Placer e ingenio entre almohadas
Sylvia Molloy nos cuenta en Vivir entre lenguas cómo fue su trayecto lingüístico que transcurrió, al principio entre el español y el inglés, a los que se sumó más tarde el francés. Esa educación pluricultural es la que se disfruta cuando se recorren sus libros.
En mi caso, tuve una niñez en lengua española hasta que, entre los ocho y los nueve años, mis padres y yo emprendimos un largo viaje (cuatro meses) a Italia. Papá era italiano, pero en casa no se hablaba en italiano. Cuando llegué a Italia, fueron mis primos, las historietas y los juegos, los que me abrieron las puertas de otro idioma. Al final de ese interludio peninsular, hablaba el italiano casi tan bien como mis primos. A poco de volver a Buenos Aires, mi padre me llevó de visita a la casa de un amigo suyo, también italiano. En cierto momento, yo le contaba en español una anécdota a la esposa del dueño de casa; debía usar la palabra “carnicero”, pero no la “encontraba”. Pregunté: “¿Cómo se dice macellaio?”
No conozco en profundidad ningún idioma extranjero, pero lo que sé de italiano, de francés y de inglés y lo poquísimo que sé de alemán me alcanza para darme cuenta de que hay expresiones intraducibles y de que los otros idiomas ayudan, de modo raro y solidario, a colmar los vacíos de la memoria
Hace unos seis o siete años, conversaba con la poeta Cristina Piña acerca del placer sereno de los amores de hombres y mujeres maduros. Ella usó una expresión en inglés, que entendí de inmediato, aunque nunca la había escuchado ni oído. La expresión era pillow talk (charla de almohada). Esas dos palabras describen las charlas y las caricias que se prodigan los amantes en la cama entre una ronda y otra de relación sexual, o simplemente como una costumbre cariñosa. Era raro que yo no la conociera porque hay una canción y una película de título Pillow Talk (Doris Day y Rock Hudson, como protagonistas), además de otra canción del rapero Lil Dicky, “Pillow talking” (“Estoy hablando sobre la almohada con una bruja”). Que yo no empleara la expresión inglesa no implicaba que no practicara la actividad que designa. Era como Monsieur Jourdain, el personaje de El burgués gentilhombre, de Molière, que no sabía que hablaba en prosa.
El pillow talk, para ser logrado, exige la combinación del suave erotismo in crescendo de dos seres tendidos en una cama y esprit (ingenio y espíritu). Ese tipo de charla íntima se despliega a la deriva, entre palabras inhaladas y exhaladas sobre la piel anhelada, y caricias que recorren en forma simultánea el cuerpo del ser amado. En ese itinerario, surgen recuerdos compartidos o que se remontan a la niñez, la evocación de otros amores y los retratos de amigos conocidos por uno y no por el otro.
Durante esta semana, pregunté a mis amigos argentinos si usan la expresión pillow talk o “charla de almohada”. Nadie usa la última, al parecer. Investigué en el extranjero. Un matrimonio italiano, perfectamente cuatrilingüe (italiano, español, inglés y francés), me aseguró que no hay un equivalente en italiano de la expresión inglesa; por otra parte, un excompañero de secundario me dijo que en América latina jamás oyó “charla de almohadas”. ¿Raro, no?
Una de las parejas que más amé en mi ya larga vida era francesa. Con esa “persona” (como decía el adorablemanuelmujicalainez:“¿decime,fulano o Fulana es persona”?), tuve deliciosos pillow talks.
En una ocasión, los dos nos instalamos en Munich por unos días para visitar los castillos de Luis II de Baviera. Las mañanas y las tardes las dedicábamos al Rey Virgen; las noches, al placer y al pillow talk en continuado. En esas charlas, le conté a esa “persona” entre piernas y brazos enredados, anécdotas irresistibles de comicidad de Pepe Bianco, el autor de Sombras vestir, le hablé de Victoria Ocampo, de Ricardo Güiraldes, de Enrique Pezzoni y de mis tías italianas. Recitábamos poemas de Verlaine y Baudelaire. Cantábamos canciones francesas y tangos. Charlábamos casi hasta el amanecer. Quedábamos exhaustos de hablar y de gozar. La noche previa a la visita al palacio de Herremchensee, la última que pasaríamos en Munich, fue una fiesta inolvidable de gimnasia, acrobacias, ingenio y melancolía. Perdimos el sentido del tiempo. Estaba por amanecer, A punto de dormirme, mareado de relatos y caricias, o ya entre sueños, trabadas las piernas por las sábanas revueltas, me quejé: “¡Qué incómodas son estas ropas de Luis XV y María Antonieta!”. No era una broma. Yo ya estaba en Herremchiemsee o en Versalles. Las sábanas eran mis suntuosos hábitos. Llegué a oír, a mi lado, una risita y me dormí. Aquella noche, B. y yo escalamos juntos el Everest del pillow talk y caminamos por la Galería de Espejos guiados por el confianzudo Luis II.
El pillow talk exige la combinación del suave erotismo de dos seres tendidos en una cama