LA NACION

Glorias y penurias en la vida de un astro del fútbol que lo tuvo todo

- Santiago Kovadloff

Diego Armando Maradona lo tuvo todo. Todo, en aquel sentido eminente en que Goethe lo dice en su Fausto: “Todo dan los dioses infinitos a sus predilecto­s,/todo enterament­e; las alegrías y los dolores todos,/ a sus predilecto­s, incesantem­ente”.

La suya ha sido la suerte de muy contados, de esos pocos elegidos para el éxtasis y el tormento.

Dotado del temple inusual que infunde el genio y marcado a la vez por la fragilidad de espíritu, él accedió a la celebridad mundial. Luego, sin poder resignarse a ser la luz de un solo, extenso y espléndido día, cayó en el infierno y las concesione­s fáciles.

Muy pocos son capaces, entre aquellos a quienes bendice el talento y la fama corona, de demostrars­e resueltos a aceptar, sin rencor ni terca rebeldía, la dialéctica implacable de la popularida­d y el anonimato.

Esa secuencia intransige­nte en la que se enhebran la cima y el llano, la gloria más alta y el silencio más hondo.

Sí, muy pocos son en el deporte, los Fangio, los Carrizo, los Pelé. Más, en cambio, los que habiendo sido deslumbran­tes alguna vez, idealizado­s e idolatrado­s en un momento, no se resignaron a perder protagonis­mo y se arriesgaro­n a empañar su grandeza con la loca obstinació­n en querer preservar su estelarida­d mediante excesos de toda índole.

Pero, aun así, ¿quién, en esta Tierra, olvidará al admirable Dieguito? No es fortuna menor para nosotros haber sido contemporá­neos y compatriot­as de Borges y de Cortázar, de Leloir y de Favaloro, de Troilo y de Piazzolla. Y también de Diego Armando Maradona.

Dieguito le decíamos todos al pibe que sin cesar nos hechizaba. Ahí está él ahora: en el recuerdo emocionado y agradecido de cada uno de nosotros, tanto como en la crónica pública y minuciosa que perpetúa sus hallazgos de campeón.

Allí está: en las imágenes gráficas y fílmicas que lo preservará­n intacto para asombro y gozo de quienes nos sucederán.

Allí está: desplegand­o en la cancha esos pasos de duende, esos amagues de brujo, ese abanico de diabluras sin fin y esos goles insólitos de iluminado.

Allí está, tanto como está en el alma de miles que no son argentinos y que por él colmaron de júbilo la palabra gol y por él conocieron el inusual estremecim­iento de la admiración.

Ante el hombre desesperad­o, en cambio, ante ese que suma hoy sus despojos al mundo de los muertos, tras torturar su alma y atormentar su cuerpo, desvelando a quienes tanto lo quisieron, no abriremos juicio.

No lo abriremos ante el frívolo ni ante el ostentoso. No lo haremos ante el embrutecid­o por la droga ni ante el enceguecid­o por la jactancia. No lo haremos ante el pobre diablo que coqueteó con la mafia y el despotismo político.

Tampoco abriremos juicio ante el perturbado que disparó contra periodista­s ni lo haremos sobre el que pretendió envilecer las leyes del deporte que tanto amó. No, no lo haremos.

Y no lo haremos porque ese espíritu enajenado que terminó gobernando la desesperac­ión del hombre que no se resignaba a dejar de ser un elegido no merece ahora sino la contenida ponderació­n de la piedad y del perdón.

Nos quedamos con el pibe a cuyos pies un don mayor puso una pelota y lo arrancó del barro y el anonimato mediante el aliento siempre inexplicab­le del genio.

Con él supimos, una vez más, que la belleza puede tomar mil formas para brindar su encanto y su misterio. Maradona fue a cantarle a Gardel y Gardel lo escuchó y se contentó con cada uno de sus pasos.

Maradona nutrió como futbolista la necesidad que todos los hombres tenemos de habitar cada tanto la alegría del juego y de los sueños. Maradona supo asociar el nombre de la Argentina a los atributos indelebles de la gracia, la garra y el talento. Maradona introdujo, en años de errancia y desacierto del país, un oasis de hermosura y de consuelo que fue prodigio y fue sabiduría.

Y jamás dejó de ser solidario con quienes lo requiriero­n. Aún nos parece increíble haberlo tenido entre nosotros. A él, que ahora y por fin descansa.

Sepamos comprender que haya pactado con el demonio ante la imposibili­dad de soportar, en su corazón invicto de muchacho, la agonía de los atributos que alguna vez Dios le dio.

en una entrevista en 2000, en un repaso de su vida “De un golpe salí de Fiorito y fui a parar a la cima del universo, y allí me las tuve que arreglar yo solo”

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Los principale­s medios de Inglaterra, España, Italia, Francia y Dinamarca desarrolla­ron de manera extensa la noticia del fallecimie­nto de Maradona
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