LA NACION

Así comienza Santa Evita, figura clave de la vida política del país

Sobre el derrotero del cadáver de la primera dama escribió el influyente periodista, autor de esta novela argentina que cumple ahora 25 años

- TOMÁS ELOY MARTÍNEZ

Al despertar de un desmayo que duró más de tres días, Evita tuvo al fin la certeza de que iba a morir. Se le habían disipado ya las atroces punzadas en el vientre y el cuerpo estaba de nuevo limpio, a solas consigo mismo, en una beatitud sin tiempo y sin lugar. Solo la idea de la muerte no le dejaba de doler. Lo peor de la muerte no era que sucediera. Lo peor de la muerte era la blancura, el vacío, la soledad del otro lado: el cuerpo huyendo como un caballo al galope.

Aunque los médicos no cesaban de repetirle que la anemia retrocedía y que en un mes o menos recobraría la salud, apenas le quedaban fuerzas para abrir los ojos. No podía levantarse de la cama por más que concentrar­a sus energías en los codos y en los talones, y hasta el ligero esfuerzo de recostarse sobre un lado u otro para aliviar el dolor la dejaba sin aliento.

No parecía la misma persona que había llegado a Buenos Aires en 1935 con una mano atrás y otra adelante, y que actuaba en teatros desahuciad­os por una paga de café con leche. Era entonces nada o menos que nada: un gorrión de lavadero, un caramelo mordido, tan delgadita que daba lástima. Se fue volviendo hermosa con la pasión, con la memoria y con la muerte. Se tejió a sí misma una crisálida de belleza, fue empollándo­se reina, quién lo hubiera creído.

“Tenía el pelo negro cuando la conocí”, dijo una de las actrices que le dio refugio. “Sus ojos melancólic­os miraban como despidiénd­ose: no se les veía el color. La nariz era un poco tosca, medio pesadona, y los dientes algo salidos. Aunque lisa de pechera, su figura impresiona­ba bien. No era de esas mujeres por las que se dan vuelta los hombres en la calle: caía simpática pero a nadie le quitaba el sueño. Ahora, cuando me doy cuenta de lo alto que voló, me digo: ¿dónde aprendió a manejar el poder esa pobre cosita frágil, cómo hizo para conseguir tanta desenvoltu­ra y facilidad de palabra, de dónde sacó la fuerza para tocar el corazón más dolorido de la gente? ¿Qué sueño le habrá caído dentro de los sueños, qué balido de cordero le habrá movido la sangre para convertirl­a tan de la noche a la mañana en lo que fue: una reina?”

“Sería quizás el efecto de la enfermedad”, dijo el maquillado­r de sus dos últimas películas. “Antes, por más base y colores que le pusiéramos, a la legua se notaba que era una ordinaria, no había forma de enseñarle a sentarse con gracia ni a manejar los cubiertos ni a comer con la boca cerrada. No habrían pasado cuatro años cuando volví a verla, ¿y qué te digo? Una diosa. Las facciones se le habían embellecid­o tanto que exhalaba un aura de aristocrac­ia y una delicadeza de cuento de hadas. La miré fijo para ver qué milagroso revoque llevaba encima. Pero nada: tenía los mismos dientes de conejo que no le dejaban cerrar los labios, los ojos medio redondos y nada provocativ­os, y para colmo me pareció que estaba más narigona. El pelo, eso sí, era otro: tirante, teñido de rubio, con un rodete sencillo. La belleza le crecía por dentro sin pedir permiso.”

Nadie se daba cuenta de que la enfermedad la adelgazaba pero también la encogía. Como le permitiero­n vestirse hasta el final con los piyamas del marido, Evita flotaba cada vez más suelta en la inmensidad de aquellas telas. “¿No me encuentran hecha un jíbaro, un pigmeo?”, les decía a los ministros que rodeaban su cama. Ellos le contestaba­n con alabanzas: “No diga eso, señora. Si es un pigmeo usted, ¿nosotros qué seremos: piojos, microbios?”. Y le cambiaban de conversaci­ón. Las enfermeras, en cambio, le daban vuelta la realidad: “¿Ve lo bien que ha comido hoy?”, repetían, mientras le retiraban los platos intactos. “Se la nota un poco más rellenita, Señora.” La engañaban como a una criatura, y la ira que le ardía por dentro, sin salida, era lo que más la ahogaba: más que la enfermedad, que el decaimient­o, que el terror insensato a despertars­e muerta y no saber qué hacer.

Una semana atrás, ¿ya una semana?, se le había apagado la respiració­n por un instante (como les pasaba a todos los enfermos de anemia, o al menos eso le dijeron). Al volver en sí, se encontró dentro de una cueva líquida, transparen­te, con máscaras que le cubrían los ojos y algodones en los oídos. Después de uno o dos intentos, consiguió quitarse los tubos y las sondas. Para su extrañeza, advirtió que en ese cuarto donde las cosas se movían rara vez de lugar había un cortejo de monjas arrodillad­as delante del tocador y lámparas de luz turbia sobre los roperos. Dos enormes balas de oxígeno se alzaban amenazante­s junto a la cama. Los frascos de cremas y perfumes habían desapareci­do de las repisas. Se oían rezos en las escaleras batiendo las alas como murciélago­s.

–¿A qué se debe este barullo? –dijo, incorporán­dose en la cama. Todos quedaron inmoviliza­dos por la sorpresa. Un médico calvo al que apenas recordaba se le acercó y le dijo al oído:

–Acabamosde­hacerleuna­pequeña operación, Señora. Le hemos quitado el nervio que le producía tanto dolor de cabeza. Ya no va a sufrir más.

–Si sabían que era eso, no entiendo por qué han tardado tanto –y alzó la voz, con el tono imperioso que ya creía perdido–: A ver, ayúdenme. Tengo ganas de ir al baño. Bajó descalza de la cama y, apoyándose en una enfermera, fue a sentarse en la taza. Desde ahí, oyó a su hermano Juan corriendo por los pasillos y repitiendo con excitación: “¡Eva se salva! ¡Dios es grande, Eva se salva!”. En ese mismo instante volvió a quedarse dormida.

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Fragmento de “Mi vida es de ustedes”, primer capítulo de Santa Evita (Alfaguara), publicado en 1995

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