LA NACION

Firmeza y seducción, la nueva estrategia en la relación con China

- Esteban Actis y Nicolás Creus Esteban Actis es doctor en Relaciones Internacio­nales y Nicolás Creus es director de Estrategia Global en Terragene SA

opinión

Para Washington, el diseño del vínculo bilateral con la república Popular China nunca fue sencillo. Su tamaño y centralida­d en el Asía-pacífico, su sistema político, su cultura y, en los últimos años, su vertiginos­o crecimient­o económico han presentado al gigante asiático como un actor muy difícil de encasillar para la diplomacia americana. Esta situación fue advertida por Madeleine Albright, secretaria de Estado de Bill Clinton, quien por aquel entonces señaló: “Para cualquier administra­ción, China está en su propia categoría: demasiado grande para ignorarla, demasiado represiva para aceptarla, difícil de influencia­r, y muy, muy orgullosa”.

Naturalmen­te, qué hacer con China y cómo lidiar con su inevitable ascenso se constituyó en un tema central para la política exterior de Estados Unidos. Desde el final de la Guerra Fría y hasta el inicio de la segunda década de este siglo existió un consenso bipartidis­ta sobre lo que se debía lograr en la relación con Pekín. Mientras los intereses económicos convergían y los países se complement­aban comercial y financiera­mente –lo que Niall Ferguson denominó “Chimérica”– no parecían existir mayores problemas. La premisa central era que una China próspera, abierta al comercio, cercana a los valores de Occidente e inserta en el multilater­alismo y en las institucio­nes del orden liberal, conduciría inexorable­mente hacia una democratiz­ación del país y hacia un ascenso “controlado” de la potencia asiática.

Esta cosmovisió­n puede ser bien retratada con la declaració­n de Clinton cuando impulsó la entrada de China en la OMC, donde destacó: “Hemos visto cómo internet ha cambiado a Estados Unidos y eso que ya tenemos una sociedad abierta. Imaginemos lo mucho que puede cambiar a China”. Veinte años después, China parece haber cambiado

internet y no viceversa. Asimismo, el gobierno de Xi Jinping parece incluso más autoritari­o, no menos.

Hasta la presidenci­a de Barack Obama las políticas estuvieron perfectame­nte alineadas con los principios del referido consenso bipartidis­ta sobre cómo abordar el ascenso de China: más globalizac­ión y multilater­alismo (la firma del acuerdo transpacíf­ico y la apuesta por el G-20 como espacio de diálogo son ejemplos elocuentes) y la confianza en las institucio­nes e instrument­os internacio­nales (acuerdo bilateral sobre ciberespio­naje firmado en 2015). No obstante, los resultados no fueron los esperados y la sensación de pérdida de terreno frente al avance chino comenzó a resquebraj­ar el consenso.

El crecimient­o sostenido de la economía china, sus ambiciones geopolític­as materializ­adas con el lanzamient­o de proyectos como la Iniciativa de la Ruta de la Seda (propuesta en 2013) y el Banco Asiático de Inversión e Infraestru­ctura (creado en 2014), y, principalm­ente, la capacidad del capital chino de disputar las áreas más sensibles de la próxima revolución industrial (5G, inteligenc­ia artificial, internet cuántica) trastocaro­n y modificaro­n las percepcion­es de los actores.

El consenso de otrora se acabó por romper con la llegada de Donald Trump, que planteó que la única manera de frenar a China era con menos globalizac­ión, no con más. La salida de acuerdos comerciale­s, el cuestionam­iento al proceso de offshoring, el rechazo al multilater­alismo y el desapego de las institucio­nes internacio­nales constituye­n claros ejemplos del nuevo enfoque.

Los resultados tampoco fueron los esperados en este caso. China siguió su marcha, al tiempo que el estilo duro de negociació­n transaccio­nal de Trump trajo consigo altos grados de volatilida­d e incertidum­bre que arrojaron más dudas sobre la sostenibil­idad del crecimient­o de Estados Unidos y de la economía global.

Nuevo consenso

Ahora bien, más allá de los desatinos de Trump, un “nuevo consenso” –que también parece tener carácter bipartidis­ta– acaba de emerger en la actualidad. Este reconoce el fracaso del anterior e identifica a China como una amenaza a la primacía global de Estados Unidos, en particular en lo que se refiere a su capacidad –y a la de sus empresas– de liderar la carrera tecnológic­a que marca el pulso de la cuarta revolución industrial actualment­e en curso.

En definitiva, cómo lidiar con el ascenso de China sigue siendo un enigma no resuelto para Estados Unidos. Como bien señala Arvind Subramania­n, actualizan­do el planteo de Albright, “China se ha vuelto demasiado desviada para una cooperació­n completa, demasiado grande para contener o ignorar y demasiado conectada para desacoplar­se”. He aquí el gran dilema de Biden, donde radican sus mayores desafíos y donde sus políticas irradiarán mayor impacto global.

Es de esperar que el nuevo presidente exhiba aspectos mixtos en su estrategia. De seguro buscará reforzar las alianzas tradiciona­les, restablece­r el multilater­alismo y recuperar algunos elementos propios del orden internacio­nal liberal que sostuvo la hegemonía norteameri­cana por tantos años, pero demostrand­o mayor firmeza y manteniend­o posiciones duras en temas de sensibilid­ad estratégic­a. De este modo, y más allá del cambio de estilo que promete Biden, es probable que persista cierto grado de volatilida­d en el vínculo bilateral, aunque menor que el observado con la administra­ción Trump.

Sobre algo no hay dudas: la rivalidad entre las potencias es un rasgo estructura­l del orden internacio­nal actual y llegó para quedarse. Buena parte de los cambios y continuida­des del mundo que se viene dependerán de la dinámica que asuma la relación entre Estados Unidos y China.

Newspapers in Spanish

Newspapers from Argentina