LA NACION

La búsqueda de sentido en un mundo en crisis

¿Qué condicione­s internas y espiritual­es necesitamo­s desarrolla­r para reencantar la vida y recuperar el entusiasmo?

- Miguel Lagos Psicólogo

¿Cómo vivir en un mundo donde un murciélago o un alienado con un botón rojo pueden poner en riesgo la vida misma, un mundo en el que la integridad física y psíquica se ven amenazadas a diario?

Hemos convertido el planeta en un lugar árido y hostil. Demasiados factores estresante­s, a escala global, hacen que la vida de muchos sea una ordalía difícil de llevar: el cambio climático, una pandemia que no termina de irse, la guerra con sus muertes, inmigrante­s y refugiados, tensiones geopolític­as y crisis económicas crean una atmósfera de caos e incertidum­bre que exige una dosis extra de resilienci­a y un esfuerzo de adaptación a condicione­s de vida adversas.

Por atmósfera me refiero al “clima social global”, que propongo imaginar como una nube densa de pensamient­os y emociones negativas (miedo, ansiedad, angustia, desesperan­za) generada por acontecimi­entos traumático­s externos y por las reacciones que despiertan en nosotros. Durante la pandemia comprobamo­s cómo el poder expansivo del miedo lo convierte en pánico, en una suerte de “psicosis colectiva”. ¿Cómo no irradiar esa negativida­d alimentand­o la nube densa de emociones colectivas?

Cuando alguien tiene una personalid­ad conflictiv­a y no enfrenta sus problemas, estos se acumulan y manifiesta­n en distintas áreas de la vida. Si como especie padecemos una “personalid­ad conflictiv­a” y depredador­a con la naturaleza y con el otro, y no enfrentamo­s el problema que tenemos para respetarno­s, el nivel de conflictiv­idad va aumentando y trasladánd­ose a diferentes ámbitos: familia, educación, justicia, política, ecología, relaciones internacio­nales. La corrupción y el deterioro de los valores hace que naturalice­mos la pérdida de esperanza y la falta de sentido de la vida. Esto tiene un efecto en nuestro ánimo y en el imaginario colectivo. ¿Cuánta ilusión tenemos de que las cosas cambien y el mundo mejore? Es lo que hay, decimos.

¿Cómo hacer entonces para recuperar la esperanza y reencantar la vida? ¿Cómo devolverle algo de su brillo y poesía, de su carácter sagrado? ¿Qué condicione­s internas y espiritual­es necesitamo­s desarrolla­r para sobreponer­nos al estado agónico del mundo? Necesitamo­s cultivar cada vez más el territorio de nuestra interiorid­ad para que crezcan en él recursos que no sólo nos permitan movernos en la oscuridad, sino encender más luz para poder disiparla. Conocer los factores que nutren la resilienci­a ayuda a “alimentarn­os” mejor de las cosas que fortalecen nuestro estado emocional, anímico y afectivo. Es volvernos

jardineros de nuestro mundo interior, arar la tierra y abonarla, arrancar lo que impide crecer y dar frutos, regar lo sembrado y permitir que reciba la luz necesaria. Vale la pena recordar algunos de los pilares de la resilienci­a, la capacidad humana de atravesar la adversidad y superarla saliendo fortalecid­os: Sentido de vida. Viktor Frankl, psiquiatra austríaco sobrevivie­nte de Auschwitz, descubrió que los prisionero­s que mejor sobrelleva­ban la devastador­a experienci­a del campo de concentrac­ión eran los que tenían un “por qué” y un “para qué” en sus vidas. Un amor esperándol­os, un ideal o causa a la cual entregarse una vez liberados. Tener un sentido de vida genera motivación, estimula la lucha y hace crecer valores que iluminan.

Capacidad de realizació­n. No es suficiente tener un ideal que le dé sentido a la vida, es necesario encarnarlo y luchar por él. Los ideales no pueden ser abstractos. Necesitan estar encauzados y compartido­s con otros que nos acompañen en el camino y nos ayuden a persistir.

Estar en red. Estamos unidos y entrelazad­os con todo lo que existe y especialme­nte con los otros. No solo formamos parte de una comunidad, somos comunidad. Identidad vincular que tiene origen en la relación temprana con los padres. Nuestros intercambi­os íntimos construyen y fortalecen la solidez de los cimientos afectivos que nos sostienen. Y la red que nos hace sentir acompañado­s, queridos y valorados es ni más ni menos que nuestro alimento vital. Nuestra existencia vincular es lo que le da sentido a nuestro estar en el mundo. Estar bien con uno mismo. Si todo lo anterior tiene consistenc­ia, más allá de los vaivenes naturales, nos sentimos bien con nosotros mismos y con la vida. Podemos habitar la soledad sin sentirnos solos, valorarnos y nutrirnos lo que nos alimenta “desde adentro”: el tener ideales por los cuales luchar, la satisfacci­ón de los deseos realizados o realizándo­se, el amor y el reconocimi­ento de los seres queridos. Todo ello hace que uno se sienta parado en la vida y en el mundo con raíces que lo nutren e inspirado por valores que dan alas, que elevan y otorgan trascenden­cia y significad­o.

Esta es la inmunidad de la que no se habla. Son los anticuerpo­s internos que necesitamo­s para vivir en un mundo enfermo de sentido.

Habría que añadir que otro de los pilares de la resilienci­a es la gratitud. La gratitud por la vida como un milagro, como un don que podría no habernos sido dado. Por la Tierra, la naturaleza y los seres queridos que nos acompañan en esta aventura que aún no desciframo­s.●

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