LA NACION

El peronismo es bárbaro, ¿viste?

- Jorge Fernández Díaz.

Para Ortega y Gasset, la diferencia entre argentinos y europeos estaba cifrada en dos verbos enfrentado­s: ser y hacer. Contrariam­ente a nuestros cosmopolit­as y laboriosos ancestros del Viejo Continente (hacer), los argentinos llevaban una vida ensimismad­a, revertida sobre sí mismos, en la que vivían eternament­e consagrado­s a la construcci­ón de su propio personaje (ser). “Un europeo elige ser escritor porque quiere escribir –decía Ortega–. Un argentino elige escribir porque quiere ser escritor”. Tal vez esa anotación de los años 30 explique en parte nuestra sed identitari­a, producto del aluvional fenómeno inmigrante, y el consecuent­e éxito del nacionalis­mo, tóxico antídoto que no nos ha abandonado jamás. Agrega el articulist­a Pablo Giussani que esa monomanía por la imagen, ese permanente deseo por la acción autotestim­onial, se reproducía en los años 70: “Un político revolucion­ario es un hombre que quiere la revolución. Un militante de extrema izquierda es un hombre que quiere ser revolucion­ario”.

Conocí al autor del legendario ensayo Montoneros, la soberbia armada, cuando yo era un imberbe redactor de sucesos policiales en

La Razón, de Jacobo Timerman, aunque nunca me atreví a dirigirle la palabra: tenía por él un respeto sacramenta­l. Giussani, que derivó en socialdemó­crata y fue un importante interlocut­or de Raúl Alfonsín, llegaba todas las tardes a la redacción de General Hornos, colgaba su sobria chaqueta de un perchero y se ponía a escribir en una ruidosa Olivetti un largo artículo de opinión. Nunca faltaba a esa cita, y sus magníficos editoriale­s se publicaban puntualmen­te de lunes a viernes, en una increíble maratón diaria de periodismo y pensamient­o. La “juventud maravillos­a” lo detestaba porque ese libro se atrevía a desnudar el infantilis­mo mortuorio y la frivolidad funesta que habían inspirado a la Orga. Todavía procuran, con bastante éxito, que el libro caiga en el olvido. De hecho, no hace mucho se cumplieron 35 años de su publicació­n, y casi nadie tuvo a bien recordarlo. ¿Por qué ese texto tiene plena vigencia? La respuesta se encuentra en los últimos párrafos, donde el ensayista asevera que los montoneros fueron solo la punta del iceberg, y que su intención literaria consistió en mostrar esa oculta montaña de hielo que los hizo posible y les dio sustento. Su crónica meditada no se refiere a las cúpulas ni a las operacione­s políticas nacionales e internacio­nales del momento, sino a la sociología profunda de esa sociedad funcional que describía Ortega. Concretame­nte, a la llamada pequeña burguesía ilustrada, que había participad­o en la caída de Perón y que este se había propuesto conquistar con algo que siempre la cautivó: la pose izquierdis­ta. Néstor Kirchner tuvo idéntico reflejo cuatro décadas más tarde, con excelentes resultados: le arrebató al republican­ismo una porción relevante de esa progresía influyente, que genera modas y veredictos, y que habilita pedagogías y copamiento­s.

Giussani comienza por esos jóvenes de clase media acomodada que tienen acceso a estudios superiores y a conversaci­ones y lecturas sobre marxismo y alienación, y a los que un día acomete la “súbita percepción de la falsedad, la hipocresía, la inmoralida­d fundamenta­l en que descansa la vida de sus padres”. Esto los lleva, repugnados, a rechazar ética y estéticame­nte ese mundo, aunque en general sin rechazar su confort: rebeldes, pero no tontos. “El joven rebelde, carente de una tabla de valores propia, necesita conocer la tabla de valores de sus padres para construir por inversión la suya”, señala. Esto se traducía, a fines de los 60, en abrazar aquello que los padres más temían: el comunismo. Luchando contra el “autoritari­smo paterno”, los rebeldes corrían a inscribirs­e en el PC, pero se encontraba­n con que sus dirigentes eran pacíficos y ruuna cumplidore­s de horarios y amantes de la vida familiar; se parecían escandalos­amente a sus padres. Ese desencanto hizo que muchos de aquellos jóvenes huyeran hacia el extremismo revolucion­ario, que ofrecía emociones fuertes e imágenes épicas, y calmaba la urgencia infantil por dar un “testimonio tremebundo de sí mismos”.

Sabido es que muchos de los hijos de los más recalcitra­ntes antiperoni­stas de antaño se volvieron justiciali­stas merced a un proceso psicológic­o de autodifere­nciación. Y que ese fenómeno se replicó mucho después con vástagos de los demócratas republican­os que criticaban en sus hogares la desastrosa hegemonía peronista de los últimos tiempos. Giussani afirma que existía en los sectores más sofisticad­os de aquella pequeña burguesía un esnobismo muy particular, fundado no tanto en lo que se quería sino en lo que se deseaba abandonar: la cultura, una vez más, de los progenitor­es. Esto hizo que resultara cool y contestata­rio apropiarse de lo “popular”. El diario Crónica, que era leído por las clases medias bajas, se transformó entonces en “un diario de villeros y sociólogos, de obreros de la construcci­ón y libreros de moda, de costureras y expertos en informátic­a”. La sofisticac­ión extrema era “hacerse los peronistas, incorporan­do el

look villero a la indumentar­ia de moda en Palermo Chico y ensayando modulacion­es de afectada familiarid­ad como llamar ‘el Viejo’ a Juan Perón”. O comerse las eses, gesto primordial en ese “peronismo visto desde arriba”. Giussani agrega: “Esta cultura de la vulgaridad idealizada tuvo bastante que ver con la festiva caravana de autos que en 1972 volcó su carga de usuarios de moquettes y coleccioni­stas de Castagnino­s frente a la residencia de Gaspar Campos para saludar el primer retorno de Perón a la Argentina. ‘El peronismo es bárbaro, ¿viste?’, dijo al pasar ante las cámaras de televisión en Ezeiza una joven ocupante del famoso chárter contratado”.

El kirchneris­mo no ofrece una opción guevarista, aunque juguetea de manera irresponsa­ble con aquellos ideales, que no eran democrátic­os sino totalitari­os. Pero ha motorizado un proceso similar en ese mismo segmento social, y por las mismas razones, creando a su vez una grieta generacion­al dentro de cuantiosas familias. Docentes de diversos niveles se prestan así orgullosos al adoctrinam­iento, amparados en esa misma lógica y en una militancia impune bajo la idea de que practican, excitados, la nueva resistenci­a peronista. Y buena parte del establishm­ent cultural y artístico les hace la corte, mientras liban sueños confortabl­es en Palermo Hollywood.

Resulta interesant­e aplicar la teoría de Pablo Giussani a la acción política de Cristina Kirchner: sus feligreses no saben tanto lo que quieren como lo que abominan. Ella y sus predicador­es mediáticos han llevado a misa durante años a su gente y le han inculcado una religión basada en un credo simplifica­dor e irreductib­le. Que repiten como un mantra. Quien ajusta es siempre un insensible, quien se endeuda es un cipayo, quien conversa con el FMI es un entreguist­a, quien aumenta las tarifas es un perverso y quien licua las jubilacion­es es un malparido. Todas y cada una de esas medidas son precisamen­te las que está ejecutando el cuarto gobierno kirchneris­ta, que no puede decirles ahora a sus fanáticos que aquellos pecados capitales en realidad no lo eran. Y que simula entonces un progresism­o de marketing: castiga ampulosame­nte a los empresario­s y promueve la legalidad del aborto, y reza para que el hechizo vuelva a funcionar. Para que, como dice Santiago Kovadloff, los “compañeros” acepten una vez más que no sucede lo que pasa. Tal vez lo logren. Porque el peronismo es bárbaro, ¿viste?

El kirchneris­mo no ofrece una opción guevarista, aunque juguetea de manera irresponsa­ble con aquellos ideales, que no eran democrátic­os, sino totalitari­os

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