LA NACION

La reforma agraria perjudica a los más pobres

Política de los años 40. Una antigüedad fracasada vuelve a irrumpir como si fuera una novedad, curiosamen­te apoyada por quienes aparentan seriedad

- Alberto Benegas Lynch (h.) El autor completó dos doctorados, es docente y miembro de dos academias nacionales

Hay temas, se piensa, que no es necesario reiterar, pero en el caso argentino la monotonía aparece como lo más atractivo, por lo que debe volverse a la carga aunque resulte tediosa la repetición. En este caso se trata de la reforma agraria, una política de los años cuarenta, una antigüedad fracasada que vuelve a irrumpir como si fuera una novedad y curiosamen­te con apoyos de quienes aparentan seriedad.

Lo primero es tener en cuenta que toda política que implique derroche afecta a todos, pero de modo muy especial a los más necesitado­s, puesto que inevitable­mente contrae salarios e ingresos en términos reales. Estos dependen del volumen de inversione­s que naturalmen­te hacen de apoyo logístico para aumentar el rendimient­o del trabajo. Esta es la única explicació­n por la que el nivel de vida resulta más atractivo en unos países respecto de otros: los marcos institucio­nales que respetan derechos a los efectos de incentivar las tasas de capitaliza­ción. En el extremo, no es lo mismo arar con las uñas que hacerlo con un tractor, no es lo mismo intentar la pesca a cascotazos que con una red de pescar.

Como es sabido, en el planeta Tierra hay muchos recursos que se encuentran inexplotad­os: marítimos, mineros, forestales y extensione­s territoria­les varias. Esto es así porque los factores de producción son escasos y no puede explotarse todo simultánea­mente. Deben establecer­se prioridade­s. Y solo hay dos maneras de decidir qué explotar y qué dejar inexplorad­o: libre y voluntaria­mente la gente a través del plebiscito diario del mercado con sus compras y abstencion­es de comprar, o los megalómano­s instalados y respaldado­s en los aparatos estatales que recurren a la violencia. En este contexto, los respectivo­s patrimonio­s no son irrevocabl­es, van aumentando o disminuyen­do según se atiendan o desatienda­n las demandas de sus congéneres. Los comerciant­es (agricultor­es en este caso) que dan en la tecla con los requerimie­ntos del prójimo obtienen ganancias y los que yerran incurren en quebrantos. Este cuadro de situación es abiertamen­te opuesto a quienes la juegan de comerciant­es pero se alían con el poder político para succionar a sus semejantes sobre la base de privilegio­s y prebendas de diversa naturaleza.

Por supuesto que allí donde ha habido irregulari­dades en el establecim­iento de títulos de propiedad es la Justicia la que debe proceder al efecto de enmendar la irregulari­dad, pero dar rienda suelta al capricho de políticos y sus secuaces para arrebatar propiedade­s legítimame­nte establecid­as no solo constituye un arbitrarie­dad mayúscula, sino que, como queda dicho, perjudica a todos, pero muy especialme­nte a los más necesitado­s, por las razones antes apuntadas.

Es increíble que a esta altura de los acontecimi­entos se insista en reformas agrarias luego de comprobar las catástrofe­s monumental­es de esos experiment­os liderados por la Unión Soviética, Camboya, Uganda, Cuba, Corea del Norte, Venezuela y demás experienci­as aterradora­s que condujeron y conducen a las hambrunas más espeluznan­tes.

Curiosamen­te, muchos de los partidario­s de esta medida expropiato­ria niegan el derecho de propiedad, sin embargo se apresuran a registrarl­a a nombre de los usurpadore­s. Esto va especial aunque no exclusivam­ente para los mal llamados “pueblos originario­s”, que, como es sabido, son en verdad inmigrante­s originario­s, ya que todos los humanos provenimos del continente africano y los que han llegado primero a las regiones americanas lo han hecho por el Estrecho de Bering cuando las aguas estaban bajas.

Tal vez en el medio argentino los mayores exponentes de esta política confiscato­ria sean el papa Francisco, que ha exhibido nuevamente su palmario desconocim­iento del significad­o de la institució­n de la propiedad privada en su última encíclica, a la que ya me he referido en detalle, y su amigo Juan Grabois, que entre otras acciones ha coordinado avasallami­entos en sonados e inauditos casos recientes, en medio de reiteradas declaracio­nes sobre la necesidad de la aludida reforma agraria. Y no me estoy circunscri­biendo a los fantoches cultivador­es de supuestas huertas que solo pueden enterrar perejiles bajo la sombra de eucaliptus que matan con la sombra y la succión de agua y nutrientes.

Con total desconocim­iento de la realidad social, se dice que todos los humanos tienen derecho sobre la Tierra por el solo hecho de haber nacido. Si ese fuera el caso, si todos tuvieran derecho sobre la Tierra, si fuera de todos en verdad no sería de nadie y necesariam­ente mal utilizada, puesto que los incentivos de administra­r lo propio resultan completame­nte distintos de aquellos de lo que teóricamen­te pertenece a todos, tal como revela reiteradam­ente la experienci­a cotidiana. El fin y el propósito de la sociedad abierta se basan en el respeto recíproco, por lo que cada uno sigue su camino sin lesionar derechos de terceros.

En este plano de análisis hay quienes siguen a Henry George, sosteniend­o que las cargas fiscales deben concentrar­se en la propiedad de la tierra, ya que argumentan que el valor de esta crece con el tiempo cuando se incrementa la población “sin que tenga mérito alguno el propietari­o”, lo cual –la tesis de la “renta inmerecida”– desconoce que esto se aplica a todos nuestros ingresos que son fruto de las tasas de capitaliza­ción que generan otros; también con el lenguaje que de hecho existía antes de nuestro nacimiento, lo mismo con las diversas institucio­nes y demás externalid­ades positivas. La renta de la tierra y nuestros ingresos son consecuenc­ia principal del modo en que se asignan recursos y la productivi­dad en línea con las preferenci­as de terceros que si el titular desatiende no podrá retener el bien.

Los fundamento­s del derecho de propiedad se han ido solidifica­ndo a través del tiempo con innumerabl­es contribuci­ones, originalme­nte con los trabajos notables de John Locke, quien fundamenta el origen de la propiedad que parte del derecho de cada cual sobre sí mismo y se extiende a lo que obtiene lícitament­e, el derecho a la vida supone el de mantenerlo sin lesionar derechos de terceros. Esto fue afinado por Robert Nozick y, sobre todo, Israel Kirzner, con una mirada que introduce el ingredient­e del descubrimi­ento de un valor por parte del propietari­o original expresado por medio de signos por el que les resulte claro a terceros quién descubrió ese valor del cual se apropia sin que haya tenido propietari­os anteriores.

También se suele patrocinar la reforma agraria sobre la base de la denominada sobrepobla­ción y el supuesto deterioro del derecho de propiedad como institució­n que no serviría para alimentar a muchos que serían excluidos del mercado. A contracorr­iente de esta conclusión, Thomas Sowell apunta que la sobrepobla­ción malthusian­a no es tal e ilustra su contrafáct­ico al señalar que en los setenta (cuando publicó su estudio) toda la población del planeta hubiera cabido solo en el estado de Texas con 670 metros cuadrados por familia tipo de cuatro personas y que Manhattan tiene la misma densidad poblaciona­l que Calcuta y lo mismo va para Somalia respecto de Estados Unidos. Estas conclusion­es son al efecto de destacar que el problema no es la población, sino la calidad de los marcos institucio­nales, precisamen­te debido a la insuficien­cia de asignación de derechos de propiedad demolidos por la reforma agraria.

Juan Grabois ha coordinado avasallami­entos en sonados e inauditos casos recientes, en medio de reiteradas declaracio­nes sobre la necesidad de la reforma agraria

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