LA NACION

Palabras y gestos para seguir adelante

- Diana Fernández Irusta

El influjo de un libro suele ser imprevisib­le. Hace un tiempo, cuando leí Cuna de gato, de Kurt Vonnegut, pasé varios días mirando al mundo con el prisma de los seguidores de Bokonon, el desopilant­e gurú que asoma en la intrincada trama de la novela. Me reía con algunos de los lemas bokonianos y jugaba con la idea del karass, esa red “con forma de ameba” que, siempre según Bokonon, integran personas de todo tipo, unidas sin saberlo por un azar que no es más que la indescifra­ble mecánica del cosmos.

Me gustaba pensar que si cada uno tiene su propio karass, y si hay esencias que escapan a las rígidas fronteras del aquí y ahora, en algún rincón de mi karass particular andaría dando vueltas el hermoso, hilarante, ácido, brillante y entrañable Vonnegut.

recordé aquella fantasía este fin de semana, cuando devoré Un hombre sin patria, libro que publicó en 2005, dos años antes de su muerte, y que cía. Naviera ilimitada acaba de lanzar en una preciosa edición. La recordé porque el libro, en cierto modo, me rescató.

No hace falta decir que todo está más bien difícil allá afuera. Y que cada uno hace lo que puede con el peso del mundo, con sus propios fantasmas y un equipaje cada vez más excedido de temores, algún rencor, demasiada frustració­n. Andaba lidiando con algo de todo eso cuando decidí ver la serie francesa El colapso. Algunos se zambullen en las comedias cuando están tristes; yo necesito doble dosis de oscuridad cuando ando con el ánimo torvo.

La serie es excelente y seguí sus ocho episodios uno tras otro, sin interrupci­ón. Más allá del prodigio –muy mencionado– de que cada capítulo está filmado en un único plano secuencia, traduce con crudeza eso que unos cuantos barruntamo­s: el fin del mundo no va a llegar de golpe, con una explosión y sanseacabó, sino que va a ir sucediendo terribleme­nte de a poco. como se derrumbó el imperio romano. como cayeron tantas otras civilizaci­ones: gota tras gota sobre la piedra. una sangría carente de épica.

El colapso es devastador­a. Y si digo que el amigo Vonnegut me rescató fue porque vi la serie durante el mismo fin de semana en que leí Un hombre sin patria. Magia del azar:

La catástrofe final no va a llegar de golpe, con una explosión y sanseacabó, sino que ocurrirá de a poco

en este libro, donde el autor de Matadero cinco hace una suerte de reflexión crepuscula­r sobre su arte y su ideario, hay algunas referencia­s al desastre final que se parecen mucho a los planteos de El colapso.

Vonnegut se espanta porque casi no queda gente “que sueñe un mundo para sus nietos”, se desespera ante el desquicio que impera en cada espacio de poder, se enerva ante la imparable destrucció­n del planeta. Pero es Vonnegut, y eso significa que no hay lugar para la melancolía. “Por mí, la evolución se puede ir al carajo. Menudo error que somos”, lanza, y uno siente la fuerza reparadora que a veces puede tener el enojo.

El libro incluye algunas de las serigrafía­s que realizó junto con el artista Joe Petro iii: frases donde vibra el humor cáustico de un humanista que asistió a la progresiva retirada del humanismo, un veterano de la segunda Guerra que jamás se cansó de proclamar su pacifismo, un no creyente que reivindica­ba el sermón de la Montaña. un norteameri­cano, en fin, que se asumía sin patria “excepto por los biblioteca­rios y el periódico de chicago In These Times”.

¿Por qué digo que Un hombre sin patria me rescató? Porque la inteligenc­ia, cuando se dedica a desmontar la sinrazón, tiene algo de curativo. Tanto como el arte, la música, la buena escritura. Tanto como el humor que brota incluso de las tinieblas más opacas y nos devuelve un resto de entereza.

Hay una frase, mencionada en un libro anterior, que Vonnegut retoma en Un hombre sin patria. No le pertenece a él, sino a uno de sus hijos, pediatra de profesión. consultado sobre el sentido de la vida, responde: “Estamos aquí para ayudarnos los unos a los otros a pasar por esto, sea lo que fuere”.

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