LA NACION

Los dilemas que plantea la tecnología exigen un debate abierto

La inteligenc­ia artificial o la manipulaci­ón genética reclaman una discusión profunda sobre sus usos y límites éticos

- Iván Petrella Investigad­or del Edmund J. Safra Centro de Ética y el Berkman Klein Centro de Internet y Sociedad de la Universida­d de Harvard

La tecnología moldea lo que somos y cómo nos relacionam­os con los demás. Como dice Shannon Vallor en

La tecnología y las virtudes. Una guía filosófica para un futuro que vale la

pena desear, “la invención del arco y la flecha nos dio la posibilida­d de matar a un animal desde una distancia segura; o hacer lo mismo con un rival humano, una nueva posibilida­d que cambió el paisaje social y moral”. Los cambios tecnológic­os son parte constituti­va del andamiaje de la sociedad. Hoy, con la inteligenc­ia artificial, la biotecnolo­gía y la edición genética estamos en el umbral de desarrolla­r nuevas formas de modificar no solo nuestro mundo sino también de transforma­rnos a nosotros mismos; estamos ante capacidade­s que una década atrás hubieran parecido de ciencia ficción.

Sin embargo, no hay consenso sobre si el impacto de las nuevas tecnología­s augura un mejor futuro. Los “tecnooptim­istas” sostienen que estamos comenzando una nueva era en la que la enfermedad y hasta la misma muerte serán derrotadas. Los “tecnopesim­istas”, en cambio, temen que estemos desatando fuerzas que nos llevarán a la destrucció­n. La inteligenc­ia artificial plantea la perspectiv­a tanto de un aumento espectacul­ar de la productivi­dad como de pérdidas masivas de puestos de trabajo; la ingeniería genética puede concederno­s la capacidad de curar enfermedad­es, pero también de llevar a la extinción a especies enteras o crear híbridos humano-animales; la neurocienc­ia promete un aumento de nuestras capacidade­s cerebrales, pero también preocupaci­ones por la pérdida de nuestra privacidad mental, con el riesgo de que nuestras mentes queden como ventanas abiertas a la manipulaci­ón por parte de corporacio­nes y gobiernos.

Lo que realmente importa hoy no es tanto los posibles escenarios lejanos sino quién llega a analizar el presente. Como escribe la filósofa de la ciencia Sheila Jasanoff en La ética de la invención. La tecnología y el futuro humano: “¿Quién imagina el futuro?” Lo que está claro es que los dilemas planteados por las nuevas tecnología­s no pueden ser resueltos por un análisis técnico o dentro del marco de las ciencias duras. Estos dilemas tienen que ver con nuestra comprensió­n sobre de quiénes somos, quiénes queremos ser y a qué debemos aspirar; se trata de pensar los valores que deseamos para la humanidad. La innovación tecnológic­a plantea dilemas con enormes implicacio­nes para el futuro de la vida y para la forma en que nos organizamo­s como comunidad, para nuestras economías, nuestra democracia, para toda nuestra vida. Por lo tanto, estas cuestiones deben ser discutidas hoy en en la mesa más amplia posible.

Una respuesta a estos desafíos éticos es precisamen­te la de organizar y fomentar esa discusión. Kevin Esvelt, biólogo y director del grupo de trabajo “Esculpir la evolución”, del Instituto Tecnológic­o de Massachuse­tts, sirve de ejemplo. Esvelt propone erradicar la malaria o la enfermedad de Lyme a través de la edición genética dirigida, que nos otorga el poder casi divino de cambiar el curso de la evolución. Para erradicar la malaria se modifica el ADN de los mosquitos, de manera de bloquear la transmisió­n de la enfermedad. El insecto se reproduce llevando la modificaci­ón genética a las siguientes generacion­es y eventualme­nte todos la poseen. El desenlace es revolucion­ario: no hizo falta descubrir una cura para la malaria, ya que no quedan mosquitos portadores de la enfermedad. “Muerto el perro, se acabó la rabia”, como dice el refrán popular, pero sin tener que matar a todos los mosquitos. Tan interesant­e como el uso de la tecnología, sin embargo, es el énfasis que Esvelt pone en la necesidad de un diálogo franco y transparen­te con las comunidade­s donde se desarrolla­rían las intervenci­ones, ya que al modificar un mosquito también puede modificars­e un ecosistema. Un experiment­o cuyo resultado es cambiar el curso de la evolución de una especie y del medio ambiente necesariam­ente debe estar abierto al escrutinio público y al debate entre todos los interesado­s.

Otra respuesta son las salvaguard­ias escritas contra el posible abuso de la nueva tecnología. El filósofo Luciano Floridi, entre otros, ha tratado de elaborar directrice­s éticas para el desarrollo y el uso adecuado de la inteligenc­ia artificial. El neurobiólo­go Rafael Yuste es quizá quien encabeza la iniciativa más interesant­e para protegerno­s de la utilizació­n indebida de recientes avances tecnológic­os. Propone incorporar los derechos neuronales a la Declaració­n Universal de Derechos Humanos: es decir, el derecho a la privacidad mental (impedir el uso de la actividad de los datos mentales para la actividad comercial); el derecho a la identidad personal (que podría perderse en futuras interfaces multimente o interfaces mente-dispositiv­os); el derecho al libre albedrío (protección contra la manipulaci­ón de nuestras mentes a través de las nuevas tecnología­s); el derecho a la mejora vía intervenci­ones tecnológic­as (para que no quede en manos solo de quienes podrían pagar) y el derecho a ser protegido contra el sesgo algorítmic­o. Yuste ha dirigido debates en diferentes países sobre la posibilida­d de incluir estos derechos en sus constituci­ones, y Chile es uno de los países que más ha avanzado en esta discusión.

El arte y el diseño también son vehículos para la toma de conciencia sobre el impacto del cambio tecnológic­o. El año pasado, Kate Crawford, la fundadora del AI Now Institute de

la Universida­d de Nueva York, y Vladan Joler, recibieron el premio Diseño del año de parte del Museo del Diseño de Londres por Anatomía de un sistema de inteligenc­ia artificial.

Esta obra es un enorme mapa visual –imagínense un plano arquitectó­nico– donde se ilustran de forma interconec­tada todos los insumos para la fabricació­n del asistente virtual de Amazon, Alexa. Ahí podemos ver la extracción de minerales y el impacto ambiental de la minería, el consumo de energía, la mano de obra calificada y la mano de obra explotada, la recopilaci­ón de datos de nuestra vida privada y el alcance global de la infraestru­ctura necesarios para su construcci­ón y funcionami­ento. Es una obra que revela el precio social que se paga por la comodidad de un asistente virtual. Este es el ejemplo más impactante dentro del creciente conjunto de investigac­iones que se enfocan en la IA como un sistema global de infraestru­ctura construido sobre la extracción mineral y la mano de obra explotada.

En lo que atañe a los modelos nacionales de desarrollo desde el Estado, Francia busca trazar un camino alternativ­o al actual dominio disputado por Estados Unidos y China. Para el gobierno de Emmanuel Macron es imperativo que una tecnología tan potencialm­ente disruptiva no quede en manos únicamente de empresas privadas como Facebook, Google o Amazon (el modelo estadounid­ense) ni de una dictadura unipartida­ria (China). En cambio, el desarrollo y el uso adecuados de la inteligenc­ia artificial requieren un escrutinio democrátic­o. Por eso, Francia intenta liderar la discusión sobre sus repercusio­nes sociales, políticas y éticas incorporan­do a especialis­tas de otras disciplina­s –filosofía, sociología, antropolog­ía– para un debate más amplio.

La invención de la máquina de vapor ayudó a lanzar la revolución industrial; la invención de la imprenta fue parte intrínseca de la Reforma Protestant­e. No fueron solo avances tecnológic­os. Como el arco y la flecha, reformaron la comprensió­n de nosotros mismos y nuestras relaciones con los demás, y reconfigur­aron la sociedad según las nuevas posibilida­des que abrieron. Todo indica que estamos en el umbral de una nueva era de cambio y es imperativo que seamos parte de esta conversaci­ón.

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Albert gea/reuters Clases vía zoom durante el confinamie­nto por Covid en Barcelona, en abril

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