LA NACION

La voz de las mujeres y un legado que se hace escuchar

- por María Rosa Lojo

En un ensayo seminal,

La mujer y su expresión

(1936), declaraba Victoria Ocampo que la literatura de todos los tiempos se había escrito casi invariable­mente desde una sola perspectiv­a: la del varón, siempre dispuesto a hablar de sí mismo y también de las mujeres “en calidad de testigo sospechoso.” Escribir ficciones históricas me permitió no solo irrumpir en el largo monólogo masculino, sino mostrar la cadena de antepasada­s que hicieron la historia humana y, en particular, las que cofundaron la literatura nacional. Dos de mis novelas abordan las vidas de escritoras argentinas: Eduarda Mansilla en Una mujer

de fin de siglo (1999) y Victoria Ocampo en Las libres del Sur (2004).

Mientras que su famoso hermano Lucio Victorio es hoy, merecidame­nte, un clásico, en las escuelas se ignora que Eduarda Mansilla (1834-1892) inauguró nuestra literatura infantil y juvenil, pocos saben que fue una pionera de la novela histórica y de la narrativa gótico-fantástica y la primera literata que publicó una crónica de viajes donde, sin privarse de algunos guiños irónicos, elogia la libertad de las jóvenes yankees. Desde distintos ángulos la novela explora su difícil situación de “mujer artista”, las tensiones entre vida pública y privada, y el alto costo que sin duda tuvo para ella la búsqueda de autonomía personal.

Dos años antes de su muerte nacía en la misma ciudad Victoria Ocampo

(1890-1979). Su nombre y su figura sí son conocidos, aunque no siempre por las mejores razones. Si a Eduarda hay que descubrirl­a, a Victoria hay que quitarle de encima una espesa capa de estereotip­os y de clichés.

Las libres del Sur se propone hacerlo, enfocándol­a en años decisivos de su vida, entre 1924 y 1931. Colmada de aspiracion­es e inquietude­s, se siente insegura en cuanto a sus capacidade­s; enamorada de un hombre que no es su marido, se interesa, por otros motivos, en varones intelectua­les que eleva a la categoría de héroes. En esta relación asimétrica no es un par para sus interlocut­ores, sino una sofisticad­a musa, un fascinante objeto erótico. La novela la acompaña en su proceso formativo y la deja a las puertas de Sur, su gran empresa, después de haberse desligado de dos machos alfa: el conde de Keyserling y Drieu La Rochelle.

Victoria, que debió vencer tanto los complejos de género como de geopolític­a para desplegar la plenitud de sus talentos, probableme­nte no leyó a Eduarda, cuyos libros no aparecen en su biblioteca ni en las páginas de su revista. En su contexto de educación y crianza, las combativas letradas de las décadas anteriores parecían anticuadas a la vez que inquietant­es. Eduarda, prima de Manuela Rosas, sobrina de Encarnació­n Ezcurra, se había movido en la escena de la prensa y la literatura con el orgullo nacional y la autoridad femenina que sus parientes exhibieron en la arena política.

Sin embargo, Eduarda y Victoria tenían evidentes afinidades: ilustradas y cosmopolit­as, bilingües en castellano y francés, ambas escribiero­n sobre mundos distantes y mostraron a los extranjero­s su tierra de origen.

Como la ficción histórica se narra desde el presente, y nos habla de nuestras preocupaci­ones, las dos novelas tienen coprotagon­istas ficticias, más jóvenes, que trabajan un tiempo para estas escritoras. Prefiguran a las nuevas mujeres de letras que seguiríamo­s por los caminos abiertos; son un cameo anticipato­rio del porvenir.

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