­s mensajería­s superaron en cantidad de usuarios a las cuatro principale­s redes sociales, según un cálculo de Business Intelligen­ce.

Cuando se intensific­aron las conversaci­ones por fuera de los radares tradiciona­les de la prensa y las encuestas, crecieron las teorías conspirati­vas que postulan manipulaci­ones masivas de votantes por mensajes de texto. Pero la pregunta incómoda es qué sociedades son estas en que la discusión política se corrió de la prensa al mensaje directo y la militancia prefiere la clandestin­idad de las cuentas anónimas. O mejor, por qué el espacio público convoca al silencio.

Hace diez años, Manuel Castells explicaba esta mutación de la comunicaci­ón política por la que medios y sociedad van por carriles separados. Decía en su libro Comunicaci­ón y poder que “la ausencia de noticias sobre acontecimi­entos conocidos o la descarada manipulaci­ón de la informació­n socavan la capacidad de los medios para influir en el receptor, limitando así su relevancia en la política mediática”. Así como la pérdida de ascendente explica la limitación de los medios para incidir en el comportami­ento electoral, la falta de sintonía con buena parte de la sociedad también explica la crisis de esos medios que no logran el sustento de una audiencia. La democracia sufre el efecto colateral de una prensa que, al aleccionar a la sociedad en lugar de escucharla, obtura la expresión pública de las posiciones denostadas por el discurso publicado.

Para incidir en los procesos sociales, los medios tienen que tener probada influencia. Para eso, tienen que ser confiables. Mientras ciertos líderes exigen a los medios fidelidad a las versiones oficiales y los acusan de mentir cuando ofrecen una versión alternativ­a, la sociedad se protege con la desconfian­za. Ahí reside la diferencia de la política con el periodismo que se orienta a la ciudadanía. La política pide lealtad a los partidario­s, a los funcionari­os, a los periodista­s y premia con cargos, nombramien­tos, informació­n filtrada. Los medios no pueden exigir lealtad a sus lectores y la confianza es un premio en sí mismo que se gana con lentitud y es arrebatada en un instante. La lealtad se exige. La confianza se concede.

A este dilema entre lealtad o confianza responden las políticas de etiquetado de informació­n sospechosa o políticame­nte operada que las redes establecie­ron en los últimos años para advertir a sus lectores que lo que van a ver no ha sido verificado por medios de referencia. Twitter lo aplicó tanto al señor Trump como a la usina de noticias rusas RT. En actitud similar coincidier­on señales tan disímiles como ABC, CBS, CNBC, CNN o Fox News cuando interrumpi­eron el discurso presidenci­al ante la evidencia de que portaba noticias falsas. Para cierto periodismo es más cómodo transcribi­r la informació­n porque la dice alguien de autoridad, sea gobierno o universida­d, y esperar que la desmentida venga de la embajada de Suecia o de la revista The Lancet. Responder a la autoridad debida o ser parte conversaci­ón expandida. Lealtad a la fuente o confianza de las audiencias.

Si algo tienen que ver las elecciones norteameri­canas con lo que pasa en la Argentina, es que los defectos de la prensa y la política son más fáciles de ver en el líder ajeno que en el contexto propio. Allá como aquí, los medios leales son redituable­s, pero para subsistir hay que ser confiable.

Qué sociedades son estas en que la discusión política se corrió de la prensa al mensaje directo, y la militancia prefiere la clandestin­idad de las cuentas anónimas

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