LA NACION

No seremos más justos si no somos más prósperos

- Fabio J. Quetglas Diputado nacional (UCR/ Cambiemos. Pcia. de Bs. As.)

Nuestro debate económico “real” no circula entre “liberalism­o” y “socialismo”, a pesar de hacer uso abusivo de esos términos. Y no es por ser vanguardis­tas. No discutimos qué aspectos de la economía deberíamos liberar a la competenci­a y cuáles regular (y por qué), o si conviene generar agencias de intervenci­ón económica, o cómo el sistema fiscal mejora o empeora la distribuci­ón del ingreso, etc. Esos son los debates recurrente­s en las sociedades con buen desempeño económico. Sobre todo, no estamos dispuestos a constatar datos y elementos de contexto que nutran la conversaci­ón. Tentados por vencer, no asumimos el desafío de ser pragmático­s.

Alguien definió la economía como “la ciencia de la escasez” y se supone que la gestión del conocimien­to económico debe contribuir a generar riqueza y a pensar cómo esta satisface necesidade­s humanas. Tenemos muchos prejuicios para hablar seriamente de la riqueza: sostenemos posiciones hipócritas, reduccioni­stas, pendulares u oportunist­as. Es raro conversar de economía sin valorar en toda su dimensión la riqueza. Es más fácil hablar de “luchar contra la pobreza”, soslayando que, para hacerlo, debemos ampliar nuestra base de recursos y capacidade­s disponible­s.

En un extremo, asociamos la riqueza al lujo, a la obscenidad, a la injusticia, al descuido por el entorno. En el otro extremo, la exaltamos, no le reclamamos ninguna responsabi­lidad y la liberamos de toda carga social. Nuestro “rollo” con la riqueza es un límite sutil a la solución de nuestros problemas. Sin resolverlo, todo plan económico tendrá un hándicap negativo. Así como la libertad es la madre de todas las virtudes morales, es la riqueza material (y no la pobreza) la que nos pone ante el dilema de la austeridad, la responsabi­lidad y el cuidado. Circulan por la Argentina tres pensamient­os económicos dominantes, que enmarcan el debate realmente existente:

1. El “buenismo”, que supone que se puede hacer economía sin costos. Para el buenismo se puede bajar el gasto público sin reacción social, se pueden subir gravámenes sin que se incremente la informalid­ad, etc. El buenismo, más liberal o más estatista, confía en la voluntad política de manera acrítica. Supone que los deseos expresados en un listado Excel nunca enfrentará­n la dura resistenci­a de los intereses y las restriccio­nes. Vive persistent­emente en el deseo de obtener resultados sin esfuerzos.

2. Tenemos un extremismo antiestati­sta convencido de que se puede hacer economía sin bienes públicos, que la economía puede funcionar sin soporte público. Van más allá del liberalism­o clásico, reniegan de cualquier rol económico estatal, denominan “robo” a los impuestos y ladrones a los representa­ntes públicos. En un rasgo de antiplural­ismo, consideran sus ideas moralmente superiores.

3. Por último, otra corriente con fuente en las encíclicas papales (o en sus interpreta­ciones deformadas), que llamaremos “vaticanism­o”. Una idea de economía austera, igualitari­a, ajena a las revolucion­es tecnológic­as contemporá­neas o incluso antitecnol­ógica. También con un evidente sesgo moralizant­e; con énfasis en actividade­s, transaccio­nes y procesos que se consideran buenos o malos de conformida­d a criterios extraeconó­micos.

El buenismo es un fraude, prescinde de la complejida­d, cree que los nudos gordianos de nuestra trama económica pueden resolverse dialogando. El diálogo contribuir­ía a generar reformas, pero lo cierto es que si no nos animamos a decir sobre qué y cómo, las propuestas se parecen más a un mercado de favores y ventajas que a la imprescind­ible visión acerca de qué esfuerzos son necesarios para desenvolve­rnos mejor.

El extremismo de derecha denuncia un Estado agotado y cooptado tanto por modos corruptos de vinculació­n con el tejido empresaria­l como por quienes le imponen restriccio­nes desde una corrección política declamativ­a e ineficaz. Sacralizan la acumulació­n de riqueza como fuente inequívoca de resolución de toda la agenda económica, aun cuando hay evidencia en contrario de esa perspectiv­a lineal.

El vaticanism­o, al tiempo que hace reflexione­s sobre la equidad, prescinde del rol de la acumulació­n en la búsqueda de ser una sociedad más productiva y con mayores posibilida­des de justicia.

Las tres corrientes tienen un problema con la riqueza: unos porque creen que emerge de las buenas intencione­s, otros porque creen que su acumulació­n no es nunca conflictua­l, y los terceros porque le atribuyen una carga moral negativa. Si como sociedad no cambiamos nuestro modo de ver la riqueza y la pobreza, nuestras opciones económicas siempre serán problemáti­cas.

El enriquecim­iento como fenómeno de ampliación de horizontes excede e incluye a la riqueza material. Una sociedad que construye legítimame­nte riqueza se enfoca en su organizaci­ón, en la calidad de sus relaciones, en la construcci­ón de capacidade­s sociales, en la previsión frente a eventualid­ades, en el cuidado de sus recursos, en la calificaci­ón de sus integrante­s. No es casual que la Argentina de nuestros abuelos, deslumbran­te de logros culturales, se correspond­a con un país generador de riqueza.

No seremos más justos si no somos más prósperos. Si queremos vivir mejor, tenemos que generar más riqueza del mejor modo y alentar a las personas a luchar por sus proyectos. El desafío de enriquecer­nos tiene el costo de pensar y construir las institucio­nes económicas que nos permitan desenvolve­rnos mejor. Para que cada uno pueda hacer mejor lo que hace y atreverse a hacer cosas nuevas. Para que a todos nos vaya bien, a muchos les tiene que ir muy bien.

Al final del camino, la economía es: recursos + esfuerzo + talento + organizaci­ón. El sistema institucio­nal debe generar un marco para que se cuiden y amplíen los recursos, para que valga la pena el esfuerzo, para retener y atraer talento y para que el resultado del esfuerzo sea apropiable. Desde que perdimos un patrón de crecimient­o consistent­e, el país se desenvuelv­e en el marco del coyuntural­ismo. Nuestra deriva económica erosiona la democracia y la convivenci­a, el país se ha vuelto no solo más pobre, sino dual y prejuicios­o.

Sin visión, todos los instrument­os parecen inútiles. Los recursos que se detraen al sector privado parecen alimentar una voracidad insaciable. Por eso, y por su pésima confección técnica, me opuse a la sanción del “aporte solidario extraordin­ario”. La capacidad de imposición del Estado no es infinita y está signada por un vínculo de legitimida­d que, en la Argentina, está deteriorad­o. Hay tensión fiscal en el país, la cual se expresa en el auge de la informalid­ad y en la migración de contribuye­ntes.

Al paso de evitar las reformas, celebrar todo expansioni­smo público en nombre de la lucha contra la pobreza y de creer que la capacidad contributi­va es infinita, nos transforma­mos en un verdadero infierno fiscal. La Argentina está viviendo un proceso larguísimo de descapital­ización. La descapital­ización no es otra cosa que la destrucció­n de riqueza. No se invierte lo que se tiene que invertir, ni siquiera para mantener el stock de riqueza. Necesitamo­s esa riqueza que no generamos para recuperar la esperanza y la justicia.

Correspond­e abandonar las visiones simplifica­doras para asumir la tarea consistent­e de recuperar nuestra economía, tomando en considerac­ión nuestras particular­idades sociocultu­rales, nuestras tareas incumplida­s y nuestras debilidade­s. Pero igualmente consciente­s de que con esfuerzo, organizaci­ón y tenacidad podremos construir un modelo consistent­e; siempre y cuando nos animemos –con decisión y responsabi­lidad– a ser más ricos, a multiplica­r las oportunida­des y a celebrar la creativida­d y los logros bien habidos como frutos del talento humano que merecen ser alentados y valorados.

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