Firmeza y seducción, la nueva estrategia en la relación con China
opinión
Para Washington, el diseño del vínculo bilateral con la república Popular China nunca fue sencillo. Su tamaño y centralidad en el Asía-pacífico, su sistema político, su cultura y, en los últimos años, su vertiginoso crecimiento económico han presentado al gigante asiático como un actor muy difícil de encasillar para la diplomacia americana. Esta situación fue advertida por Madeleine Albright, secretaria de Estado de Bill Clinton, quien por aquel entonces señaló: “Para cualquier administración, China está en su propia categoría: demasiado grande para ignorarla, demasiado represiva para aceptarla, difícil de influenciar, y muy, muy orgullosa”.
Naturalmente, qué hacer con China y cómo lidiar con su inevitable ascenso se constituyó en un tema central para la política exterior de Estados Unidos. Desde el final de la Guerra Fría y hasta el inicio de la segunda década de este siglo existió un consenso bipartidista sobre lo que se debía lograr en la relación con Pekín. Mientras los intereses económicos convergían y los países se complementaban comercial y financieramente –lo que Niall Ferguson denominó “Chimérica”– no parecían existir mayores problemas. La premisa central era que una China próspera, abierta al comercio, cercana a los valores de Occidente e inserta en el multilateralismo y en las instituciones del orden liberal, conduciría inexorablemente hacia una democratización del país y hacia un ascenso “controlado” de la potencia asiática.
Esta cosmovisión puede ser bien retratada con la declaración de Clinton cuando impulsó la entrada de China en la OMC, donde destacó: “Hemos visto cómo internet ha cambiado a Estados Unidos y eso que ya tenemos una sociedad abierta. Imaginemos lo mucho que puede cambiar a China”. Veinte años después, China parece haber cambiado
internet y no viceversa. Asimismo, el gobierno de Xi Jinping parece incluso más autoritario, no menos.
Hasta la presidencia de Barack Obama las políticas estuvieron perfectamente alineadas con los principios del referido consenso bipartidista sobre cómo abordar el ascenso de China: más globalización y multilateralismo (la firma del acuerdo transpacífico y la apuesta por el G-20 como espacio de diálogo son ejemplos elocuentes) y la confianza en las instituciones e instrumentos internacionales (acuerdo bilateral sobre ciberespionaje firmado en 2015). No obstante, los resultados no fueron los esperados y la sensación de pérdida de terreno frente al avance chino comenzó a resquebrajar el consenso.
El crecimiento sostenido de la economía china, sus ambiciones geopolíticas materializadas con el lanzamiento de proyectos como la Iniciativa de la Ruta de la Seda (propuesta en 2013) y el Banco Asiático de Inversión e Infraestructura (creado en 2014), y, principalmente, la capacidad del capital chino de disputar las áreas más sensibles de la próxima revolución industrial (5G, inteligencia artificial, internet cuántica) trastocaron y modificaron las percepciones de los actores.
El consenso de otrora se acabó por romper con la llegada de Donald Trump, que planteó que la única manera de frenar a China era con menos globalización, no con más. La salida de acuerdos comerciales, el cuestionamiento al proceso de offshoring, el rechazo al multilateralismo y el desapego de las instituciones internacionales constituyen claros ejemplos del nuevo enfoque.
Los resultados tampoco fueron los esperados en este caso. China siguió su marcha, al tiempo que el estilo duro de negociación transaccional de Trump trajo consigo altos grados de volatilidad e incertidumbre que arrojaron más dudas sobre la sostenibilidad del crecimiento de Estados Unidos y de la economía global.
Nuevo consenso
Ahora bien, más allá de los desatinos de Trump, un “nuevo consenso” –que también parece tener carácter bipartidista– acaba de emerger en la actualidad. Este reconoce el fracaso del anterior e identifica a China como una amenaza a la primacía global de Estados Unidos, en particular en lo que se refiere a su capacidad –y a la de sus empresas– de liderar la carrera tecnológica que marca el pulso de la cuarta revolución industrial actualmente en curso.
En definitiva, cómo lidiar con el ascenso de China sigue siendo un enigma no resuelto para Estados Unidos. Como bien señala Arvind Subramanian, actualizando el planteo de Albright, “China se ha vuelto demasiado desviada para una cooperación completa, demasiado grande para contener o ignorar y demasiado conectada para desacoplarse”. He aquí el gran dilema de Biden, donde radican sus mayores desafíos y donde sus políticas irradiarán mayor impacto global.
Es de esperar que el nuevo presidente exhiba aspectos mixtos en su estrategia. De seguro buscará reforzar las alianzas tradicionales, restablecer el multilateralismo y recuperar algunos elementos propios del orden internacional liberal que sostuvo la hegemonía norteamericana por tantos años, pero demostrando mayor firmeza y manteniendo posiciones duras en temas de sensibilidad estratégica. De este modo, y más allá del cambio de estilo que promete Biden, es probable que persista cierto grado de volatilidad en el vínculo bilateral, aunque menor que el observado con la administración Trump.
Sobre algo no hay dudas: la rivalidad entre las potencias es un rasgo estructural del orden internacional actual y llegó para quedarse. Buena parte de los cambios y continuidades del mundo que se viene dependerán de la dinámica que asuma la relación entre Estados Unidos y China.