El retrato de Jackie Kennedy, frente y perfil de un personaje que fue más que un ícono
Jackie toma vodka; se prueba ropa y joyas; escucha el disco del musical Camelot; fuma; llora. Su marido, el presidente de los Estados Unidos, acaba de ser asesinado de un tiro en la cabeza, al lado de ella, mientras recorrían Dallas en un descapotable. Durante el día, la saliente primera dama intenta guardar la compostura, mantener su idea de dignidad en el dolor, cuidar de sus hijos y asegurarse de que el legado de su marido no quede opacado por la tragedia. Pero esa noche tiene un tiempo para ella misma, para dar rienda suelta a esa explosiva combinación de estrés postraumático, desolación por la pérdida del hombre que amaba y tristeza por tener que abandonar la Casa Blanca.
Sobre esa dualidad se asienta el retrato de Jaqueline Bouvier Kennedy que presenta Pablo Larraín en su película Jackie, escrita por Noah Oppenheim. Detrás del mito, no solo hay una mujer: hay una mujer que terminó de construir al mito. Natalie Portman hace una interpretación con algún elemento de imitación (sobre todo en la peculiar forma de hablar), pero que se aleja del naturalismo para extraer una esencia cruda del personaje. Es difícil saber cómo fue la verdadera Jackie; se mantuvo lo más reservada posible dentro del escrutinio al que estuvo sujeta desde que se casó con John Fitzgerald Kennedy. Pero en la potencia y vulnerabilidad que expresa Portman, apoyada por un guion y puesta en escena precisos, parece acercarse a cierta verdad antes desconocida. Como muestra la película, la mujer que se convirtió en uno de los íconos de estilo más admirados del siglo XX, tuvo enorme coraje a la hora de exponerse en un funeral público con tal de que JFK tuviera una despedida legendaria, digna de un rey Arturo moderno.