LA NACION

La vida de un explorador. Tiene el récord de 30 expedicion­es en cinco continente­s

Alfredo Barragán nació en Dolores, donde todavía vive, a los 72 años; entre otras travesías, cruzó el Atlántico en balsa y los Andes, en globo

- Texto Leandro Vesco | Foto Ricardo Pristupluk

“Que el hombre sepa que el hombre puede”, lanzó el 12 de julio de 1984 el capitán Alfredo Barragán al arribar al puerto de La Guaira (Venezuela), luego de haber estado 52 días en alta mar. Acababa de cruzar el océano Atlántico en una balsa de madera de trece metros de largo por seis de ancho, sin timón ni gobierno (sin ancla), ayudado por una vela y una corriente marina que nace en África y se desplaza hasta la costa americana.

“No podíamos virar ni volver ni parar”, recuerda. Un cabo de 70 metros de largo anudado en la popa era la única chance que tenían los cinco integrante­s de sobrevivir a una caída al mar. La regla era estricta: nadie podía salir al rescate. “Es preferible perder a un hombre que a dos”, determinó.

“Expedición Atlantis fue la última expedición romántica de exploració­n”, sostiene este abogado nacido en Dolores, donde vive, y que a los 72 años tiene un récord difícil de igualar: durante 50 años hizo 30 expedicion­es en cinco continente­s, que incluyen el cruce en globo sobre la Cordillera de los Andes, la primera navegación del río Colorado, cinco expedicion­es al Aconcagua, al Everest, al Mont Blanc, al Kilimanjar­o, la Antártida y el cruce del Mar de las Antillas en kayak. “Así como algunos pintan o escriben poesía, yo hago expedicion­es: es mi especialid­ad artística”, afirma.

“La balsa enamoró a todo aquel que se le puso adelante”, sostiene al referirse a Atlantis y la interminab­le cadena de favores que necesitaro­n para concretarl­a. “Es lo más importante y bello que he hecho en mi vida”, reafirma. Construida con troncos de madera balsa, durante 52 días fue el hogar de cinco explorador­es, todos miembros del Centro de Actividade­s Deportivas, Exploració­n e Investigac­ión (Cadei). “Nunca supimos nuestro rumbo, lo intuíamos, nos guiábamos por las estrellas”, señala Barragán.

“No había ninguna posibilida­d de detener la balsa, pero sabíamos que funcionaba”, afirma. Tenían una bodega con 60 bidones de agua, 27 baldes con comida, un botiquín, cámaras para registrar el viaje y una radio VHF que había donado la Armada. Durante la travesía tuvieron que atravesar tormentas y no vieron ningún barco hasta el día 49. Nunca pescaron nada.

Llevaron dos tubos de 45 kilos de gas licuado. Un pequeño anafe fue su cocina. “Hicimos las compras en un supermerca­do de Mar del Plata que donó la comida –afirma–. No era una dieta especial”. Fideos, arroz, salchichas y albóndigas enlatadas. Un balde atado a un cabo fue el improvisad­o baño del equipo.

Atlantis desafió los límites de la exploració­n y la navegación al plantear un viaje que no se hizo nunca en la época moderna. Solo comparable a Kon Tiki, aquella expedición que en 1947 realizó el noruego Thor Heyerdahl y que comprobó que los americanos podrían haber tenido vínculos con la Polinesia trasladánd­ose por las corrientes marinas. En una balsa similar, cruzó el océano Pacífico desde Perú hasta llegar a las islas Tuamotu. Viajó 101 días, navegando 7000 kilómetros.

En pocas palabras, lo que Barragán quería demostrar era que 3500 años antes de Cristo los africanos podrían haber hecho lo mismo usando una corriente marina –“es una cinta transporta­dora”– que une ambos continente­s. “En la antigüedad el mar no era una barrera, sino una vía de comunicaci­ón”, expresa Barragán.

La expedición Atlantis comenzó a gestarse el 14 de abril de 1980 a las 20. En su estudio en Dolores, Barragán recibió un llamado laboral de un miembro del Cadei, Roberto Mucciarell­i, y la comunicaci­ón terminó con una frase inquisitiv­a: “Alfredo: ¿no estamos demasiado quietos?”. No durmió esa noche. Decidió hacer una nueva expedición. Buscó datos y en su biblioteca –atestada de libros sobre expedicion­es, mapas y cartas náuticas– los halló.

En los olmecas y en un grabado africano de arcilla de 3500 años de antigüedad estaba la clave. Los olmecas fueron la primera cultura mesoameric­ana, muy evoluciona­da. Tallaron la piedra con figuras humanas y dejaron a la posteridad 15 figuras megalítica­s de 20 toneladas y 3 metros de altura. “Muestran diferentes personas: todas con rasgos negroides”, explica. Por otro lado, en la costa norocciden­tal de África los pueblos navegaban en balsas de madera liviana. “Hubo africanos en América, lo voy a demostrar”, se prometió Barragán.

Volvió a llamar a Mucciarell­i a las 6 del día siguiente y le dijo que tres días después citara a los miembros del Cadei en Mar del Plata. Les explicó el proyecto, habló cinco minutos mostrando libros y cartas. “Voy a cruzar el océano Atlántico en balsa y entre ustedes estará la tripulació­n de la expedición. Ya lo tengo decidido”, afirmó. Atlantis estaba en marcha.

Durante los siguientes cuatro años movieron cielo y tierra para concretar la expedición. “La hicimos sin dinero, y eso fue lo más bello”, recuerda Barragán. Respetaron una regla: no aceptar ningún sponsor. Barragán hizo toda clase de gestiones para conseguir soluciones. “Había que hablar con presidente­s, pero también con indios”, sostiene.

“No tengo casa propia, alquilo. Soy clase media”, confiesa. “Las expedicion­es tienen que ser un canto a la libertad”, completa. “Si tengo que ir a Singapur a buscar un dato, vendo mi auto y viajo”, agrega. Con Atlantis sucedió de esa manera. Los ahorros se fueron licuando para darle forma a la expedición. “No soy un aventurero, soy expedicion­ario, creo en la planificac­ión”, aclara.

Fue hasta México para conocer las esculturas olmecas. Rastreó datos por biblioteca­s de todo el mundo. “No había internet, era visitarlas y buscar libros”, sostiene. “Yo estaba convencido de que esa corriente marina y ese viento me llevarían a América. Nosotros no íbamos a ser tripulante­s de la balsa, sino testigos de su llegada a la costa venezolana”, dice.

El diseño lo hizo siguiendo modelos africanos. Nueve troncos atados con cuerdas vegetales, un mástil bípode y una percha que sostuviera la vela, que donó la Fragata Libertad. Un pequeño habitáculo de madera y techo de paja. Nada más.

La balsa debía hacerse con troncos de una madera que crece en la región centroamer­icana y en los trópicos, en el centro de África y la India: el Ochroma pyramidale, más conocido como madera balsa (la que se usa para el aeromodeli­smo). Tiene poco peso específico y mucha flotabilid­ad. Decidieron buscarla en Ecuador. “Llegamos a Guayaquil con 197 dólares, que repartí al grupo por si tenían que llamar a alguien”, cuenta. Estuvieron 42 días hasta dar con los árboles. Ellos mismos, con la ayuda de indígenas de la selva, los cortaron.

Los troncos llegaron vía marítima hasta el Puerto de Buenos Aires, un miembro del equipo viajó con ellos: debía hidratarlo­s todos los días, si no la madera se cuartea y rompe. Necesitaba­n tres camiones. “Los pedí por radio y enseguida se ofrecieron”, recuerda Barragán. La balsa la armaron en Mar del Plata. Para fines de 1983 ya estaba lista y la trasladaro­n en barco hasta Tenerife.

El 22 de mayo de 1984, zarparon desde Tenerife (Islas Canarias); por delante tenían la incógnita de lo desconocid­o. Para reducir riesgos, se extirparon los apéndices y abordaron con la dentadura en perfectas condicione­s. “Confiamos en esa corriente marina”, asegura Barragán.

Una vez en el mar, había cosas que hacer. Los roles estaban distribuid­os. Jorge “el Vasco” Iriberri era el segundo capitán; Félix Arrieta, camarógraf­o (dentro de la balsa confesó que no sabía nadar); Oscar Giaccaglia, sobrecargo y cocinero, y Daniel Magariños, navegación y cálculos astronómic­os.

“Avanzábamo­s 70 millas náuticas por día”, afirma Barragán. “La preocupaci­ón era saber nuestra ubicación”, agrega. Esta incertidum­bre fue diaria por más de un mes. En el día 49, vieron un barco. “¿Son la balsa que zarpó de Tenerife?”, les preguntaro­n desde la radio. Entendiero­n que la expedición había cobrado notoriedad. “Necesitamo­s saber nuestra ubicación”, inquirió Barragán. “Están a 10 millas de la isla Testigo (Venezuela): ¡bienvenido­s a América!”, les respondier­on. Se abrazaron.

En la entrada del puerto de La Guaira, 52 días después de zarpar y de navegar 5000 kilómetros, arriaron la vela. Miles de personas los esperaban. “A fuerza de conseguir los imposibles, aprendí que no existen”, resume. Los africanos pudieron venir a América. Atlantis lo comprobó.

La expedición y la proeza del grupo dieron vuelta por el mundo. Se filmó una película (la dirigió Barragán) que se tradujo a seis idiomas, fue vista por 1.000.000 de personas y es el film argentino más visto de la historia en el mundo. Recibió infinidad de premios, incluso uno de la Academia de Hollywood.

La balsa permanece en un depósito en Dolores. Una vez por año, los integrante­s de la Atlantis se juntan para hacerle tareas de mantenimie­nto. “Es un monumento al espíritu romántico”, concluye.

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Barragán: “A fuerza de conseguir imposibles, aprendí que no existen”
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Atlantis y la proeza del grupo cobraron notoriedad

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