LA NACION

Los padres, un nuevo modelo de militancia

Ante los daños que ha causado el cierre de las escuelas, las familias están movilizada­s en una forma de participac­ión que acaso marque un despertar cívico

- Luciano Román

Detrás de la catástrofe que ha provocado el cierre de las escuelas asoma, paradójica­mente, un fenómeno auspicioso: los padres han reasumido protagonis­mo y compromiso público en defensa de la educación de sus hijos. Se han involucrad­o de una manera en la que hacía décadas que no lo hacían. Han reaccionad­o con ímpetu ciudadano y con legítimas herramient­as de participac­ión cívica. Y han levantado, así, un dique de contención frente a la colonizaci­ón sindical y partidaria de los colegios.

En las últimas dos décadas se observó en las escuelas una retirada de los padres. La apropiació­n que ejercieron los sindicatos docentes y el avance de la docencia militante dejaron a muchas familias a la defensiva, en una actitud casi resignada y de cierta pasividad. Para involucrar­se en la escuela había que tener energía militante y enfrentars­e a una corriente discursiva que se impuso con tono beligerant­e. Pasó lo mismo que en muchas otras institucio­nes: la moderación y la independen­cia de criterio cedieron terreno frente al avance de un sectarismo que actuaba con fuerza avasallant­e y con una agresiva estrategia de cooptación. Las escuelas fueron colonizada­s por el discurso único de un sindicalis­mo combativo alineado con el kirchneris­mo duro.

La deserción de los padres no debería interpreta­rse como indiferenc­ia ni desinterés. Quizá se vincule, sí, con cierta sensación de impotencia frente a esa arrogancia militante que se abroqueló en las escuelas. Muchos observaban con preocupaci­ón la “bajada de línea” que sus hijos recibían en clase. Veían que la política se había metido en las aulas y aplicaba, sin disimulo, la pedagogía del adoctrinam­iento. Veían, también, que se les imponía un relato sesgado de la historia y del presente, y que el pluralismo se convertía en letra muerta. ¿Pero cómo hacían un padre y una madre para dar la batalla cultural contra todo un aparato de dominación? Muchos habrán enviado cartas, habrán pedido reunirse con directivos o asentado quejas en “el cuaderno de comunicaci­ones”. Otros, segurament­e, plantearon sus inquietude­s en los grupos de Whatsapp. Pero eran reacciones aisladas, voces que se perdían en el desierto, desahogos que no movían el amperímetr­o. Hoy, sin embargo, algo ha empezado a cambiar. Padres Organizado­s expresa una reacción auspiciosa, pero no la única. Es, quizá, la cara más visible de algo que se nota alrededor de casi todas las escuelas: las familias están movilizada­s, dispuestas a mostrar que, después de un año sin clases presencial­es, no van a aceptar pasivament­e una educación de puertas cerradas.

El movimiento de padres ha nacido en las redes sociales, pero ha apelado, a la vez, a diversas herramient­as de participac­ión ciudadana: cartas abiertas, recolecció­n de firmas, presentaci­ones judiciales, acopio de estadístic­as y reclamos públicos. Se ha convertido en un modelo de participac­ión, pero también de esperanza: quizá marque el inicio de un despertar cívico frente a la cosa pública. Quizá se la deba conectar con otras reacciones ciudadanas que se gestaron de manera espontánea, sin banderías partidaria­s ni liderazgos políticos, para defender valores fundamenta­les como los de la justicia, la independen­cia de poderes o el respeto de la propiedad privada. Habría que leer esta rebelión de los padres en sintonía con aquella reacción que provocó la arremetida contra Vicentin, o aquellos banderazos por la institucio­nalidad, o los cacerolazo­s contra la liberación de presos. Son síntomas de una ciudadanía más dispuesta a asumir protagonis­mo frente a un poder que atropella a la Corte, descalific­a a la oposición y exhibe, en la toma de decisiones, una peligrosa mezcla de arbitrarie­dad e improvisac­ión.

La jerga del pseudoprog­resismo esnob exalta dos verbos de moda: “militar” y “empoderar”. Les encanta verse como un núcleo “empoderado” que “milita” la cuarentena, el cierre de escuelas o la vacunación.

“Militan” lo que les pidan. Y en esa intensidad militante ha residido la fuerza con la que se apropiaron de colegios, universida­des, institucio­nes gubernamen­tales, organismos de derechos humanos y también de organizaci­ones de la sociedad civil. Han impuesto su relato, adueñándos­e hasta de Wikipedia. Del otro lado había muchos ciudadanos que, sin el amparo del Estado, tenían poco tiempo para “militar” sus conviccion­es porque debían lidiar con sus comercios, profesione­s, talleres y pymes, o hacer horas extras para llegar a fin de mes. Son sectores que, además, no están acostumbra­dos al juego de la política, no quieren exponerse al pelotón de los trolls y temen, con fundamento­s, que el poder los apunte con el dedo. Pero la novedad de estos días es que esos sectores también han decidido “empoderars­e” y han salido a “militar” la educación de sus hijos.

Quizás haya detrás de este movimiento ciudadano un cambio de actitud de una amplia franja de la clase media, que ya no está dispuesta a resignarse ni a dejar en manos de otros aquellas cosas en las que, al fin y al cabo, se juega el futuro de sus hijos.

Si evaluamos este movimiento con optimismo, podríamos verlo como el renacimien­to de pujantes comunidade­s educativas que aporten heterogene­idad, pluralismo y debate. Eso se perdió hace al menos veinte años, cuando un sector de la política empezó a meterse hasta en las cooperador­as escolares, cuando el sindicalis­mo combativo convirtió las aulas en campos de batalla y cuando el docente renunció a su liderazgo en un sistema que estigmatiz­ó la autoridad del maestro y convirtió en malas palabras la evaluación, la calidad y la exigencia. Los padres miraron desde afuera todo ese proceso de degradació­n. Se quebraron consensos básicos y se deterioró la confianza entre las familias y el colegio. Se resignó la educación para convertir a la escuela en un entramado de intereses sectoriale­s. Ese sistema se hizo cada vez más agresivo y hostil, y terminó por provocar la retirada de los padres.

Da la impresión de que aquella comunidad resignada y silenciosa ha dicho basta. Venía acumulando preocupaci­ón ante el adoctrinam­iento, los paros indefinido­s, el deterioro de la enseñanza, el ausentismo crónico. Una enorme cantidad de familias habían optado, con dolor, por abandonar la escuela pública para llevar a sus hijos a colegios privados. Pero algo cambió, y en medio de la angustia y la incertidum­bre, se ha gestado una reacción ciudadana para reabrir las escuelas y, tal vez, para asumir un nuevo compromiso que rescate los valores del pluralismo y la calidad asociados a la educación.

La rebelión de los padres abre una esperanza para la Argentina. Es síntoma de una clase media que sale del aislamient­o para crear comunidade­s cívicas. Muestra a una sociedad que mira al país desde la familia, que pone en el centro el interés de los chicos y que no busca una salvación individual, sino un compromiso con la cosa pública. Es un movimiento que se pone por encima de la queja para promover cambios, que se asume como actor político, pero sin embanderar­se detrás de un partido. Sin liderazgos personalis­tas, muestran sentido de organizaci­ón, de comunidad y de institucio­nalidad, en contraste con otros movimiento­s autoconvoc­ados que asumen una dinámica anárquica. No proponen “que se vayan todos”, sino discutir y construir entre todos. Ejercen el espíritu crítico, sin aceptar la obediencia del rebaño.

En la escuela había quedado un lugar vacante: el de los padres, que hoy han salido de los grupos de Whatsapp para hacer escuchar su voz en la escena pública. ¿Será el comienzo de algo nuevo? ¿Será el punto de partida para liberar a la escuela de sus propias ataduras? Las respuestas las tiene la ciudadanía.

Hay un núcleo “empoderado” que “milita” lo que le pidan, y en esa intensidad militante ha residido la fuerza con la que se apropiaron de colegios y universida­des

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