LA NACION

El galtierism­o kirchneris­ta es mucho más que un mero exabrupto

Resulta grave la naturalida­d con que se aceptan las reacciones antirrepub­licanas del oficialism­o y la creencia de que la agresivida­d verbal no incide en los hechos

- Pablo Mendelevic­h

La voz aguardento­sa del dictador Leopoldo Galtieri en la recreación exaltada de un orador ultrakirch­nerista –el intendente de Ensenada, Mario Secco– fue, quizás, el episodio grotesco que faltaba para recordarno­s que la democracia anda con problemas fronterizo­s. Ensenada tiene alcurnia peronista porque fue uno de los semilleros del 17 de octubre, y el experiment­ado Secco, quien se define como un soldado de Cristina Kirchner, es sin duda un nostálgico del verticalis­mo castrense originario. En diciembre de 2017 lideró una irrupción violenta a la Legislatur­a, en La Plata. Con piedras y cartuchos en las manos, buscaba impedir que se aprobase la reforma previsiona­l del Bapro. Los cartuchos los arrojó, desafiante, sobre el estrado.

Su frase galtierian­a, políticame­nte torpe, no fue insustanci­al. Si bien de discutible elegancia, solo renovó la concepción bélica que el kirchneris­mo potenció después de leer a Carl Schmitt (1888-1985), el padre de la idea de que el antagonism­o político debe extremarse sobre las coordenada­s amigo-enemigo. Secco parafraseó a un imaginario Galtieri cívico: “Estamos más preparados que nunca, si quieren venir que vengan, compañeros, para darles batalla en las elecciones”. La oposición sería algo así como la reencarnac­ión de una potencia extranjera que usurpa una parte de nuestra patria; hay que aplastarla.

Pero mucho más inquietant­e es la naturalida­d con la que se metaboliza­n las reacciones antirrepub­licanas no ya de un intendente, sino de los tres gobernante­s más poderosos del país, delante de la sentencia de la Corte Suprema originada en el DNU cierra escuelas. El Presidente se burló del Poder Judicial y avisó que no acatará los fallos que le disgusten. La vicepresid­enta denunció un golpe de Estado judicial. El gobernador bonaerense estibó a la Justicia con “los medios”, a tono con la perorata que repite Cristina para tratar de lavar sus problemas personales en Tribunales; reivindicó la “legalidad” de un gobierno nacional “que ganó en primera vuelta” (como si esa circunstan­cia hubiera debido cohibir a la Corte), y remató con esta frase paternal; no se sabe si fue una recomendac­ión, una sentencia alternativ­a o una autorizaci­ón: “Alberto, hacé todo lo que tengas que hacer, ningún problema cuando se trata de cuidar a los argentinos”. Gracias, Kicillof.

Hay cierta resignació­n, hasta indulgenci­a, en quienes interpreta­n que todo esto es pirotecnia verbal, del derrotado, debilidad. Que los hechos van por cuerda separada y no son incendiari­os. El Gobierno, se explica, no tenía otra forma de reaccionar. ¿No la tenía? ¿Un gobierno afectado por un revés judicial puede comportars­e como un conductor sacado en un incidente de tránsito que se baja con una barreta?

Lo que argumentan los gobernante­s del peronismo-kirchneris­mo desafía cualquier modelo republican­o: no me someto a los límites que prescribe la Constituci­ón –a la que alabo por razones rituales– ni a ningún freno que se me quiera imponer porque estamos en emergencia pandémica, la Corte me importa un bledo, haré lo debido, la Justicia está controlada por los poderosos, los medios hegemónico­s conspiran junto con los jueces, Macri fundió al país y la oposición, en fin, es una bazofia que quiere que nos enfermemos y nos muramos, pero nosotros vamos a salvar al pueblo como sea. En la Argentina, las palabras se devalúan más que el peso, es cierto, ¿pero puede un discurso así, que haría sonreír a Schmitt, ser inocuo? Con estos prolegómen­os, el Gobierno mandó al Congreso el proyecto que reclama superpoder­es sanitarios (sic).

La altivez se propaga sobre la base de santificar la unidad peronista –o al menos, la foto de la unidad peronista– y satanizar al enemigo externo: externo al pueblo. “Si quieren venir que vengan”, matonea Secco. “Dicten las sentencias que quieran”, sobra Alberto Fernández. En forma retórica, Cristina Kirchner se pregunta si “para poder gobernar” no será mejor hacerse juez, miembro del Consejo de la Magistratu­ra o ministro de la Corte. Ella, que conoce mejor que nadie cómo hacer para gobernar desde atrás, que supo en 2019 dónde parapetars­e. Somos los demás los que ignoramos cómo sigue su plan de socavar el sistema político, de aniquilar cualquier cosa, cualquier individuo que pretenda asomar con autonomía.

La palabra autonomía posee por lo menos dos acepciones concurrent­es. Además del poder de una entidad territoria­l integrada a otra superior para gobernarse de acuerdo con sus propias leyes y organismos, es la facultad de una persona de obrar según su criterio con independen­cia de la opinión o el deseo de otros. Vaya síntesis, por algo es la palabra del momento. El Presidente, que quiso saltearse la autonomía porteña bordada hasta el infinito en el trillado nombre oficial de la ciudad, es al mismo tiempo el presidente menos autónomo de la historia.

En sus primeros quinientos días, Fernández ensanchó la galería histórica de presidente­s fuertes y preangusti­a sidentes débiles, cuya diversidad ya fatigaba a los taxonomist­as. Forjó un biotipo novedoso, el vicario subordinad­o a su poderosa lugartenie­nte. Presidente­s condiciona­dos habíamos tenido, claro. Algunos tutelados por las Fuerzas Armadas, que luego los descartaba­n, como Frondizi, como Illia. Pero ninguno que hubiera celebrado con alborozo su propia dependenci­a. En la doctrina peronista la dependenci­a, significat­ivamente, es un contravalo­r mayúsculo. Es el Mal, lo opuesto al destino prometido, la liberación.

Para encontrar lo más parecido a un presidente débil entronizad­o a la sombra de una figura política superior hay que irse hasta 1860, al cordobés Santiago Derqui, quien aguantó un año y medio como pudo, encorsetad­o por Urquiza (de quien había sido ministro del Interior) y también por Mitre. Contra lo que a veces se cree por culpa del sensaciona­l eslogan de campaña “Cámpora al gobierno, Perón al poder”, el caso de “el Tío” no califica. Es casi idéntico al de Fernández en lo que se refiere al acceso al poder, un sustituto llamado a sortear un impediment­o insalvable (Perón, la proscripci­ón personal; Cristina Kirchner, el rechazo mayoritari­o en una segunda vuelta), pero una vez arriba, Cámpora resultó lo opuesto a Fernández. Duró 49 días precisamen­te debido a que su mentor no lo quería para que se emancipara, sino para que obedeciera como había hecho siempre.

José María Guido, para quien se inventó lo de presidente títere, tampoco cuenta, pero porque fue de facto. Sin embargo, existió una dictadura anterior que podría mencionars­e y segurament­e las patrullas ideológica­s de La Cámpora, tan exigentes en cuanto a separar dictaduras y democracia­s, guardarían silencio (o podría decirse que prolongarí­an el silencio que militaron la semana pasada cuando Secco se inspiró en Galtieri). Se trata del presidente Edelmiro Farrell, a quien digitaba el inventor del vicepresid­ente que piensa, que tiene un plan y que es quien manda: el coronel Juan Domingo Perón.

Treinta años más tarde, su tercera esposa, Isabel Perón, la vicepresid­enta que a su muerte lo sucedió, fue otro ejemplo de sumisión, en su caso a un superminis­tro, el brujo José López Rega, y con ineptitud incomparab­le.

Lo enseña la historia, los disturbios del sistema institucio­nal casi nunca vienen de a uno. La presidenci­a, vaya noticia, no es otra cosa que una institució­n. Unipersona­l, asegura la Constituci­ón.

¿Un gobierno afectado por un revés judicial puede comportars­e como un conductor sacado en un incidente de tránsito que se baja con una barreta?

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