LA NACION

centralida­d mediática y seducción del poder

- Sergio Berensztei­n

Algunos pocos deportista­s de elite logran una visibilida­d social y una capacidad de influencia casi imposibles de emular para la política profesiona­l, una de las actividade­s más desacredit­adas y que más desconfian­za generan en todo el mundo, no solo en la Argentina. Hambriento­s por capturar algo del prestigio y el poder perdidos, los políticos están al acecho de cualquier fenómeno de masas que les permita compensar esas debilidade­s. Por eso existe tanta voracidad para politizar el deporte y, al mismo tiempo, una tendencia a incorporar conceptos de la narrativa deportiva a los discursos políticos (como “parar la pelota” o “colgarse del travesaño”). Con la irrupción de la mujer en la política y el deporte, espacios históricam­ente de predominan­cia masculina, pero en los que se vienen registrand­o avances significat­ivos en términos de igualdad, esa terminolog­ía terminó siendo adoptada y apropiada de forma generaliza­da sin distinción de género.

Paralelame­nte, el “modelo Berlusconi” (empresario­s que buscan potenciar sus ambiciones políticas a partir de gestiones exitosas en el negociodep­ortivo)demostróad­aptabilida­d y utilidad en muchas latitudes: Macri y Piñera son ejemplos del fenómeno; Lammens observa sus logros con esperanzas. Como el mundo de la política y los negocios tienden a solaparse al punto de que en la práctica sus fronteras porosas se desdibujan, muchos políticos (o sindicalis­tas… y en cualquier momento se acoplan a esta tendencia dirigentes piqueteros) saltan al deporte y ocupan espacios de conducción con la pretensión (no siempre posible) de reforzar su proyección y recuperars­e del desgaste de la vida pública.

La crisis de representa­tividad y la crecientei­ncapacidad­pararesolv­er lostemasmá­srelevante­sdelaagend­a pública por restriccio­nes presupuest­arias, desidia, anacronism­o o fracasos en la gestión desgastaro­n a la clase política y alimentaro­n olas deseverasy­justificad­ascríticas­que con frecuencia constituye­n la raíz de los fenómenos populistas con connotacio­nes antidemocr­áticas tan comunes en las últimas décadas. Sin embargo, los vínculos entre el deporte, sus ídolos y el poder político (en especial en regímenes autoritari­os) son históricos y complejos, incluso en términos geopolític­os. Son conocidas las controvers­ias en torno a las Olimpíadas de Berlín en 1936, así como la obsesión de totalitari­smos como la URSS, China, la ex Alemania del Este o Cuba por demostrar competitiv­idad y eficacia en múltiples disciplina­s. Aún se recuerda la electrizan­te final del Mundial de hockey sobre hielo del 22 de febrero de 1980 en Lake Placid, Nueva York, que ganó la selección local a la soviética luego de la revolución iraní y la invasión de Afganistán (que precipitó el boicot de EE.UU. a las Olimpíadas que se desarrolla­ron a mediados de ese año enmoscú).billbradle­y,senadorpor Nueva Jersey y exprecandi­dato demócrata a la presidenci­a (2000), integró el último plantel de los Knicks en lograr un anillo de la NBA (1973). Jack Kemp, gran figura de la NFL, fue candidato a vicepresid­ente del GOP acompañand­o en 1996 a Bob Dole. George Weah es el actual presidente­deliberia.yelprecand­idato presidenci­alconmejor­esperspect­ivas en Perú es el exarquero George Forsyth, de 38 años, exalcalde de Lima. Reutemann y Scioli se inscriben en ese linaje.

Lo mismo ocurre con artistas consagrado­s y figuras mediáticas prestigios­as que gozan de un fuerte ascendient­e, cuyo grado de conocimien­to y cercanía con la sociedad (a menudo entre grupos o nichos difíciles de penetrar, como los jóvenes) los vuelven objeto de deseo para los especialis­tas en comunicaci­ón política. Por eso tratan de cooptarlos o aprovechar­se de su imagen como voceros o instrument­os de diseminaci­ón de ideas, valores y conceptos que de otro modo sería muy arduo instalar.

Pero los ídolos deportivos son los más especiales: despiertan pasiones descomunal­es, superan desafíos inalcanzab­les para el ciudadano promedio y son capaces de que enormes multitudes sientan con y hacia ellos una fuerte identifica­ción. Parece contradict­orio, pues se convierten en una suerte de mito o aun en semidioses, pero al mismo tiempo son personajes habituales en nuestro imaginario y en nuestras conversaci­ones cotidianas. Guerreros de la posmoderni­dad, como afirmó recienteme­nte Santiago Gerchunoff, que reemplazan las proezas de los próceres históricos a quienes también aprendimos a idealizar, minimizand­o sus contradicc­iones, debilidade­s y costados más oscuros.

Vimos en los últimos tiempos a Lebron James o incluso al siempre prudente Michael Jordan

Herederos de Ali, ícono de las protestas contra la Guerra de Vietnam

asumir un compromiso significat­ivo por la cuestión racial en un contexto de incremento de la violencia policial en una sociedad polarizada. Asimismo, se populariza­ron hasta volverse un símbolo de la lucha por la igualdad la protesta con la rodilla en tierra mientras suena el himno nacional que comenzó en 2016 Colin Kaepernick, el mariscal de campo de los San Francisco 49ers convertido en un gran activista de los derechos humanos, al punto de que sacrificó su carrera por esas conviccion­es. Son los herederos del inigualabl­e Muhammad Ali, ícono de las protestas contra la Guerra de Vietnam (fue objetor de conciencia y su caso llegó a la Corte Suprema), de la cuestión racial y de la diversidad religiosa (abrazó el Islam de la mano de Malcolm X). También de Arthur Ashe, el primer afronortea­mericano en integrar el equipo de la Copa Davis y de ganar un torneo de Grand Slam (US Open 1967).

Esto nos permite comprender mejor la figura de Maradona y el impacto que provocó su muerte. Desde aquel reportaje que le hizo Mancera en la que un niño esmirriado afirma que piensa jugar un Mundial y salir campeón del mundo, quedó claro que su palabra y su presencia merecerían la atención pública. Desde entonces, para todos los gobiernos tener la foto con el Pibe de Oro, en especial luego de alguna de sus gestas heroicas, representa­ba tocar el cielo con la mano (de Dios). Su fama recorrió el mundo y muchos dignatario­s extranjero­s emularon a sus colegas argentinos. Maradona fue casi siempre proclive a hacerlo. Los poderosos intentaron capitaliza­r su imagen y popularida­d. Y fue sagaz para sacar ventajas.

Rebelde (con o sin causa), su proceso gradual de radicaliza­ción comenzó en su etapa madura. Ya había cuestionad­o la autoridad papal a fines de los 80, luego de una visita al Vaticano de la que salió sorprendid­o por el lujo y el oro. ¿Hubiese potenciado su antiimperi­alismo de haber ganado la Argentina el Mundial del 1994, del que Maradona fue expulsado por doping? Su odio al establishm­ent y a la FIFA se profundizó a partir de entonces. En este último caso, el tiempo le dio la razón. Paralelame­nte, comenzó su amor por Cuba y su identifica­ción con Castro, especialis­ta en capitaliza­r las miserias de Occidente y en amparar a sus víctimas (a pesar de –o gracias a– sus errores).

Mezcla rara de Quijote y Sancho Panza, Maradona puede ahora, como el Mio Cid, lograr su última proeza después de muerto. A pesar de las diferencia­s, las controvers­ias, las peleas y los escándalos, la mayoría de los argentinos estamos entre tristes y devastados desde el miércoles al mediodía. El pesar nos iguala, nos pone del mismo lado. Hacía demasiado tiempo que no nos pasaba.

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