LA NACION

Un genio del fútbol que se enfrentó consigo mismo

- Luciano Román

Hay chicos que lo lloran aunque nunca lo han visto jugar. Hay hombres y mujeres que, aun desentendi­dos de las pasiones del fútbol, están embargados por la emoción, la tristeza o el impacto de uno de esos hechos que dejan huella en la sensibilid­ad de un país. La explicació­n es obvia: Diego Maradona trascendió las fronteras del deporte para integrar –quizá– el olimpo de los mitos. Idolatrado o cuestionad­o, admirado o condenado, tejió una extraña simbiosis con la idiosincra­sia nacional. Por eso, más allá de esta hora emocional, más allá –inclusive– de la figura del deportista, del hombre y del mito, Maradona tal vez sea uno de los grandes temas de nuestro tiempo. Tal vez sea uno de esos temas que, despojado de simplifica­ciones y pasiones, vale la pena hablar con nuestros hijos. Porque a su nombre remiten muchas de las virtudes y defectos argentinos. Porque en Maradona puede haber una enseñanza, puede haber señales sobre los caminos que vale la pena recorrer y sobre aquellos que, con todo empeño, debemos desechar.

Hablar de Maradona con nuestros hijos es, al fin y al cabo, hablar de nosotros mismos, de la Argentina que fuimos y de la que queremos ser, de nuestra relación con los ídolos, de los peligros del fanatismo, de la pasión y la razón, del talento y de la disciplina, de las reglas y de los excesos. Hablar de Maradona es, también, hablar de la complejida­d del hombre y de la complejida­d de las cosas, es hablar del mérito, de superación, de la genialidad, y también de la autodestru­cción, de los descontrol­es y de la debilidad humana.

Sin dogmatismo­s, sin poner todo en blanco o negro, sin caer en la peligrosa tentación de la exaltación patriotera, la historia de Maradona quizá nos ofrezca la oportunida­d de un diálogo intergener­acional sobre virtudes y defectos individual­es y colectivos. Para eso quizá nos debamos el esfuerzo de tomar perspectiv­a y de tratar de comprender, sin caer en la frecuente tentación argentina da pararnos en una u otra vereda.

Maradona simboliza, por un lado, el enorme potencial de los talentos individual­es. Fue un genio del fútbol, un jugador único y tal vez inigualabl­e, aunque las comparacio­nes siempre nos resulten entretenid­as. ¿Qué importa si fue más o menos que Pelé ? ¿A qué nos puede llevar la comparació­n con Messi ? Cada uno de ellos es único e irrepetibl­e. Pero Maradona fue más que su talento dentro de la cancha. Con su audacia, su espíritu siempre transgreso­r, su picardía y su frecuente prepotenci­a, marcó un estilo. Le agregó desbordes de todo tipo, excesos que lo enfrentaro­n, una y otra vez, contra sí mismo. Mirándolo, podía sentirse admiración y pena. Supo ser inspirador pero también llegó a ser un mal ejemplo. Con la camiseta argentina, le dio una inmensa felicidad al país. Pero fuera de la cancha, jugó muchas veces al límite, sin medir consecuenc­ias, sin asumir la responsabi­lidad del hombre público, mucho menos la del embajador deportivo. Se dejó arrastrar por sus impulsos, se sintió cómodo más allá de la mesura, la sobriedad y las normas, pasó de la picardía a la viveza. Mostró que el genio no es todo en la vida. También se necesita conducta.

Maradona simbolizó, de alguna forma, el gran sueño argentino. Había nacido en la miseria y llegó a la cima de la gloria. Por encima de su talento natural y de sus zonas más oscuras, quizá sea necesario reparar con mayor detenimien­to en el esfuerzo que debió hacer en buena parte de su carrera. Nunca se alcanza la cima por un pase de magia. En la trayectori­a de Maradona hubo –al menos en una etapa– esfuerzo, sacrificio y disciplina, valores que deben ser resaltados al hablar de su figura. También hubo carisma, liderazgo y espíritu de equipo: virtudes que marcan la diferencia en el deporte y en el arte, en la academia y en la calle, en la juventud y en la madurez.

Hablar de Maradona es hablar de estas ideas elementale­s: no hay talento que se pueda aprovechar y cultivar sin esfuerzo, sin método ni disciplina. No hay genio invulnerab­le ante los estragos del descontrol y el desenfreno. Su historia nos habla también del peligro de los entornos y del daño que pueden hacer los amigos del campeón. Maradona no quedó a salvo de los virus de la adulación y el ventajismo. Elegir a los compala ñeros de ruta es casi tan importante como aprender a jugar. Fue un agradecido a sus padres, pero no pudo evitar el sufrimient­o y el desamparo de tantos hijos. A los golpes, tal vez haya mostrado que el amor también es un ejercicio que demanda disciplina, que no se ejerce sin normas ni valores. Fue generoso y mezquino, en las dosis siempre exageradas de los hombres excepciona­les.

Su historial de adicciones y de excesos contiene un mensaje que él mismo tuvo el coraje y la lucidez de transmitir. La droga lo devolvió a la miseria, no aquella de Villa Fiorito, sino una miseria aún peor: la del hombre que no puede consigo mismo. Hablar de Maradona es hablar, también, de este flagelo que devora a las sociedades y aniquila a millones de jóvenes, más allá de cuáles sean sus capacidade­s, sus oportunida­des o sus trayectori­as vitales.

Maradona se ganó para siempre un lugar en la historia del deporte y del país aquel día que convirtió el gol a los ingleses. Fue un gol cargado de simbolismo, de desahogo, de épica y de magia. Fue el gran triunfo de un país donde se festejan hasta las derrotas. Nos llevó, sin embargo, a esa peligrosa mezcla de nacionalis­mo y deporte y a exaltar aquella genialidad en la cancha como una suerte de venganza nacional. Puede sonar ingenuo, entonces, pero tal vez su mejor legado no esté en “la mano de Dios”, sino en aquellas gambetas que mejoraron a todos los equipos que integró. No hay mejor talento que el que potencia a los demás y fortalece al conjunto. De esto también nos habla la genialidad de Maradona.

La camiseta argentina es un privilegio, un orgullo, pero también una obligación fuera y dentro de la cancha. Tal vez por eso muchos lamentamos aquellas provocacio­nes maradonian­as que dividían a la sociedad, exaltaban ciertos sectarismo­s y reivindica­ban dictaduras. Pero hablar de Maradona quizá sea útil, también, para reflexiona­r sobre el lugar que les damos a nuestros ídolos. Tal vez sirva, incluso, para alguna autocrític­a que siempre debemos asumir los periodista­s. Los genios del arte o del deporte tienen, por supuesto, una obligación con la sociedad que los consagra, pero no debemos confundirl­os con líderes morales ni faros orientador­es. Sería deseable que, además de ídolos, se conviertan en ejemplos. Pero no son muchos los casos en los que una y otra cosa van de la mano. Por eso nuestra propia experienci­a con Maradona quizá nos ayude también a combatir la tentación del fanatismo, otro virus que contamina con frecuencia a nuestras sociedades. Nos enseña, al fin y al cabo, que las vidas y las pasiones humanas son demasiado intrincada­s y complejas como para ceder a la tentación del juicio fácil, el eslogan y la simplifica­ción.

Hoy la Argentina llora a un ídolo que transitó por las etapas más luminosas, pero también por los túneles más oscuros. Llora a un deportista único y genial, que unió al país en instantes de alegría compartida. Llora, por supuesto, a una leyenda que, como aquella de Gardel, ya integra el patrimonio intangible del país. Pero llora también a un hombre de carne y hueso que, como todos, tuvo grandezas y miserias, exacerbada­s por la dimensión de su gloria. De su historia de luces y de sombras, quizá todos podamos aprender un poco.

Con su audacia, su picardía, su espíritu siempre transgreso­r y su frecuente prepotenci­a, marcó un estilo

 ?? Marcelo Manera ?? Estuvo poco tiempo en Rosario, pero dejó una huella imborrable en todos los hinchas de Newell’s, que le tributaron su adiós
Marcelo Manera Estuvo poco tiempo en Rosario, pero dejó una huella imborrable en todos los hinchas de Newell’s, que le tributaron su adiós

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