Carlos Fuentes: a diez años de la despedida final de Buenos Aires
Días antes de morir, el escritor mexicano se había presentado en la Sala José Hernández; el testimonio exclusivo de su viuda, Silvia Lemus, y el recuerdo de su amiga, la escritora Luisa Valenzuela
CIUDAD DE MÉXICO.– No hay realidad más verdadera que aquella que batalla por la invención. Sucede cuando las palabras alumbran una existencia más cierta que la de los sentidos. Carlos Fuentes (Panamá, 1928-Ciudad de México, 2012), de cuya muerte se cumplen hoy diez años, tuvo el don conferido a pocos novelistas: el de trastocar el tiempo. Lo alteró en sus ficciones como si se tratara de un salón de espejos, donde cada fragmento es capaz de reflejar quienes somos o pudimos ser. Ahora sabemos que mantener ese fulgor será tarea de los lectores futuros: en diálogo exclusivo con la nacion, su viuda, Silvia Lemus, pulveriza toda esperanza de que surjan textos póstumos del autor de La región más transparente. “Ya nada queda por publicar”.
“Hemos revisado todo –dice la mujer del prolífico escritor– y quizás queden algunos cuentos de juventud. Pero ya todo está publicado y su novela póstuma fue Aquiles o El guerrillero y el asesino. El hecho de que todas sus invenciones ya hayan salido a la luz obedece a que Fuentes era muy disciplinado. “Tenía muy claro lo que deseaba escribir. Hacía siempre un plan. Decía que al día siguiente ese plan ya no iba a servir, porque había sueños que en la noche le habían indicado algo”. Lo cuenta con calma, la que aprendió con la resignación y el duelo tras la muerte prematura de los dos hijos que tuvo con el escritor, Carlos y Natasha, fallecidos antes de los 30 años, con solo un par de diferencia. “El 14, día anterior a su fallecimiento, subió a su oficina, en el cuarto piso de nuestra casa, y dejó anotado su plan para la novela que se habría llamado ‘El baile del centenario’”, revela Lemus.
Acerca de cómo es convivir con el despacho intacto de su marido, compuesto por unos 14.000 volúmenes que quedaron fuera del archivo personal enviado a la Universidad de Princeton por voluntad del escritor, Lemus afirma: “Hago lo que debo de hacer. El me dejó su legado”. Con La Edad del Tiempo, el corpus narrativo y ensayístico que construyó durante décadas, Fuentes entregó a legiones de lectores en el mundo la ilusión de la existencia. Se adentró en la identidad mexicana –el mestizaje, el autoritarismo, el poder de los privilegiados sobre tierras pobres, la magia, la muerte, el más allá, la fe en un regreso–, los poderes dictatoriales en América Latina y, sobre todo, en el español como lengua para narrar a un continente desde adentro.
Como los cronistas de Indias que en su correspondencia al Viejo Mundo aseguraban haber visto sirenas en el Caribe (“aunque no tan hermosas como las pintan”), Fuentes nos entregó una promesa: la de ser dueños de todas las invenciones de las que seamos capaces de soñar. Es la tesis de su ensayo La lengua de América Latina, donde sostiene que esta tierra “para ser narrada, antes debió ser inventada”·
Integrante del boom latinoamericano, Fuentes honró la tradición de cuentistas de México. Magia, esclavitud y encierro son tema de Carolina Grau, último libro de relatos publicado en vida. Los personajes buscan siempre la libertad en confinamientos no siempre palpables, para quienes la salida es siempre la inquietante Carolina Grau.
Un “renacentista”
Diplomático –miembro del Servicio de Relaciones Exteriores de México como su padre– y gran candidato al Nobel, Fuentes obtuvo todos los demás premios posibles, entre ellos, el Rómulo Gallegos por Terra Nostra (1977), el Cervantes (1987) y el Príncipe de Asturias (1994). “Era un hombre renacentista, voraz en sus lecturas; abarcaba muchos mundos, fue absolutamente genial”, dice la escritora argentina Luisa Valenzuela, autora de Entrecruzamientos, Cortázar-fuentes/fuentes-cortázar, que mantuvo una amistad desde 1973 con el autor de Aura.
Valenzuela destaca su última visita a la Feria del Libro de Buenos Aires, catorce días antes de su muerte, el 1º de mayo de 2012. “Cuando entró en la desangelada Sala José Hernández estaba feliz, entró casi bailando. Fue muy emotivo. Recuerdo sus últimas palabras oficiales: ‘Educación, educación, educación’”. Allí, ovacionado de pie, sentó las bases del futuro de la novela, sobre las que él mismo había dedicado su vida a experimentar. “El gran desafío de la novela actual –dijo Fuentes– es el de dar los tiempos de la simultaneidad, dejas atrás la muy simple y cómoda linealidad”. Para Valenzuela, uno de los asombros en la obra de Fuentes es ese. “No detiene el tiempo, lo deja en movimiento. El pasado y el presente se mezclan y fusionan de manera inquietante”.
Para el crítico peruano Julio Ortega, amigo de Fuentes, los grandes escritores “no acaban de morirse”. “Se van, es cierto, pero a su modo desaprensivo. Quiero decir, nos permiten creer que Borges sigue perfeccionando su lamento, y que Vallejo, por su lado, no tiene fin”, dice el catedrático de Brown University. Y agrega: “Fuentes poseía el don de la actualidad. Coincidía con la noción fugaz del presente, que cultivó Borges, y con el relato de Aira, donde el mundo es un pestañeo, esto es, un milagro, que no en vano quiere decir ‘ver más’”.
La muerte y la magia
Como Pedro Páramo, de Rulfo, que habla con ánimas en pena, también Fuentes creía que hablaba con muertos. “Soy testigo –dice Ortega–. En Brown, cuando iba a dictar su charla, un señor muy viejo le preguntó: ‘Señor Fuentes, ¿cómo está Carpentier? ¡Carpentier ha muerto!, protestó Carlos. Pero el señor volvió: ¡Pero con Rulfo sigue usted conversando! Vámonos, gritó Fuentes, ¡es un muerto!’”.
El culto de Fuentes por un espacio fuera de la realidad acompaña a las pocas personas que accedieron al espacio íntimo de trabajo del escritor, como Barry Domínguez, fotógrafo y jefe del área de Cultura de la Universidad Autónoma de México, curador de la exposición Carlos Fuentes, un recorrido por su legado, que acaba de abrir en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires, ahora dependiente del Ministerio de Cultura de la Nación. “Todo está intacto como hace diez años”, cuenta. Y revela que sus registros ocurrieron entre la emoción y la fe provenientes de un país que celebra el Día de Muertos y las visitas desde el Otro Lado.
“La señora del servicio que me ofreció agua no quiso quedarse conmigo porque –dijo– tenía miedo de molestar al maestro, ‘que anda por aquí’. Cuando comencé a sacar fotos, descubrí que toda su papelería personal tenía el emblema de la estatua del Chac Mool, título del famoso cuento de Fuentes. En lengua maya significa ‘el jaguar rojo’. Más asombrado quedé cuando vi que las máquinas Olivetti con las que escribía eran todas de este mismo color”, dice Domínguez. Acceder al espacio íntimo de Fuentes le permitió corroborar algo: “El tiempo está varado. Está ahí”.ß