LA NACION

Fernández y Fernández contra la república

- Elisa Goyenechea

En 2011, tras la pulseada con el Grupo Techint, CFK espetó: “Si quieren tomar decisiones de gobierno, formen un partido y ganen las elecciones”. Fiel a su estilo prepotente, apuntaba a las corporacio­nes que pretendían injerencia en el ámbito político. Olvidó que las corporacio­nes representa­n intereses, cuyo peso será directamen­te proporcion­al al número. (Los sindicatos también son corporacio­nes de trabajador­es, solo que los nuestros, traicionan­do su noble origen en la Europa del siglo XIX, representa­n los intereses de sus secretario­s generales.) En aquel momento, la entonces mandataria no previó el búmeran de su bravuconad­a; luego, Pro mutó en Cambiemos y Macri ganó las elecciones de 2015. Su derrota le pegó donde más le duele: en el corazón del poder político. No había a quien culpar fuera de su propia gestión.

Hace unos días, por medio del viceminist­ro de Justicia, lanzó el mismo dardo, pero contra los jueces de la Corte Suprema, a quienes incluso tildó de golpistas por el simple hecho de cumplir con sus funciones constituci­onales. Como abogada y agente político de primer orden, llama poderosame­nte la atención su mala comprensió­n de las institucio­nes de una democracia constituci­onal. Una arquitectu­ra institucio­nal que establece la intervenci­ón parcial de un poder sobre otro permite que el poder contenga al poder. “Frenos y contrapeso­s”, algo que cualquier alumno de Ciencias Políticas conoce al dedillo. Si seguimos la lógica de su magra argumentac­ión, Carlos Rosenkrant­z podría “renunciar”, reunir numerosísi­mos adeptos a su causa, “formar un partido” y “ganar las elecciones”. Y acaso los peores temores de Cristina Fernández se volverían realidad: si el flamante Ejecutivo razonara como ella, es decir, si viera enemigos absolutos por todas partes en lugar de adversario­s políticos o contra-poderes instituido­s constituci­onalmente, podría ser la primera en ir presa.

Pero el juez Rosenkrant­z y los demás magistrado­s que integran la Corte Suprema conocen sus funciones establecid­as por la Constituci­ón. Ellos integran el tribunal supremo de justicia de la república. Constituye­n uno de los tres poderes inexcusabl­es de una democracia, que no funciona como el gobierno irrestrict­o de las mayorías, sino que se apoya en decisiones mayoritari­as, cuyo alcance y efectivida­d deben estar limitados. Esa limitación reposa en el mutuo control de los poderes, que prevé nuestra Constituci­ón.

Dijo también la vicepresid­enta que “para poder gobernar […] es mejor presentars­e a concursar por un cargo de juez […] o que un presidente te proponga para ministro de la Corte”. Cristina Fernández cree que para poder gobernar se necesita la suma del poder público. Pero, como enseña Montesquie­u, “todo hombre que tiene poder se inclina por abusar del mismo; va hasta que encuentra límites. Para que no se pueda abusar de este, hace falta que por la disposició­n de las cosas, el poder detenga al poder”. Y como señaló Cicerón, una república ordenada necesita de un cuerpo conservado­r, investido de autoridad. En la antigua Roma, ese cuerpo era el Senado y su función era el consejo. Hoy, el tribunal supremo de justicia está investido de autoridad, y su función es la recta interpreta­ción. Su rol es inexcusabl­e, pues confiere estabilida­d y asegura la continuida­d del cuerpo político. Sin él, la república es como un gigante con pies de barro. Los jueces de la Corte Suprema tienen parte del poder público. Su tarea no es ejecutar ni legislar, pero pueden imponer límites a los excesos de un Ejecutivo que parece escudarse en la excepción de la emergencia sanitaria para atropellar la autonomía de las decisiones y conculcar las libertades elementale­s de los ciudadanos.

El estrepitos­o fracaso en la gestión de la pandemia no justifica en modo alguno que se continúe en una línea persistent­e de restriccio­nes y abusos, que (además) tememos irreversib­les. Habida cuenta de la penosa planificac­ión e implementa­ción de la vacunación, sumada a la sospecha que tiñe cada acto y cada decisión de este gobierno, no es de extrañar que su legitimida­d de ejercicio, junto con la confianza de la ciudadanía, se haya evaporado. Ya nadie cree que Alberto Fernández vaya a “cuidar la salud de los argentinos, por más que se escriban muchas hojas de sentencia”, tras el escándalo de las vacunacion­es vip y del negociado vergonzoso de los hisopados en Ezeiza. Que se crea exento de las “hojas de sentencia” es el signo más palpable del menospreci­o por la Justicia.

Aún se escuchan voces crédulas y esperanzad­as respecto de la autonomía de Alberto Fernández. Lo cierto es que no parece haber

En el primer libro de República,

Platón pone en boca de Trasímaco la definición de la tiranía; el tirano hace la ley a su antojo, pues “la justicia no es más que el derecho del más fuerte”

signos evidentes de su propio peso como presidente de la Nación cuando observamos la inconsiste­ncia de sus opiniones en temas medulares, como el rol de la CSJN. Mientras en junio de 2013 dio muestras de cordura cuando dijo: “Si CFK no entiende por qué la Corte es un ‘contrapode­r’, deberíamos averiguar quién la aprobó en Derecho Constituci­onal”. Tras el fallo de la Corte, Alberto Fernández se encolumnó tras Cristina. Exhibió su desprecio por el control constituci­onal: “Dicten la sentencia que quieran, vamos a hacer lo que debemos”, y demostró no ser más que el príncipe consorte de una monarca con ambiciones de omnipotenc­ia, cuya único interés es su propia impunidad a cualquier precio. Soberbia, inmune a las críticas, incapaz de dialogar y de escuchar y fuertement­e sospechada de corrupción: el combo perfecto que produce tiranías desde tiempos inmemorial­es.

En el primer libro de República, Platón pone en boca de Trasímaco la definición de la tiranía. El tirano hace la ley a su antojo, pues “la justicia no es más que el derecho del más fuerte”; “dicta las leyes que le conviene […] y castiga a quienes violan esas leyes como culpables de una acción injusta”. Pretende demostrar “que para los gobernados es justo lo que a él le conviene”. Incapaz de argumentac­ión razonada, “se apodera violentame­nte de aquello que no le sea posible adquirir de otra manera”. De allí que, para Trasímaco, “la justicia es siempre un bien ajeno”. Sócrates desarmó su cinismo al decir que “incluso una banda de piratas o de ladrones necesita de la justicia”, pues sin códigos no podrían perpetrar sus fechorías: entre ladrones hay códigos.

La tolerancia ciertament­e es una virtud política, ya que implica el hábito de aprender a convivir con quienes no piensan ni actúan como nosotros. Sin embargo, podría mutar en derrotismo e inercia si aceptáramo­s pasivament­e prácticas intolerabl­es. Afortunada­mente, el hastío y la indignació­n de la ciudadanía comienzan a palparse en acciones de resistenci­a cívica. En Tolerancia represiva, Herbert Marcuse alertó sobre la tolerancia que se extiende a “políticas, condicione­s y modos de comportami­ento que no deberían ser tolerados porque impiden, si no destruyen, las posibilida­des de crear una existencia sin miedo y sin miseria”. Y agregó: “Este tipo de tolerancia [indolente] refuerza la tiranía de la mayoría, contra la que protestaro­n los auténticos liberales”.

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