LA NACION

El doble secreto de Cervantes

- Pedro B. Rey

Alguna vez me impuse el proyecto viajero de recorrer la pampa hasta el último rincón. La intención quedó a mitad de camino, pero por lo menos conocí Azul. Las fotos muestran estilizada­s casas antiguas, un teatro histórico sobre la plaza principal, el excéntrico cementerio diseñado por Salamone y, cerca del arroyo que le da nombre a la ciudad, un Quijote con la impronta del escultor Carlos raggazoni.

¿Un Quijote en medio de la pampa en vez de un Martín Fierro? Pronto me informaron por qué: ya por entonces Azul formaba parte, gracias a la colección de la Casa ronco, de una biblioteca/museo que reúne innumerabl­es ediciones de libros de Cervantes, de la red de ciudades que celebran al escritor del Siglo de oro. Hoy justamente termina de ser sede virtual de unas jornadas cervantina­s que, por razones obvias, tuvieron lugar en las pantallas.

Carlos Fuentes decía que leía Don Quijote de la Mancha una vez al año. Lejos de esa cuota, compenso releyendo los pasajes que se citan menos que (y me gustan tanto como) los molinos de viento, el yelmo de Mambrino o el descenso a la cueva de Montesinos. Unos pocos ejemplos: la discusión del cura y el barbero ante la biblioteca de Alonso Quijano (donde se hace una solapada crítica literaria de muchas obras y se alaba con ironía La Galatea de un tal Cervantes), la conversión de Dorotea en la princesa Micomicona, la instancia en que el Caballero de la Triste Figura doma un león cansino, el episodio del barco encantado.

Aunque sin nombrarlo, josé Manuel Lucía Megías, un especialis­ta que participó del encuentro virtual de Azul, me hizo acordar en una nota publicada en este diario de otro capítulo inolvidabl­e. En 1614 apareció el Quijote apócrifo firmado con el seudónimo Alonso Fernández de Avellaneda. Al año siguiente, Cervantes replicó con una segunda parte en que el hidalgo –como le recuerda ya en las primeras páginas el bachiller Sansón Carrasco– es conocido por las aventuras de la primera y, según se desprende del tono del prólogo, única parte verdadera. Pero ¿quién era el supuesto Avellaneda? Una posibilida­d es, recuerda Megías, Lope de Vega, un talento mucho más celebrado por entonces que el más voluntario­so y modesto Cervantes.

Jerónimo de Pasamonte, como el mismo Cervantes, fue soldado en Italia y combatió en Lepanto

La discusión segurament­e no se saldará nunca, y es posible que la mejor venganza del inventor del personaje haya sido (sigo el argumento del erudito) condenar al falso Avellaneda al anonimato por el simple hecho de no nombrarlo. Hay otro candidato, sin embargo, para el autor de la versión apócrifa. La hipótesis la sugirió en su momento Martín de riquer y, aunque algunos hoy la objetan, sugiere una genialidad añadida: el supuesto Avellaneda estaría inscripto en el mismo Quijote desde el vamos. Su aparición en la primera parte de la novela resulta espectacul­ar. ocurre en el episodio de los galeotes, cuando Don Quijote se topa en Sierra Morena con un grupo de presos que son trasladado­s penosament­e con grilletes. Uno de ellos, el de apariencia más peligrosa, responde al nombre de ginés de Pasamonte y se jacta de haber escrito una versión de su propia vida. Nuestro héroe, sorprendid­o, le pregunta si de verdad su libro es tan bueno como dice. Es tan bueno, le responde el otro, “que mal año para Lazarillo de Tormes y para todos cuantos de aquel género se han escrito o escribiere­n”. El personaje se inspiró al parecer en un contemporá­neo, jerónimo de Pasamonte, que, casi como un doble de Cervantes, fue soldado en Italia, combatió en Lepanto y, además de sus ínfulas de escritor, estuvo preso en mano de los turcos. ginés de Pasamonte, el personaje, aparecerá en la segunda parte –ya conocido el Quijote de Avellaneda, acaso una respuesta a aquella sátira– como un pícaro titiritero que se hace llamar Maese Pedro y al que nuestro caballero andante le descabezar­á las figuras del retablo en que hacía sus representa­ciones de pacotilla. Cierta o no la conjetura, a más de cuatro siglos, en Azul o donde sea, volvemos a sacarnos el sombrero.

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