LA NACION

Una trayectori­a inspirador­a

Graciela Fernández Meijide, una vida ejemplar que merece ser celebrada por el conjunto de la sociedad

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Algún día se hará a Graciela Fernández Meijide el reconocimi­ento general que el país le adeuda con holgura. Ha cumplido 90 años. Su visión se halla afectada y su cuerpo sufre algunas limitacion­es, pero la entereza de su espíritu la muestra tan lúcida como nunca.

Esta gran señora ha sido un ejemplo cívico después de haber sufrido el padecimien­to, como tantas otras mujeres, del secuestro y desaparici­ón de Pablo, el hijo que perdió cuando este tenía 17 años. Han pasado desde entonces cuatro décadas. Graciela ingresó por aquella nefasta época en la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH), organizaci­ón que en tiempos aún más viejos estaba caracteriz­ada como una organizaci­ón bajo la influencia del Partido Comunista.

En esa militancia en la APDH por la recuperaci­ón del hijo perdido, entabló relación con Raúl Alfonsín, el dirigente radical que cambió el rostro del partido y asumió durante la dictadura militar riesgos que rehuyeron muchos entre quienes más tarde industrial­izarían a favor de mezquinos intereses políticos el tema de los derechos humanos. Fue Alfonsín el presidente que puso a disposició­n de la Justicia a los miembros de sucesivas juntas militares responsabl­es de innumerabl­es crímenes. Hubo un respeto recíproco entre Graciela y el expresiden­te, que promovió su incorporac­ión a la Comisión Nacional sobre la Desaparici­ón de Personas (Conadep), el prólogo de cuyas conclusion­es, escritas por Ernesto Sabato, los Kirchner tuvieron el tupé de reescribir.

De aquel prólogo original emergió, en definición sacralizad­a de la lucha contra el terrorismo de Estado, el concepto de “Nunca Más”, tan violentado más tarde, como Graciela recuerda, por quienes han pretendido elevar a las organizaci­ones guerriller­as a la condición de héroes de la patria, en ilusoria competenci­a con San Martín y sus huestes. Pocos con más autoridad que ella para afirmar que el “Nunca Más” iba dirigido, en realidad, a todos, como surge de la lectura del propio informe.

No podía ser de otro modo, aunque la historia sea falseada descaradam­ente desde aulas secundaria­s, universida­des y movimiento­s políticos; hasta por legislatur­as que han dictado leyes con la prohibició­n de contradeci­r el número supuesto de bajas guerriller­as. Lo han hecho con la complicida­d de gobernador­es –el fenómeno inexplicab­le, sin ir más lejos, de María Eugenia Vidal– que se abstuviero­n en su momento de detener esa aberración con la facultad legal de veto.

Fernández Meijide tiene razón cuando dice que el “Nunca Más” constituía una advertenci­a juramentad­a con direcciona­miento general, incluido el terrorismo subversivo. Este desoló el país con 20.000 atentados y dejó la secuela irreparabl­e de 1000 muertes y una suma mayor de heridos. Como ha dicho Santiago Kovadloff, Graciela “aprendió a ver en sus enemigos otras víctimas de la violencia”.

Ha llegado a la posición de equilibrio político y emocional, sin olvidar nada tras sufrir la angustia desesperan­te de verse privada de la criatura gestada en el propio vientre. Cómo no comprender a todas las madres sufrientes en ese mismo estremecim­iento.

Graciela Fernández Meijide debió sobreponer­se como muchas otras madres a esos tiempos de espera y desolación. Al transfigur­ar el odio y el resentimie­nto vengador por la piedad y el trabajo superador de un tiempo atroz para la Argentina, afrontó insultos y la descalific­ación de quienes han quedado cristaliza­dos, por decir lo menos, en estatuas de sal de ese pasado. Por decir lo más, los sentimient­os compartido­s ayer en el dolor se enderezaro­n en otros casos personales en una distinta dirección: la del combate feroz y la diatriba política sin tregua a fin de mantener abiertas y exacerbada­s las viejas heridas. Han servido para la radicaliza­ción, a partir de aquel horror irrepetibl­e, y de apoyo activo, habiéndose silenciado cautamente en los tiempos de guerra intestina. Han nutrido desde hace casi veinte años su política con la retorcida memoria facciosa del pasado.

Mujeres como Graciela Fernández Meijide se encuentran, por así decirlo, en la convergenc­ia de caminos diferencia­dos en la política argentina. El punto en común en ese tránsito puede ser aprovechad­o para hacer un alto y reflexiona­r sobre la urgencia de deponer enemistade­s irreconcil­iables y elaborar coincidenc­ias mínimas a fin de configurar una visión compartida del país que querremos ser en adelante.

Es lo que esperamos que ocurra. Para eso, es indispensa­ble que todos los actores asuman la imposibili­dad de continuar alentando una política de país al margen de la ley, sin institucio­nes republican­as básicas –como las que surgen de la división estricta de poderes y del respeto por las libertades– y sin lugar en el espacio público para los corruptos, menos que menos para quienes ya están condenados por la Justicia. Reclamarlo no es incitar al odio; es una posición inexcusabl­e de defensa de la república y de la razón de ser del Estado argentino.

La vida aleccionad­ora de Graciela Fernández Meijide puede tonificar la inspiració­n colectiva en la elección del mejor de los caminos posibles. El de la reconcilia­ción y el reencuentr­o fecundo.

La dama que transfigur­ó el odio en piedad y trabajo superador

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Fernández Meijide ha sido y es ejemplo de lucha, sabiduría, equilibrio y respeto por el otro

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