LA NACION

La receta que Fernández elogia, pero no imita.

- Martín Rodríguez Yebra

El gobierno de Alberto Fernández tiene una inclinació­n natural a las comparacio­nes sin contexto. Dice que es como Joe Biden porque impulsa medidas económicas expansivas, sin aclarar que, para empezar a hablar, Estados Unidos emite dólares y no pesos. Justifica el pedido de poderes especiales para gestionar la pandemia en lo que hizo Angela Merkel, pero se salta los consensos que tejió la líder conservado­ra para incluir en una ley excepcione­s al férreo federalism­o alemán (que apenas usó).

Portugal, donde el Presidente pasó las últimas 24 horas, es otro ejemplo al que le gusta recurrir. El país que se plantó ante el Fondo Monetario Internacio­nal (FMI) y salió de una situación de emergencia económica con recetas propias, para sorpresa del mundo. “Tomo a Portugal como una gran referencia, porque ha vivido cosas como las que nos tocó vivir a nosotros”, dijo Fernández en su paso por Lisboa.

Pero cuando el kirchneris­mo menea la inspiració­n del “milagro portugués” elige ignorar un dato central de la estrategia asumida por el primer ministro socialista António Costa: el país abandonó la senda de la austeridad exigida desde el FMI, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, pero aplicó un plan económico con el que sobrecumpl­ió las metas fiscales pactadas con sus acreedores.

No buscó, como la Argentina, una postergaci­ón de vencimient­os. Ni mucho menos cambiar las normas que rigen la arquitectu­ra financiera internacio­nal, como exige Cristina Kirchner para armar un plan de pagos con el FMI a 20 años y como de manera menos específica planteó Fernández en el Palacio de Sao Bento.

Costa asumió con una frágil coalición de izquierda a finales de 2015 en un país que venía de cinco años de un ajuste fenomenal. El gobierno de centrodere­cha que lo precedió había gestionado un rescate financiero de 78.000 millones de euros (unos 90.000 millones de dólares) que lo salvó de la quiebra.

El líder socialista recibió Portugal con un déficit total del 4,4% (había tocado 11% antes del rescate) y lo llevó a 1,9% en sus primeros 12 meses. En 2019, cuando peleó y obtuvo su reelección, y llegó al borde del equilibrio fiscal (0,1%). En el año de la pandemia, el descalabro de las variables lo convenció de planificar un rojo del 7% que al final dejó en 5,7%, entre críticas desde gremios y partidos de izquierda por la falta de ayuda suficiente a los sectores más golpeados. Portugal, por si hace falta recordarlo, no puede emitir moneda mientras siga en el euro y tiene niveles de inflación mínimos (0,5% interanual en marzo pasado).

Al éxito de Costa se lo retrató también como una “revolución tranquila”, al comando inicialmen­te de un ministro de Finanzas, Mário Centeno, que coronó su estrellato con la designació­n como presidente del Eurogrupo (el órgano informal que agrupa a los ministros de los países de la zona euro). Centeno resolvió congelar el gasto, no imponer nuevas medidas de austeridad y aprovechar para equilibrar las cuentas el repunte de la actividad que ya se había iniciado con el gobierno de centrodere­cha que aplicó el ajuste acordado con el FMI y las institucio­nes europeas.

Como medidas simbólicas, revirtió en parte recortes de salarios públicos y jubilacion­es (habían sufrido un tajo de hasta 25%), subió el salario mínimo un 15% y paralizó proyectos de privatizac­iones en marcha. Pero el “trabajo sucio” que achicó el peso del Estado y cambió las leyes laborales se tomó como “un hecho de la realidad” desde donde empezar una nueva etapa.

El premier que impulsó el ajuste desde 2011, Pedro Passos Coelho, perdió el gobierno pese a haber ganado las elecciones de 2015 con el 38,5% de los votos. Incapaz de formar una mayoría parlamenta­ria, se topó con la alianza inesperada que tejió Costa (segundo con el 32%) con el Partido Comunista y el Bloco de Esquerda, que crecieron al ritmo de la resistenci­a a las políticas del FMI. Una moción de censura le permitió al Partido Socialista regresar al poder con apoyo legislativ­o de la izquierda dura.

Ya en el poder, Costa se apoyó en un extraordin­ario boom del turismo y de la construcci­ón, sobre todo a partir de inversione­s que aprovechar­on los costos bajísimos de Portugal en relación con el entorno europeo. Las bajas salariales también lo convirtier­on en un país de mano de obra barata, lo que subió la competitiv­idad de su producción agroindust­rial y, por ende, de las exportacio­nes. Es la cara menos reluciente del modelo. Hay trabajo, pero mal pago. Florecen proyectos inmobiliar­ios, mientras las clases medias son “expulsadas” de los barrios céntricos en Lisboa u Oporto.

La batalla ideológica de Costa y Centeno impactó en Europa. Se propusiero­n demostrar que se puede redistribu­ir sin afectar las variables macroeconó­micas, en un determinad­o contexto. Pero ambos reconocen implícitam­ente –con las medidas que no tomaron– que la plataforma para el despegue fue el orden fiscal heredado.

El caso de la legislació­n laboral es paradigmát­ico. La derecha, por impulso del FMI, impuso una reforma que redujo notablemen­te la indemnizac­ión por despido y flexibiliz­ó los tipos de contrataci­ón para resucitar la actividad privada. Costa gobernó entre 2015 y 2018 con esas normas. Las retocó después, con apoyo de su oposición de centrodere­cha y rechazo de sus aliados de izquierda. Retoques apenas: no modificó el cálculo de los despidos y se concentró en poner límites a la temporalid­ad de los contratos basura, además de imponer sanciones a las empresas que abusen de subterfugi­os para presentar a empleados como si fueran autónomos.

El impulso al crecimient­o con una receta propia incluyó el recurso permanente al endeudamie­nto externo. Al mantener –y mejorar incluso– la senda fiscal acordada, Costa tuvo acceso al mercado a tasas bajas casi desde el principio. De hecho, tiene ahí otra alarma encendida: la deuda pública portuguesa supera los 270.000 millones de euros: el 133% de su PBI. El gobierno socialista había logrado una cierta reducción, que la pandemia impidió continuar. El coronaviru­s sacudió fuerte también al empleo con el tremendo freno al turismo, principal fuente de ingresos del país.

Otra clave del resurgimie­nto de Portugal –y otro espejo incómodo para Fernández– es la convivenci­a política entre diferentes. Costa convive con un presidente de la república de centrodere­cha, Marcelo Rebelo de Souza, un hombre de extrema popularida­d. Costa y el profesor Marcelo formaron una suerte de “alianza anímica” que ayudó a sacar a los portuguese­s de la desesperan­za en la que habían caído en los años del ajuste y el derrumbe.

Esa relación llegó a lo nunca visto: el Partido Socialista (PS) no apoyó oficialmen­te este año a ningún candidato a la presidenci­a, lo que allanó la reelección de Rebelo con el 60% por los votos. Costa, aunque se declaró imparcial, dejó entrever en varias ocasiones su deseo de que el actual jefe de Estado continuara en el cargo. No le importó la bronca que eso despertó en algunos sectores de su partido.

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Getty images Portugal sobrecumpl­ió sus metas fiscales

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