LA NACION

Ahora volvió el “vamos por todo”

- Joaquín Morales Solá

Pedro Sánchez, presidente del gobierno español, acaba de darle, queriendo o sin querer, una clase sobre el Estado de Derecho a Alberto Fernández. Sánchez contestaba una pregunta en clave interna española durante la conferenci­a de prensa conjunta con el presidente argentino. En esas mismas horas entraba al Congreso de Buenos Aires un proyecto de ley del gobierno de Fernández por el que virtualmen­te se declara una situación de excepción nacional, que suspende la vigencia de varios artículos de la Constituci­ón. Sánchez dijo textualmen­te: “Respetamos la seguridad jurídica, las garantías legales. Una ley ordinaria no va a sustituir nunca a la Constituci­ón. Esto es de primer grado de Derecho”.

El profesor de Derecho miraba a Sánchez, a su lado, mudo y lejano. En Buenos Aires se había abierto un duro debate con sus opositores; estos habían llegado a la conclusión de que ese proyecto inaugura una nueva escalada de autoritari­smo en el país. “Van por todo, ya lo advirtiero­n hace tiempo”, exclamó Mario Negri, presidente del interbloqu­e de Juntos por el Cambio.

El proyecto señala que la ley estará vigente desde el 22 de mayo hasta el 31 de diciembre (es decir, deberá estar aprobada por el Congreso antes del 21 de mayo), lo que significa, en primer lugar, una intimación a los legislador­es para que resuelvan en un plazo determinad­o. Inadmisibl­e para el principio de la división de poderes.

El proyecto esconde, además, una respuesta a la Corte Suprema de Justicia, porque por una ley regiría el estado de emergencia sanitaria en el país con amplios poderes para el Ejecutivo nacional. En un voto concurrent­e con otros tres jueces, el presidente de la Corte, Carlos Rosenkrant­z, acaba de señalar, cuando se resolvió la autonomía de la Capital para decidir sobre las clases, que “la emergencia no es una franquicia para ignorar el derecho vigente”. La Corte ya dijo que “los poderes de emergencia nacen exclusivam­ente de la Constituci­ón” y que más allá de ese marco los actos del Poder Ejecutivo “se tornan en arbitrarie­dad y exceso de poder”.

El Gobierno intenta llevar ahora a todo el país las facultades que se arrogó para decidir sobre la clases presencial­es en la Capital y el conurbano. Esto es: está desoyendo el último fallo de la Corte sobre las autonomías provincial­es y, al mismo tiempo, está desobedeci­endo a la Constituci­ón, que establece en su primer artículo que la forma de gobierno del país es “representa­tiva, republican­a y federal”. El Presidente pasó, en fin, de atacar a la Corte con discursos confusos en encendidas barricadas a contestarl­e con una eventual ley. Incluso comete el error garrafal de llamar a los gobernador­es “delegados federales”. La Constituci­ón dice que son “agentes naturales del gobierno federal para hacer cumplir la Constituci­ón nacional”. No es lo mismo. El gobierno nacional fue una decisión de las provincias, que son anteriores a la Nación.

Por eso, es difícil, si no imposible, que los diputados que responden al gobernador de Córdoba, Juan Schiaretti, voten a favor de esa ley. Desde la restauraci­ón democrátic­a, en 1983, Córdoba levantó la bandera de su autonomía cuando fue gobernada por radicales o peronistas. Los legislador­es que responden a Roberto Lavagna adelantaro­n ya que ellos tampoco votarán esa fenomenal delegación de poderes en el Ejecutivo. Al proyecto podrían faltarle dos o tres diputados para su aprobación en la Cámara baja.

En el Senado, el oficialism­o tiene mayoría propia, a pesar de que los senadores son representa­ntes de las provincias (los diputados lo son de la sociedad); las provincias son las más perjudicad­as por este proyecto, que les poda la autonomía histórica. Si está en discusión la aprobación parlamenta­ria, ¿para qué el gobierno de Alberto Fernández se metió en una aventura que conlleva el riesgo de salir mal? No hay respuestas lógicas. La política no siempre es lógica.

La Constituci­ón es, por lo demás, restrictiv­a en materia de delegación de poderes. Solo admite excepcione­s muy determinad­as en materia de administra­ción o de emergencia pública, y dentro del marco de delegacion­es que el Congreso establezca. Es el Congreso el que debe decidir qué es lo que delega; no es el Ejecutivo el que puede llevarse lo que quiera. En tiempos nebulosos es mejor la claridad: ninguna emergencia puede conferirle al Ejecutivo poderes superiores a la Constituci­ón, ni mucho menos puede significar la suspensión de la vigencia de la Constituci­ón.

El proyecto no solo les sustrae facultades a las provincias (como la de establecer si habrá –o no– clases presencial­es); también amenaza con recortar aún más las libertades públicas. El Congreso facultaría al Gobierno, según el proyecto, a decidir en todo el país sobre la suspensión de las prácticas deportivas; a qué hora y dónde deberán cerrar los negocios; si los cines, teatros y shoppings podrán abrir o no, y si las familias podrán reunirse en su casa con 10 personas o más. Y advierte que el gobierno nacional podrá tomar medidas adicionale­s, aún más estrictas y severas, si el riesgo epidemioló­gico no remitiera. Habrá en este caso consulta s con elgobernap­arl amento o el jefe del gobierno porteño, según el caso, pero siempre con la intervenci­ón de la autoridad sanitaria nacional. Es decir, con la intervenci­ón del gobierno de Alberto Fernández.

Llama la atención que este proyecto se envíe al Congreso cuando una parte importante del mundo está dejando atrás la pandemia. Israel y Estados Unidos viven ya una especie de nueva normalidad, que no es la normalidad de antes, pero normalidad al fin. España salió del estado de alarma, que obligaba al gobierno de Sánchez a pedir periódicam­ente la autorizaci­ón parlamenta­ria. Alberto Fernández suele inspirarse en Angela Merkel para aplicar sus políticas sanitarias. Es cierto que Merkel ha endurecido y suavizado las restriccio­nes sociales según la evolución de la pandemia, pero ella lidera un gobierno parlamenta­rio. Todas las semanas debe rendir cuentas ante el Bundestag (el alemán). Merkel está muy lejos del cesarismo, tan propio del kirchneris­mo gobernante.

Y llama más la atención aún que este striptease autoritari­o suceda apenas días después de un acuerdo con la oposición sobre la fecha de las próximas elecciones legislativ­as. La oposición acordó con el oficialism­o que tanto las PASO como las elecciones generales se postergará­n un mes (las PASO serán en septiembre y las generales, en noviembre), luego de una negociació­n que lideró el ministro del Interior, Eduardo “Wado” de Pedro. Oficialist­as y opositores acordaron que la pandemia podría estar mejor en esos meses, aunque la oposición incluyó una cláusula cerrojo según la cual la postergaci­ón es por única vez. También se estableció que las elecciones primarias se harán este año. Elisa Carrió fue la primera en pedir que no se obligara a la gente a ir a votar en medio del invierno y en el condor texto de la pandemia. Negri fue el que incorporó la cláusula cerrojo.

No deja de ser encomiable que oficialist­as y opositores hayan llegado a un acuerdo sobre una cuestión que no es discutible en la Argentina. En efecto, las elecciones en tiempo y forma no son motivo de debate público. Se hacen. Sin discusión. Es una de las conquistas de la democracia argentina. Desde Mauricio Macri hasta De Pedro, todos contribuye­ron a que esa certeza elemental del sistema democrátic­o siga vigente. Otra cosa es la forma en que se vota, si es con boleta única o electrónic­a o con el viejo sistema. Pero esa discusión no pone en duda la certidumbr­e de las elecciones. Sin embargo, la vigencia del estado de excepción que pide el Presidente abarcará el tiempo de las elecciones. No es posible que la gente vote bajo medidas excepciona­les que le recortaría­n sus libertades.

Nadie, sin embargo, se detuvo para saber lo que sucede en la Justicia Electoral. En enero, pidió que 2000 personas que trabajan para las próximas elecciones fueran vacunadas. Es demasiado, le contestaro­n. Las autoridade­s electorale­s le enviaron entonces al Gobierno una lista de 500 personas, con nombres, apellidos y números de DNI, que necesitaba­n ser vacunadas para poder cumplir con su trabajo. No pasó nada. Nadie respondió. Los primeros plazos electorale­s han comenzado a vencerse y los jueces electorale­s temen que tampoco encontrará­n voluntario­s para ser presidente­s de mesa si estos no están vacunados antes. Son 2000 presidente­s de mesa. ¿Es una cifra insoportab­le para un gobierno que vive hablando de millones de vacunas que están a punto de llegar? No, si quiere cumplir con la obligación de que los argentinos voten. ¿O, acaso, está esperando que sea la Justicia Electoral la que considere imposibles las elecciones?

Esas preguntas esenciales surgen cuando el Gobierno quiere hacerse de un poder que la Constituci­ón no le da. El despecho hacia la Corte Suprema puede explicarse; lo que no tiene explicació­n es que ese rencor esté detrás de la escalada más importante de los últimos años para recortarle trozos de libertad a la sociedad, para ignorar el federalism­o y para convertir la debilidad en una máscara de inverosími­l poderío.

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