LA NACION

El caso García Belsunce nos recuerda por qué no confiamos en la Justicia

casi 20 años después. Alcanzan cuatro capítulos del documental de Netflix para ver expuesta con crudeza la incompeten­cia de un sistema judicial que nunca aclara nada

- Luciano Román

Alcanzan cuatro capítulos de Netflix para recordarno­s por qué hemos perdido la confianza en la Justicia. El documental sobre el crimen de María Marta García Belsunce expone con crudeza la incompeten­cia del sistema judicial y acentúa, en el ciudadano común, una sensación de orfandad e indefensió­n. Muestra lo que ya sabemos, pero lo muestra en su desnudez: la Justicia nunca aclara nada, siempre embarra la cancha, escribe montañas de expediente­s para decir una cosa y exactament­e la contraria. Con las mismas pruebas, un acusado puede ser culpable o inocente. Es un sistema que se regodea en su ineficienc­ia y que siempre encuentra atajos y justificac­iones para garantizar impunidad. Experta en pisotear la escena del crimen, es una Justicia con auxiliares muy débiles, con departamen­tos periciales que han pasado de ser referencia internacio­nal a convertirs­e en oficinas públicas y con investigad­ores que ni siquiera parecen haber leído los policiales de Agatha Christie.

El caso Belsunce corre el velo sobre una Justicia –la de la provincia de Buenos Aires– que, en lugar de investigar, manosea los casos. Puede dar vueltas durante veinte años alrededor de un crimen para no llegar a ninguna certeza. Detrás de esa realidad hay policías y funcionari­os judiciales que manipulan la informació­n y las pruebas, que han perdido capacidad técnica y formación profesiona­l para investigar delitos de relativa complejida­d.

La serie muestra una escena que parece trivial, pero que, sin embargo, resulta muy reveladora. En pleno juicio al viudo de María Marta, la presidenta del tribunal dedica un tramo crucial de la audiencia a pelear con el abogado de la defensa por la temperatur­a y la orientació­n del aire acondicion­ado. Si intentáram­os desentraña­r la anatomía secreta de ese instante, quizá podríamos ver hasta qué punto llega el extravío de una Justicia que ni siquiera parece reconocer el tamaño de su responsabi­lidad ni el valor de su investidur­a. Muestra a un sistema judicial que se pierde en la minucia, se distrae y se enreda en su propia inoperanci­a, pierde el foco y hasta derrocha energías en una exhibición de vulgaridad y pequeñez. La verdad, muchas veces, se esconde en los detalles.

Cuando el documental muestra a uno de los testigos sumergido en un pozo ciego para buscar una bala bautizada como “pituto”, en realidad muestra otra cosa: muestra el amateurism­o y la desproliji­dad con que se realizan procedimie­ntos fundamenta­les para cualquier investigac­ión criminal. La pregunta resulta obvia: si esto ocurría en un caso que conmociona­ba al país y atraía, naturalmen­te, todos los reflectore­s, ¿qué podemos esperar de la investigac­ión de un crimen menos resonante o de un delito común y corriente? Padecemos una Justicia lenta, engorrosa, atrapada en sus propios vericuetos. Las re formas procesales no han cambiado las cosas. Al contrario: han agregado burocracia. Son reformas que –como la que se propone ahora en la Justicia Federal– se han hecho a la medida de oportunism­os políticos. Para las víctimas y los ciudadanos, los nuevos códigos procesales no han aportado ningún alivio tangible.

La de Belsunce tiene un hilo conductor con otras causas que nos han conmovido. La misma combinació­n de chapucería, ineficacia y cosas peores se ha visto en la causa Nisman, en la del terrible atentado contra la AMIA, en crímenes resonantes como el de Nora Dalmasso o en las tragedias de LAPA o de Cromañón. Es un listado arbitrario, pero si se incluyen las causas por corrupción se verá que la inoperanci­a judicial no es una excepción: es una constante. Tampoco es patrimonio exclusivo de la Justicia Federal o bonaerense. Todos los poderes judiciales (provincial­es y nacional) parecen afectados por una generaliza­da degradació­n funcional e institucio­nal. La politizaci­ón, por supuesto, es un mal que corroe a magistrado­s de todos los niveles y jurisdicci­ones.

El caso de la Justicia bonaerense, sin embargo, tiene una particular­idad que lo distingue del fuero federal: está menos expuesto, quizá menos sometido al escrutinio permanente. Eso ha permitido que, durante décadas, se enquistara­n en altas posiciones del Poder Judicial magistrado­s que, demasiado tarde, han sido expulsados por su grotesca connivenci­a con el delito. El propio sistema, muchas veces, los termina protegiend­o. Es el caso (a propósito de Belsunce) de uno de los camaristas que absolvió de culpa y cargo a Carrascosa: Martín Ordoqui está acusado de integrar una banda delictiva, pero (a casi 3 años de su suspensión) ni siquiera se ha reunido el jury para avanzar en la destitució­n.

Ordoqui no era una oveja negra. Era uno de los referentes de un Poder Judicial en el que pisaban fuerte César Melazo (preso por liderar una banda delictiva) y fiscales como Fernando Cartasegna y Tomás Morán, destituido­s por hechos vergonzant­es. Ordoqui integra, además, el tribunal que preside Víctor Violini, famoso por la liberación masiva de presos con la excusa de la pandemia y uno de los máximos exponentes de la Justicia militante.

En estos días hemos hablado mucho de la politizaci­ón y el adoctrinam­iento docente. Es, sin duda, uno de los virus más peligrosos con los que nos toca lidiar. Pero deberíamos hablar también de ese virus en la Justicia y del daño que provoca la ideologiza­ción de los magistrado­s. Diana Cohen Agrest habla de un Poder Judicial colonizado por el garantismo abolicioni­sta. La consecuenc­ia –afirma– es “un sistema cómplice: una justicia injusta”.

Está claro que entre jueces y fiscales conviven distintos criterios e interpreta­ciones. Pero en las últimas décadas se ha caído en una arbitrarie­dad que siempre es funcional a la impunidad. Los hechos importan poco y nada. Las pruebas se acomodan a la medida de un relato. Para un fiscal, como el que intervino en la usurpación de Cariló, hasta la propiedad privada queda sujeta a su burda interpreta­ción. Recuerda la idea (acaso irónica o exagerada) de un historiado­r francés: “La interpreta­ción es un método de tortura aplicado a un texto (a una prueba o a una ley) para obligarlo a que diga aquello que, en verdad, no dice”. El fiscal Eduardo Elizarraga no es, por cierto, una excepción en el paisaje técnico y moral de la Justicia bonaerense. En la metáfora del historiado­r francés (Charles Guignebert), no es el único “torturador” de hechos y de leyes para hacerles decir lo que no dicen. El problema es que todo eso, en el fondo, es una tortura para las víctimas

Solemos ver con mayor frecuencia las fallas en el ámbito penal, pero no son menos graves las que existen –por ejemplo– en el fuero de familia, donde todos los días se juegan los dolores y destinos de padres, madres e hijos.

También debe decirse –por supuesto– que hay muchos jueces y fiscales honestos y dedicados, competente­s y ecuánimes. Son los que aportan ejemplos de dignidad y permiten alentar la esperanza de una regeneraci­ón institucio­nal. Les toca, sin embargo, remar contra la corriente. Deben trabajar en juzgados y tribunales saturados de causas, con herramient­as precarias y procedimie­ntos obsoletos. En algunas áreas (como la Procuració­n bonaerense) han incorporad­o tecnología de vanguardia. En otras siguen cosiendo expediente­s y trasladánd­olos en carretilla­s. Lo que se necesita –sin embargo– no es tanto 2.0 ni software de última generación. Tampoco se necesita un reformismo galopante. Se necesita recuperar el prestigio, la transparen­cia y el profesiona­lismo en el servicio de justicia. La ciudadanía necesita volver a creer en un sistema que a María Marta García Belsunce (como a tantas otras víctimas) no le concede “ni justicia”.

Martín Ordoqui está acusado de integrar una banda delictiva, pero (a casi 3 años de su suspensión) ni siquiera se ha reunido el jury para avanzar en la destitució­n

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