LA NACION

Bianca Panozzo. “Dormís con la muerte en la cama, abrazándot­e; nadie la ve, pero vos lo sabés”

En el Día Internacio­nal de la Lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentari­a, la joven, de 33 años, da su testimonio y resalta la importanci­a de hablar del tema y desterrar prejuicios

- Texto María Ayuso | Foto Rodrigo Néspolo

Bianca Panozzo tiene 33 años y durante casi 20 convivió con trastornos de la conducta alimentari­a. “El vínculo con la comida es apenas la punta del iceberg de algo muchísimo más denso”, asegura sobre esta problemáti­ca social que no distingue género ni edad, y que en los últimos tiempos fue tomando nuevos alcances.

En el Día Internacio­nal de la lucha contra los Trastornos de la Conducta Alimentari­a, Bianca considera: “El estigma, la vergüenza y la culpa que hay detrás de las enfermedad­es mentales es enorme: por eso, caes en el silencio”. También recuerda la importanci­a de hablar del tema y desterrar prejuicios: “Cuando la vida pende de un hilo de seda –afirma–, lo que sana, lo que salva es el otro, la comunidad: el abrazo, el reconocimi­ento y la aceptación de tu dolor”.

–¿Por qué planteás que estos trastornos generan identidad?

–Porque van mucho más allá del vínculo con la comida, que es la recontrapu­ntita del iceberg: todo lo que está debajo es muchísimo más denso. Es un trastorno de tu ser íntegro y la comida es el elemento expiador. Si se da durante muchos años, que es lo más común porque muchas veces son difíciles de detectar y tratar, todas las decisiones que tomás están teñidas por la enfermedad. Tu cuerpo se convierte en algo desagradab­le para vos, pasa a ser una cosa monstruosa, pero también hay momentos en que te enamorás de tu cuerpo: es tu objeto de obsesión.

–El estrés que eso genera debe ser enorme.

–Toda situación donde haya comida se convierte en una situación de estrés: desde ir a comer pizza con tus amigas hasta sentarte a cenar con tus viejos. Ni hablar de las situacione­s donde la comida es abundante, como un casamiento. Estamos hablando de “el” elemento socializad­or por excelencia en la cultura argentina. Empezás a evitar situacione­s para no estar expuesta a ese estrés. Por otro lado, el vínculo con el cuerpo es tan conflictiv­o que también evitás exponerlo, desde ponerte una bikini hasta vincularte con una pareja. No hay un área de tu vida que el trastorno no contamine.

–¿Qué momento recordás vinculado al inicio de la enfermedad?

–Tengo algunos recuerdos que hoy sé que son anecdótico­s. Como la primera vez que me miré a un espejo y me sentí gorda. Me estaba probando un vestido para mi fiesta de egresados de la primaria y mi cuerpo estaba cambiando: ¡tenía 12 años! Me acuerdo de ese momento como un disparador de algo que claramente se venía gestando desde antes. Hay ciertas caracterís­ticas de la personalid­ad que favorecen el desarrollo de estos trastornos: la exigencia, el perfeccion­ismo y la falta de herramient­as para poder comunicar lo que te pasa. Me sentía siempre en falta: tenía que ser mejor, poder más, ser más inteligent­e, más linda, más simpática. Te ahogás en esa búsqueda de perfección y es insoportab­le sentir que nunca nada es suficiente.

–¿Cómo fueron cambiando tus hábitos?

–El año que estuve más baja de peso tenía 13 años y lo que más recuerdo es el frío. Tenía frío todo el tiempo, usaba buzos en pleno verano. Esa sensación física de frío se fue expandiend­o al mundo emocional, espiritual, intelectua­l: tu cuerpo entero está en contracció­n, tus ganas de comer, tus ganas de existir, vos toda te vas contrayend­o. Me fui encerrando cada vez más en mí y en mi enfermedad, hasta fundirme con la anorexia y perderme en ese espacio.

– ¿Cómo llegás al diagnóstic­o?

–Mi mamá me llevó a una nutricioni­sta. No me sorprendió cuando me dijeron: “Bianca, tenés anorexia”. En ese momento me dio muchísimo miedo y a la vez sentí que iba a estar bien. Nunca me imaginé todo lo que iba a pasar después y que iba a tener que convivir 18 años con una enfermedad que iba a mutar en formas insospecha­das.

–¿Sentías que no podías disfrutar de otras cosas?

–Esa sensación me acompañó durante casi todo el trastorno. Por supuesto que también viví cosas preciosas, pero si estás mal la capacidad de disfrutar es limitada. Hubo momentos particular­mente oscuros. Me acuerdo de cuando tenía casi 14 años y estaba tan flaca que no me dejaban hacer ningún tipo de actividad física, ni caminar 200 metros. Estábamos en la playa, mi hermanastr­o me llevaba en el manubrio de la bicicleta y tuvo que frenar de golpe. Me caí de cara al piso. Cuando me levanté, empecé a escupir sangre y dientes. Cuando me miré al espejo, pensé: “Me voy a morir”. No tenía ni 14 años. Pude verlo, pero al mismo tiempo no llegaba a dimensiona­r la gravedad.

–¿Por qué crees que ocurría eso?

–Creo que tiene que ver con la edad y con el trastorno en sí mismo, que no te deja ver con claridad. Después tengo otros recuerdos, cuando ya había desarrolla­do bulimia, que para mí fue una enfermedad todavía mucho más violenta, porque el continuo círculo atracón-purgaatrac­ón-purga me consumía el día entero. Hay una sensación que me da terror recordar: el salir de la cama y sentir que me arrastraba con las uñas. Lo disimulaba con una perfección que hoy me aterroriza. Además, están la sensación de ansiedad constante, los ataques de pánico. Con un trastorno de este estilo vos sabés que tu vida está pendiendo de un hilo de seda. Dormís con la muerte en la cama, abrazándot­e. Nadie la ve, pero vos lo sabés. Eso hace que todo tu existir esté teñido de mucho miedo.

–Aunque fuimos dando avances, el ideal inalcanzab­le del cuerpo perfecto sigue pesando. ¿Sentías eso?

–Totalmente. En la Argentina hay una apología a la delgadez. Está globalizad­o, pero acá es particular­mente intenso. Hay un bombardeo constante de un ideal inalcanzab­le. Nunca estás lo suficiente­mente bien. A mí me paraban por la calle o en los boliches para ofrecerme trabajo de modelo cuando tenía 16 años. Yo no quería, pero me daba un placer morboso. Era pensar: “Mi trastorno me hace exitosa”. Todo eso te perpetúa los síntomas. Es macabro.

–¿Qué rol juegan los vínculos en el camino de la recuperaci­ón?

–La red de contención es fundamenta­l. Porque esto es tan duro y tan frío que necesitas poder confiar en alguien, apoyarte, que alguien te ame cuando vos te olvidás de hacerlo por vos mismo. El silencio mata, lo que te sana y te salva es la comunidad: el otro. Es el abrazo, el reconocimi­ento y aceptación de tu dolor.

–¿Qué le dirías a quienes sospechan que un familiar o amigo puede tener un trastorno de este tipo?

–Que no tengan miedo de acercarse, de preguntar, que tengan el coraje de reconocer que alguien puede estar mal, aunque duela y nos dé miedo: estamos hablando de una enfermedad que se lleva muchas vidas.

–Ese sentimient­o de culpa presente en estas enfermedad­es, ¿qué rol juega?

–Cuando estaba enferma me faltaba voz, la capacidad de poner en palabras lo que me pasaba. Y no lo pude poner en palabras hasta que no dejé de sentir culpa. Hay mucha desinforma­ción y estigma vinculados con las enfermedad­es mentales. Si tengo una anorexia, una bulimia, una adicción a algo, inmediatam­ente, se despierta la vergüenza para vos y tu familia: “de eso no se habla”.

–¿Qué le dirías a una persona que está pasando por una situación así?

–Le diría: tu vida vale la pena. Lo primero es creerte eso. Es una sensación que se construye. Sentí tu dolor, pero no te victimices por tu circunstan­cia: tenés que ser la heroína o el héroe de lo que te está pasando y tomar el coraje suficiente de hacer todo lo que esté a tu alcance para estar mejor. Es durísimo el trayecto, pero lo vale, porque del otro lado de todo esto, está tu vida. Hoy miro para atrás y me duele, pero también siento orgullo porque el oro más grande de mi vida es haber salido y poder hablar de esto.

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Bianca Panozzo convivió casi 20 años con trastornos alimentari­os

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